Cardenal Raul Silva

El Cardenal Raúl Silva Henríquez y su vínculo con Schoenstatt

 

 

         Fuera de las grandes y muchas satisfacciones que nos dio el final del Concilio, hubo una, tal vez más pequeña y ciertamente más privada, que me produjo una especial alegría. No está en ningún libro y es seguro que no hay crónica del Concilio que la registre; de hecho, creo que yo mismo no he hablado mucho de ello, hasta hoy.

 

         Tiene que ver con unos jóvenes enardecidos que me fueron a visitar un día de 1960 a la diócesis de Valparaíso, y que, pese a mi condición de obispo recién llegado, decidieron confiar en mí. Se anunciaron como Movimiento de Schoenstatt y parecían tener tanta urgencia y rabia, que mi secretario hasta dudó de dejarlos pasar.

 

         Yo había oído decir que este Movimiento estaba sumido en una especie de crisis interna. Pero las cosas no se limitaban a esto: en realidad, los obispos de Chile habían dictado un decreto congelando su actividad en el país, tolerando sólo las reuniones entre sus miembros. Los muchachos se atropellaban para contarme su situación, que les desacreditaba en la nación.

        

 

 

         Conversamos largamente y, en vista de que no iba yo a desautorizar una orden de los obispos, les propuse que un sacerdote de la diócesis estudiara el Movimiento y me informara sobre él. Hubo acuerdo; el P. Wenceslao Barra se encargó de la tarea. Unos meses después me dio su conclusión: Son unos macanudos.

         Comencé a reunirme con los dirigentes principales de Schoenstatt en Valparaíso, el abogado Mario Young Reyes,

por los adultos, y Fernando Molina Vallejo, por los jóvenes.

Conocí su curiosa historia, que empezaba muchos años atrás, en 1912, cuando un padre alemán de la orden de los Pallotinos, llamado José Kentenich, asumió como director

 

Pallotino de Schoenstatt. Era un hombre original, sin duda: ya en esa época había proclamado su programa en una frase que se adelantaba al Concilio en medio siglo: “Vox Tempori, vox Dei”, la voz de los tiempos es la voz de Dios.

         En Schoenstatt el Padre Kentenich sintetizó en María, la Mater tres veces admirable, el carisma que animaría su obra. No quería cualquier cosa: aspiraba a una pedagogía completa que desarrollara un hombre nuevo, uno que fundase una nueva comunidad desde los valores de la fe, la familia y la fraternidad. Pero su pensamiento no resultaba tranquilizador para los espíritus conservadores: la antropología, la sociología, la psicología, incluso el psicoanálisis (tan condenado por el Santo Oficio), eran para él herramientas de primer uso en la construcción de su espiritualidad.

         Los nazis lo declararon peligroso durante la Segunda GuerraMundial, y lo metieron en un campo de concentración. Con increíble arrojo, en el propio seno de Dachau fundó una comunidad Schöenstattiana; de allí salió castigado, casi en los huesos, pero fortalecido en la fe; comenzó a viajar por el mundo (visitó Chile) y a fines de los años ‘40 hizo un duro diagnóstico de la situación de la Iglesia europea. Entonces cayó en desgracia.

 

El Santo Oficio lo destituyó, lo separó del Movimiento y lo envió a una parroquia pallotina de Milwaukee, en un auténtico exilio.

         Allá seguía cuando me interioricé del caso. Simpaticé con esta odisea y con la perseverancia de sus seguidores, que se habían hecho fuertes en Valparaíso, entre la juventud. Planteé el caso en la Conferencia Episcopal y conseguí que mis hermanos obispos permitieran que, al menos en mi diócesis, Schoenstatt pudiera funcionar.

         Cuando llegué a Santiago, volví a toparme con el Movimiento. Las Hermanas de María tenían instalada una pequeña capillita de la Materen La Florida que llegaría a ser un santuario más notorio. Volvió a impresionarme esta fuerza.

 

Entonces quise preguntar a Roma qué pasaba con el Padre Kentenich; pese a mi rango de cardenal, un padre dominico me dijo cortésmente en el Santo Oficio que mejor no indagara mucho. En 1962, para la primera sesión del Concilio, la arbitrariedad del castigo era ya palpable; y descubrí que otros pensaban como yo. En noviembre, junto con los cardenales Joseph Frings, Julius Dépfner y Laureano Rugambwa, escribí al Papa una nota pidiendo que se levantaran las sanciones al padre y a su obra. Yo tenía buenos fundamentos, porque muchos sacerdotes schoenstattianos trabajan en mi diócesis.

 

         Parece que estas y muchas otras peticiones fueron causando efecto; en 1965, los Pallotinos decidieron cultivar sólo la espiritualidad de san Vicente Palloti, y poco después Pablo VI concedió la autonomía a la Obra de Schoenstatt, con lo cual la separación tomó entidad canónica. Cosa extraordinaria, se fundó el Instituto (Secular de los Padres) de Schoenstatt, pero el Padre Kentenich continuó desterrado. En septiembre de 1965, cuando se iniciaba la última sesión del Concilio, el padre apareció en Roma; lo habían llamado mediante un telegrama. No sé por qué razón, el cardenal prefecto de la Congregación para los Religiosos me culpó a mí.

 Los chilenos –me dijo irritado- falsificaron el telegrama.

 Perdón, Eminencia –le dije– le puedo asegurar que ningún chileno ha falsificado ni enviado ningún telegrama.

 

         El hecho es que, por mano desconocida, el Padre Kentenich estaba en Roma, y podía hablar con Pablo VI. Un mes después, el Santo Oficio levantó todas las sanciones y le fue sugerido al padre que se retirara de los Pallotinos. Estuve con él cuando recibió esa proposición; le dolió mucho, y no quería hacerlo: amaba a su congregación. Le dije que lo aceptara como signo de la voluntad de Dios, y que se dedicara por entero a su obra, como había soñado. Juntos redactamos la carta al Santo Padre pidiéndole la liberación de sus promesas. Todo ocurrió muy rápido. Pablo VI lo recibió pocos días después de concluido el Concilio, y para la Navidad de 1965 regresó a Schoenstatt. La obra se había salvado

         El padre murió tres años después, serenamente, como un auténtico hombre de Dios. Muchas veces he agradecido al Señor por la visita del Padre Kentenich a mi alma y sé que por su gracia, por su bendita aparición en mi camino, muchos hombres de Schoenstatt guardan hoy un rincón de su corazón para este viejo pastor”.

 

(Texto tomado de Memorias Cardenal Raúl Silva Henríquez, tomo II, Ascanio Caballo y publicado en revista Vínculo 217 – diciembre 2007).

 

 

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