CARTA ENCÍCLICA DOMINUM ET
VIVIFICANTEM DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO
II SOBRE EL ESPÍRITU SANTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL
MUNDO
Venerables hermanos, amadísimos hijos e hijas: ¡ salud y
bendición apostólica !
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es «
Señor y dador de vida ». Así lo profesa el Símbolo de la Fe,
llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios
—Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado o
promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo « habló por
los profetas ». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de
su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu
Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día
grande de la fiesta de los Tabernáculos: « " Si alguno tiene sed, venga a
mí, y beba el que cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno
correrán ríos de agua viva ».(1) Y el evangelista explica: « Esto decía
refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él
».(2) Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la
Samaritana, cuando habla de una « fuente de agua que brota para la vida
eterna »,(3) y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de
un nuevo nacimiento « de agua y de Espíritu » para «
entrar en el Reino de Dios ».(4)
La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de
la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde
el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de
vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se
comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida
eterna.
2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser
siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios.
Durante el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII,
que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada
enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la
Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu Santo
como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con
Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico,(5) hasta el Concilio Ecuménico
Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva
profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba
Pablo VI: « A la cristología y especialmente a la
eclesiología del Concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo
del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina
conciliar ».(6)
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre
antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo
que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la
herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han
custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de
los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno
de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos años ha
sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado
contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de
Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor
en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia,
como aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos,
más aún, como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de
Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las
palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: « La
gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del
Espíritu Santo esté con todos vosotros ».(7)
De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han
inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives
in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación
realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, « para que el mundo
se salve por él » (8) y « toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre ».(9) De esta misma exhortación arranca ahora la
presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y
del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria:
él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la
fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia.(10) Esta
Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En efecto,
los textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí
misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más
en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico,
patrístico v litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos,
que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo
descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito,
como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo « en
espíritu y verdad »; (11) la esperanza de encontrar en él el secreto del
amor y la fuerza de una « creación nueva »: (12) sí, precisamente aquél
que es dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu
mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo
milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra
que « pasarán », la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia
las « palabras que no pasarán ».(13) Son las palabras de Cristo sobre el
Espíritu Santo, fuente inagotable del « agua que brota para vida eterna
»,(14) que es verdad y gracia salvadora. Sobre estas palabras quiere
reflexionar y hacia ellas quiere llamar la atención de los creyentes y de
todos los hombres, mientras se prepara a celebrar —como se dirá más
adelante— el gran Jubileo que señalará el paso del segundo al tercer
milenio cristiano.
Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de
modo exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni
privilegiar alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como
objetivo principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella
« el Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio
de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el
mundo ».(15)
I PARTE
EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA IGLESIA
1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena
pascual
3. Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo,
anunció a los apóstoles « otro Paráclito ».(16) El evangelista Juan, que
estaba presente, escribe que Jesús, durante la Cena pascual anterior al
día de su pasión y muerte, se dirigió a ellos con estas palabras: « Todo
lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado
en el Hijo... y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté
con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad ».(17)
Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito,
y Parákletos quiere decir « consolador », y también « intercesor »
o « abogado ». Y dice que es « otro » Paráclito, el segundo, porque él
mismo, Jesús, es el primer Paráclito, (18) al ser el primero que trae y da
la Buena Nueva. El Espíritu Santo viene después de él y gracias a él, para
continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena
Nueva de salvación. De esta continuación de su obra por parte del
Espíritu Santo Jesús habla más de una vez durante el mismo discurso de
despedida, preparando a los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, para su
partida, es decir, su pasión y muerte en Cruz.
Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el
Evangelio de Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a
aquel anuncio y a aquella promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente
relacionadas entre sí no sólo por la perspectiva de los mismos
acontecimientos, sino también por la perspectiva del misterio del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, que quizás en ningún otro pasaje de la
Sagrada Escritura encuentran una expresión tan relevante como ésta.
4. Poco después del citado anuncio, añade Jesús: « Pero el Paráclito,
el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará
todo y os recordará todo lo que yo he dicho ».(19) El Espíritu
Santo será el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre
presente en medio de ellos—aunque invisible—como maestro de la misma Buena
Nueva que Cristo anunció. Las palabras « enseñará » y « recordará »
significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la
predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a
comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo,
asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las
condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que
en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles
oyeron de su Maestro.
5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán
particularmente al Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: « Cuando
venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la
verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero
también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio ».(20)
Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. « Oyeron » y «
vieron con sus propios ojos », « miraron » e incluso « tocaron con sus
propias manos » a Cristo, como se expresa en otro pasaje el mismo
evangelista Juan.(21) Este testimonio suyo humano, ocular e « histórico »
sobre Cristo se une al testimonio del Espíritu Santo: « El dará testimonio
de mí ». En el testimonio del Espíritu de la verdad encontrará el
supremo apoyo el testimonio humano de los apóstoles. Y luego
encontrará también en ellos el fundamento interior de su
continuidad entre las generaciones de los discípulos y de los confesores
de Cristo, que se sucederán en los siglos posteriores.
Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad es
Jesucristo mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad inspira,
garantiza y corrobora su fiel transmisión en la predicación y en los
escritos apostólicos, (22) mientras que el testimonio de los apóstoles
asegura su expresión humana en la Iglesia y en la historia de la
humanidad.
6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de
intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las
palabras sucesivas del texto de Juan: « Mucho podría deciros aún, pero
ahora no podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará
hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará
lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir ».(23)
Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu de la
verdad, como el que « enseñará » y « recordará », como el que « dará
testimonio » de él; luego dice: « Os guiará hasta la verdad completa ».
Este « guiar hasta la verdad completa », con referencia a lo que dice a
los apóstoles « pero ahora no podéis con ello », está necesariamente
relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y
muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era
inminente.
Después, sin embargo, resulta claro que aquel « guiar hasta la verdad
completa » se refiere también, además del escándalo de la cruz,
a todo lo que Cristo « hizo y enseñó ».(24) En efecto, el misterio
de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta introduce
oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El « guiar
hasta la verdad completa » se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo
cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre.
El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del
espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que
deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo « hizo y
enseñó » y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En
una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones
de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con
fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la
historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido
definitivo de esa misma historia.
7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de
la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la
historia del hombre como « otro Paráclito », asegurando de modo permanente
la trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de
Nazaret. Por esto, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu
Santo-Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia
continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la
tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de
Juan: « El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará
a vosotros ».(25) Con estas palabras se confirma una vez más todo lo
que han dicho los enunciados anteriores. « Enseñará ..., recordará ...,
dará testimonio ». La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se
ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles,
sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito
invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté
relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en
ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos
salvíficos, está expresado con el verbo « recibir »: « recibirá de lo mío
y os lo comunicará ». Jesús para explicar la palabra « recibirá »,
poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente,
añade: « Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho:
Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros ».(26) Tomando de
lo « mío », por eso mismo recibirá de « lo que es del Padre ».
A la luz pues de aquel « recibirá » se pueden explicar todavía las
otras palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por
Jesús en el Cenáculo antes de la Pascua: « Os conviene que yo me vaya;
porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy,
os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente
al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio
».(27) Convendrá dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.
2. Padre, Hijo y Espíritu Santo
8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de
la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla
del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal « él »; y
al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que
unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, « el
Espíritu ... procede del Padre » (28) y el Padre « dará » el Espíritu.(29)
El Padre « enviará » el Espíritu en nombre del Hijo, (30) el Espíritu «
dará testimonio » del Hijo.(31) El Hijo pide al Padre que envíe el
Espíritu Paráclito,(32) pero afirma y promete, además, en relación con su
« partida » a través de la Cruz: « Si me voy, os lo enviaré ».(33)
Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su
paternidad, igual que ha enviado al Hijo,(34) y al mismo tiempo lo envía
con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el
Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: « os lo enviaré ».
Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el
Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la
partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya
claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar
causal, entre la manifestación de ambos: « Pero si me voy, os le
enviaré ». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de
la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la
redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre.
9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega —puede decirse—
al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos
encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras
supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido
a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: « Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes », mandato que encierra, en cierto modo, la
fórmula trinitaria del bautismo: « bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo ».(35) Esta fórmula refleja el
misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso
como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se
expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación
en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia
santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y
hecho « capaz » de participar en la inescrutable vida de Dios.
10. Dios, en su vida íntima, « es amor »,(36) amor esencial, común a
las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como
Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto « sondea hasta las profundidades
de Dios »,(37) como Amor-don increado. Puede decirse que en el
Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don,
intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el
Espíritu Santo Dios « existe » como don. El Espíritu Santo es pues la
expresión personal de esta donación, de este ser-amor.(38) Es
Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la
realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios,
que solamente conocemos por la Revelación.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en
la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente
(fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la
donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la
donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la
salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado
».(39)
3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu
Santo
11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se
refiere particularmente a este « dar » y « darse » del Espíritu Santo. En
el Evangelio de Juan se descubre la « lógica » más profunda del
misterio salvífico contenido en el designio eterno de Dios como expansión
de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la «
lógica » divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la
Redención del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por
el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre —realizada por
su « partida » a través de la Cruz y Resurrección— es al mismo tiempo, en
toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «
recibirá de lo mío ».(40) Las palabras del texto joánico indican que,
según el designio divino, la « partida » de Cristo es condición
indispensable del « envío » y de la venida del Espíritu Santo, indican que
entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu
Santo.
12. Es un nuevo inicio en relación con el primero,
—inicio originario de la donación salvífica de Dios— que se
identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras
páginas del libro del Génesis: « En el principio creó Dios
los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba
por encima de las aguas ».(41) Este concepto bíblico de creación comporta
no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el
dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios
en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a
las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que
ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: « Hagamos al ser humano a
nuestra imagen, como semejanza nuestra ».(42) « Hagamos », ¿se puede
considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando de sí mismo,
sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia de la
Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que
conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su
reflejo en estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver
en la creación del hombre el primer inicio de la donación salvífica de
Dios a la medida de su « imagen y semejanza », que ha concedido al
hombre.
13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el
discurso de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel «
inicio » tan lejano, pero fundamental, que conocemos por el Génesis. « Si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo
enviaré ». Cristo, describiendo su « partida » como condición de la
« venida » del Paráclito, une el nuevo inicio de la comunicación salvífica
de Dios por el Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es un
nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y toda la
historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha
interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de
Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación
salvífica de Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a
causa del pecado, « la creación ... fue sometida a la vanidad... gimiendo
hasta el presente y sufre dolores de parto » y « desea vivamente la
revelación de los hijos de Dios ».(43)
14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: « Os conviene que yo me
vaya »; « Si me voy, os lo enviaré ».(44) La « partida » de Cristo
a través de la Cruz tiene la fuerza de la Redención; y esto significa
también una nueva presencia del Espíritu de Dios en la creación: el nuevo
inicio de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo. « La
prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! », escribe el apóstol Pablo en
la Carta a los Gálatas.(45) El Espíritu Santo es el Espíritu del
Padre, como atestiguan las palabras del discurso de despedida en el
Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de
Jesucristo, como atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de
Tarso.(46) Con el envío de este Espíritu « a nuestros corazones » comienza
a cumplirse lo que « la creación desea vivamente », como leemos en la
Carta a los Romanos.
El Espíritu viene a costa de la « partida » de Cristo. Si esta «
partida » causó la tristeza de los apóstoles,(47) y ésta debía
llegar a su culmen en la pasión y muerte del Viernes Santo, a su vez esta
« tristeza se convertirá en gozo ».(48) En efecto, Cristo insertará en su
« partida » redentora la gloria de la resurrección y de la ascensión al
Padre. Por tanto la tristeza, a través de la cual aparece el gozo, es la
parte que toca a los apóstoles en el marco de la « partida » de su
Maestro, una partida « conveniente », porque gracias a ella vendría otro «
Paráclito ».(49) A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el
misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se
desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la
Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo
se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la
comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de
Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.
4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo
15. Se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la
plenitud del Espíritu Santo para el Pueblo elegido de Dios y para toda la
humanidad. « Mesías » literalmente significa « Cristo », es decir « ungido
»; y en la historia de la salvación significa « ungido con el Espíritu
Santo ». Esta era la tradición profética del Antiguo Testamento.
Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de Cornelio: « Vosotros sabéis lo
sucedido en toda Judea ... después que Juan predicó el bautismo; como Dios
a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder ».(50)
Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas (51) conviene
remontarse ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces « el
quinto evangelio » o bien el « evangelio del Antiguo Testamento ».
Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación
neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su
misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor.
Dice así el Profeta:
« Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces
brotará. Reposará sobre él el espíritu del Señor: espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu
de ciencia y de temor del Señor. Y le inspirará en el temor del Señor
».(52)
Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo
Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto
bíblico de « espíritu », entendido ante todo como « aliento carismático »,
y el « Espíritu » como persona y como don, don para la persona.
El Mesías de la estirpe de David (« del tronco de Jesé ») es
precisamente aquella persona sobre la que « se posará » el Espíritu del
Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la
revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la
figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre
la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del
misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva
Alianza.
16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza la unción
era un símbolo externo del don del Espíritu. El Mesías (mucho más que
cualquier otro personaje ungido en la Antigua Alianza) es el único gran
Ungido por Dios mismo. Es el Ungido en el sentido de que posee la
plenitud del Espíritu de Dios. El mismo será también el mediador al
conceder este Espíritu a todo el Pueblo. En efecto, dice el Profeta con
estas palabras:
« El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido
el Señor. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado, a
vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la
liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia
del Señor ».(53)
El Ungido es también enviado « con el Espíritu del Señor
».
« Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu».(54)
Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto con el
Espíritu del Señor es también el Siervo elegido del Señor, sobre el
que se posa el Espíritu de Dios:
« He aquí a mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien se
complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él ».(55)
Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de Isaías
como el verdadero varón de dolores: el Mesías doliente por los
pecados del mundo.(56) Y a la vez es precisamente aquél cuya misión
traerá verdaderos frutos de salvación para toda la humanidad:
« Dictará ley a las naciones ... »; (57) y será « alianza del pueblo y
luz de las gentes ... »; (58) « para que mi salvación alcance hasta los
confines de la tierra ».(59)
Ya que:
« Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en
tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia ni
de la boca de la descendencia de tu descendencia, dice el Señor, desde
ahora y para siempre ».(60)
Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos por nosotros a
la luz del Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe una
particular clarificación por la admirable luz contenida en estos textos
veterotestamentarios. El profeta presenta al Mesías como aquél que
viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de
este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para
Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del
Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación,
destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los
que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas
experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella
disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón,
« hombre justo y piadoso » ya que « estaba en él el Espíritu Santo », en
el momento de la presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en
él la « salvación preparada a la vista de todos los pueblos » a costa del
gran sufrimiento —la Cruz— que había de abrazar acompañado por su
Madre.(61) Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que « había
concebido del Espíritu Santo »,(62) cuando meditaba en su corazón los «
misterios » del Mesías al que estaba asociada.(63)
17. Conviene subrayar aquí claramente que el « Espíritu del Señor »,
que « se posa » sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios
para la persona de aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona
aislada e independiente, porque actúa por voluntad del Señor en virtud de
su decisión u opción. Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación
salvífica del Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción del
Espíritu que se manifiesta a través de él mismo, sin embargo en el
contexto veterotestamentario no está sugerida la distinción de los sujetos
o de las personas divinas, tal como subsisten en el misterio trinitario y
son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto en Isaías como en el
resto del Antiguo Testamento la personalidad del Espíritu Santo
está totalmente « escondida »: escondida en la
revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro
Mesías.
18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las
palabras de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto
acaecerá en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su vida
en la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre Virgen. Cuando
se presentó la ocasión de tomar la palabra en la Sinagoga, abriendo el
libro de Isaías encontró el pasaje en que estaba escrito: « EL
Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor » y
después de haber leído este fragmento dijo a los presentes: « Esta
Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy ».(64) De este modo
confesó y proclamó ser el que « fue ungido » por el Padre, ser el Mesías,
es decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo,
aquél que posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el « nuevo
inicio » del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.
5. Jesús de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo
19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin
embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el
Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan el Bautista.
Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán la venida del
Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice al respecto: « Yo os
bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy
digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en
Espíritu Santo y fuego ».(65)
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene »
por el Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu
Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel
de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro,
mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la
introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es
solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor de Cristo.
Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al
Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega,
Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
».(66) Dice esto por inspiración del Espíritu Santo,(67) atestiguando
el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo
confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. « Cordero de
Dios » en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el
Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: « Siervo del
Señor ».
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret,
rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías,
es decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio es
corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los
Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras
Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, « se abrió el
cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma
» (68) y al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado,
en quien me complazco ».(69)
Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo
con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el
testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión todavía más
profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret como Mesías. El Mesías es
el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación solemne no se reduce a la
misión mesiánica del « Siervo del Señor ». A la luz de la teofanía del
Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del
Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz
de lo alto dice: « mi Hijo ».
20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús
de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva
del Espíritu Santo.(70) Este misterio habría sido manifestado por Jesús
mismo y confirmado gradualmente a través de todo lo que « hizo y enseñó
».(71) En la línea de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús
hizo antes de llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos
unos acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente
importantes de esta progresiva revelación. Así el evangelista Lucas, que
ya ha presentado a Jesús « lleno de Espíritu Santo » y « conducido por el
Espíritu en el desierto »,(72) nos hace saber que, después del regreso de
los setenta y dos discípulos de la misión confiada por el Maestro,(73)
mientras llenos de gozo narraban los frutos de su trabajo, « en aquel
momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" ».(74) Jesús se alegra por la
paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta
paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta
paternidad divina sobre los « pequeños ». Y el evangelista califica todo
esto como « gozo en el Espíritu Santo ».
Este « gozo », en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: « Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo
sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo
quiera revelar ».(75)
21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo « desde
fuera », desde lo alto aquí proviene « desde dentro », es decir, desde
la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del
Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad
de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que
es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que
dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que
está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo « yo »,
inspira y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel « gozarse en el
Espíritu Santo ». La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que
tiene perfecta conciencia, se expresa en aquel « gozo », que en cierto
modo hace « perceptible » su fuente arcana. Se da así una particular
manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del Hombre, de
Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de Dios,
substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.
En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret
manifiesta también a sí mismo su « yo » divino; efectivamente, él es el
Hijo « de la misma naturaleza », y por tanto « nadie conoce quien
es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo », aquel Hijo
que « por nosotros los hombres y por nuestra salvación » se hizo hombre
por obra del Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era
María
6. Cristo resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo
»
22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el
discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, « elevado » por el Espíritu
Santo, durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que
« trae » el Espíritu, como el que debe llevarlo y «
darlo » a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su « partida » a través
de la cruz.
El verbo « traer » aquí quiere decir, ante todo, « revelar
». En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis, el
espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como «
soplo » de Dios que da vida, como « soplo vital » sobrenatural.
En el libro de Isaías es presentado como un « don » para la
persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar interiormente
toda su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de Isaías ha
tomado una forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene por el
Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona,
para comunicarlo a través de su humanidad: « El os bautizará en
Espíritu Santo ».(76) En el Evangelio de Lucas se encuentra confirmada y
enriquecida esta revelación del Espíritu Santo, como fuente íntima
de la vida y acción mesiánica de Jesucristo.
A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu
Santo es revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a
la persona (a la persona del Mesías), sino que es una Persona-don.
Jesús anuncia su venida como la de « otro Paráclito », el cual, siendo
el Espíritu de la verdad, guiará a los apóstoles y a la Iglesia « hacia la
verdad completa ».(77) Esto se realizará en virtud de la especial comunión
entre el Espíritu Santo y Cristo: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros ».(78) Esta comunión tiene su fuente primaria en el Padre:
« Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que
recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».(79) Procediendo del
Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre.(80) El Espíritu Santo ha
sido enviado antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre,
para cumplir las profecías mesiánicas. Según el texto joánico, después de
la « partida » de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo « vendrá »
directamente —es su nueva misión— a completar la obra del Hijo. Así
llevará a término la nueva era de la historia de la salvación.
23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La
revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es
el don, se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos
pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el
tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y
Espíritu de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio » de la
comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por
obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: «
Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único ».(81) Ya en el « dar » el
Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de
Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el
don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del
amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad
de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante
el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la
Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero.
24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día de
la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, « nacido del linaje de
David », como escribe el apóstol Pablo, es « constituido Hijo de Dios con
poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos ».(82) Puede decirse, por consiguiente, que la « elevación »
mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la
Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, «
lleno de poder ». Y este poder, cuyas fuentes brotan de la inescrutable
comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en el hecho de que Cristo
resucitado, si por una parte realiza la promesa de Dios expresada ya por
boca del Profeta: « Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un
espíritu nuevo, ... mi espíritu »,(83) por otra cumple su misma promesa
hecha a los apóstoles con las palabras: a Si me voy, os lo enviaré ».(84)
Es él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo
resucitado para transformarnos en su misma imagen de resucitado.(85)
« Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por
miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con
vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos
se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el
Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les
dijo: "Recibid el Espíritu Santo" ».(86)
Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su
elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras
pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos
pascuales. Tales acontecimientos —el triduo sacro de Jesús, que el
Padre ha consagrado con la unción y enviado al mundo— alcanzan ya su
cumplimiento. Cristo, que « había entregado el espíritu en la cruz
»(87) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez
resucitado va donde los apóstoles para « soplar sobre ellos » con el poder
del que habla la Carta a los Romanos.(88) La venida del Señor llena
de gozo a los presentes: « Su tristeza se convierte en gozo »,(89) como ya
había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal
anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara
una nueva creación, « trae » el Espíritu Santo a los apóstoles.
Lo trae a costa de su « partida »; les da este Espíritu como a través
de las heridas de su crucifixión: « les mostró las manos y el costado ».
En virtud de esta crucifixión les dice: « Recibid el Espíritu Santo ».
Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el
del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del
pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: « Si no me voy, no vendrá
a vosotros el Paráclito ».(90) Se establece también una relación íntima
entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención.
La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su « cumplimiento » en
la Redención: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».(91) La
Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha
venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente
en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al
mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las
conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que
es el « otro Paráclito ».
7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia
25. « Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre
la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de
Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y
para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de
Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de
vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,
14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el
pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom
8, 10-11 ) ».(92)
De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia
el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación
definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de
Pascua. Cristo resucitado vino y « trajo » a los apóstoles el Espíritu
Santo. Se lo dio diciendo: « Recibid el Espíritu Santo ». Lo que había
sucedido entonces en el interior del Cenáculo, « estando las
puertas cerradas », más tarde, el día de Pentecostés es manifestado
también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y
los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a
Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el
poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: « El
dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio,
porque estáis conmigo desde el principio ».(93)
Leemos en otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo obraba
ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin
embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para
permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente
ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación
entre los paganos ».(94)
La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir, con la
bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de
Jerusalén junto con María, la Madre del Señor.(95) Dicha era empezó en el
momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se
referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse
con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el
nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes
los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la
conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas,
el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo
«perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían
profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del
Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les
había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró
en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la
Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que
los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos,
sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos,
con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los
ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la
Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y
por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia
de Pentecostés.
Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en
el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en
ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6;
Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad
(cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y
gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con
sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22)
con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la
renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su
Esposo ».(96)
26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen
gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la
era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la
Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las
generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está
acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la
Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio
Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que
éste ha sido especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio
sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este
concilio es esencialmente « pneumatológica », impregnada por la verdad
sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el
Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo «
que el Espíritu dice a las Iglesias » (97) en la fase presente de la
historia de la salvación.
Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto
con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia
del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «
presente » en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se
comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a
la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación
pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y
valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que
tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos frutos
del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su
peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este
trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los
frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto
conviene saber « discernirlos » atentamente de todo lo que contrariamente
puede provenir sobre todo del « príncipe de este mundo ».(98) Este
discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del
Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como
aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares
Gaudium et spes y Lumen gentium.
Leemos en la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana (de los
discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo
son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del
Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a
todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia ».(99) « Bien sabe la
Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más
profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos
los elementos terrenos ».(100) « El Espíritu de Dios ... con admirable
providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra
».(101)
II PARTE
EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO
1. Pecado, justicia y juicio
27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida
del Espíritu Santo « a costa » de su partida y promete: « Si me voy, os lo
enviaré », precisamente en el mismo contexto añade: « Y cuando él venga,
convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio ».(102) El mismo Paráclito y Espíritu
de la verdad, —que ha sido prometido como el que « enseñará » y «
recordará », que « dará testimonio », que « guiará hasta la verdad
completa »—, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que «
convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio ».
Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este
anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia «
partida » a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: « Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el
Paráclito ».(103)
Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a
estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: « El convencerá
al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en
lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en
lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado
».(104)
En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen
un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería
propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación
de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender
aquel « convencer al mundo », que es propio de la acción del Espíritu
Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el
hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.
En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que
Jesús encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos de
Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a
condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la justicia »,
Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará
rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: «
Voy al Padre ». A su vez, en el contexto del « pecado » y de la « justicia
» entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu de la
verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a la
muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y
condenarlo: él vino para salvarlo.(105) El convencer en lo
referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del
mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar
subrayada por la afirmación de que « el juicio » se refiere
solamente al « Príncipe de este mundo », es decir, Satanás, el cual
desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación,
contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya juzgado »
desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo
precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra
salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre
esta misión del Espíritu Santo, que consiste en « convencer al mundo en
lo referente al pecado », pero respetando al mismo tiempo el contexto
de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del
Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del
salvífico « convencer en lo referente al pecado ». Este convencer se
refiere constantemente a la « justicia », es decir, a la
salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene
como centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía
salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del « juicio,
o sea de la condenación », con la que ha sido castigado el pecado de
Satanás, « Príncipe de este mundo », quien por razón de su pecado se ha
convertido en « dominador de este mundo tenebroso » (106) y he aquí que,
mediante esta referencia al « juicio », se abren amplios horizontes para
la comprensión del « pecado » así como de la « justicia ». El Espíritu
Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo « el pecado »
en la economía de la salvación (podría decirse « el pecado salvado »),
hace comprender que su misión es la de « convencer » también en lo
referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (« el pecado
condenado »).
29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la
víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante
todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la
verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de
cada generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a
nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II,
especialmente en la Constitución pastoral « Gaudium et spes
». Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el
Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como
el auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas
por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de
modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe «
convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la
justicia y en lo referente al juicio ».
Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo
entiende el « mundo »: « Tiene, pues, ante sí la Iglesia
(el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con el
conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo,
teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el
mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del
Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero
liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del
demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y
llegue a su consumación ».(107) Respecto a este texto tan sintético es
necesario leer en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de
mostrar con todo el realismo de la fe la situación del pecado en el
mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de diversos
puntos de vista.(108)
Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que «
convencerá al mundo en lo referente al pecado », por un lado se debe dar a
esta afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el
conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin
embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que
« no creen en él », este alcance parece reducirse a los que
rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la
muerte de Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto más «
reducido » e históricamente preciso del significado del pecado se extienda
hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la
Redención, que se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación
del misterio de la Redención abre el camino a una comprensión en la que
cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace
referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente también al
pecado de quienes « no han creído en él », condenando a Jesucristo a la
muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de
Pentecostés.
2. El testimonio del día de Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa
confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y,
en particular, el anuncio del que estamos tratando: « El Paráclito...
convencerá al mundo en la referente al pecado ». Aquel día, sobre los
apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el
Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los
Apóstoles: « Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se
pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse »,(109) « volviendo a conducir de este modo a la unidad las
razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones
».(110)
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de
Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la
promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, « después
» de la partida de Cristo, como « precio » de
ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego,
cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún
en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no se
ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; «
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días »; «
recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los
confines de la tierra ».(111)
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho
en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente.
Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles
durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas
congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo
que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «
Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros
con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre
vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y
previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la
cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole
de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su
dominio ».(112)
Jesús había anunciado y prometido: « El dará testimonio de mí... pero
también vosotros daréis testimonio ». En el primer discurso de Pedro en
Jerusalén este « testimonio » encuentra su claro comienzo: es el
testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del
Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel
primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «
convence al mundo en lo referente al pecado »: ante todo,
respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a
muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar
se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en
otras ocasiones y en distintos lugares.(113)
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del
Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al
pecado » del rechazo de Cristo, está vinculada de manera
inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del
Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en
lo referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En
efecto, es un « convencimiento » que no tiene como finalidad la mera
acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no
ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo.(114)
Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «
Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ».(115) Y
a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás
apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: «
Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don
del Espíritu Santo ».(116)
De este modo el « convencer en lo referente al pecado » llega a
ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por
virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la
conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad
mesiánica.(117) La conversión exige la convicción del pecado,
contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una
verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del
hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la
gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo ».(118) Así pues en este «
convencer en lo referente al pecado » descubrimos una doble dádiva:
el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la
redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo
referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica
en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del
Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo
crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al
Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de lo mío y os lo
anunciará a vosotros ». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento
de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que « no creyeron
» (119) y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da
testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado,
en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer:
la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo
parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: « Seré tu
muerte, oh muerte ».(120) Como el pecado de haber crucificado al Hijo
de Dios « vence » el pecado humano. Aquel pecado que se
consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del
hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón
del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de
todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en
la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la
vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la
resurrección hecho por el diácono con el canto del « Exsultet ».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al
mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu
de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las profundidades
de Dios ».(121) Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente
« las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana,
como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio
íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de Dios » que se resumen en la
síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es
precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la
respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se
cierra el procedimiento de « convencer en lo referente al pecado », como
pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero
inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence
también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la
historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo.
El « convencer » es la demostración del mal del pecado, de todo pecado
en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación,
es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es
característica por el « misterio de la impiedad » (122) que contiene y
encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce
absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser
« convencido » de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de
la verdad y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al
mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del «
misterio de la piedad »,(123) como ha señalado la Exhortación
Apostólica postsinodal « Reconciliatio et paenitentia ».(124)
El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera
de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es
por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de
Dios.
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del
pecado
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del
principio, recogido en el Libro del Génesis. (125) Es el pecado
que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la
raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria
del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la
economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el
misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto
al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser
particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a
la « desobediencia » del primer Adán contrapone la
« obediencia » de Cristo, segundo Adán: « La obediencia
hasta la muerte ».(126)
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad
originaria se dio en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante
todo, como « desobediencia », es decir, como oposición de la voluntad del
hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el
rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la
Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo,
que « en el principio estaba en Dios » y que « era Dios » y sin él no se
hizo nada de cuanto existe », porque « el mundo fue hecho por él ».(127)
El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y,
de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su
pasión, habla del pecado de los que « no creen en él », en estas
palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel
pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el
misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del
hombre, sino que es también el « Primogénito de toda la creación », « en
él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él ».
(128) A la luz de esta verdad se comprende que la « desobediencia », en el
misterio del principio, presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel
mismo « no creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio
pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del
alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se
expresa prácticamente como « desobediencia », en un acto realizado como
efecto de la tentación, que proviene del « padre de la mentira ».(129) Por
tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical
rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el
cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a
la vez el amor de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ».
34. El « espíritu de Dios », que según la descripción bíblica de
la creación « aleteaba por encima de las aguas »,(130) indica el mismo «
Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios », sondea las
profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la
creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva
la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el
eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de
toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que
encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis,
es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia
desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y
si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es
dado al hombre.(131) Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia
humanidad recibe como don una especial « imagen y semejanza »
de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como
propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el
principio, capacidad de una relación personal con Dios, como « yo »
y « tú » y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar
con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la «
imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu » significa,
finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales
« profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la
participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible
(cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los
hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía ».(132)
35. Por consiguiente, el Espíritu, que « todo lo sondea, hasta las
profundidades de Dios », conoce desde el principio « lo íntimo del
hombre.(133) Precisamente por esto sólo él puede plenamente «
convencer en lo referente al pecado » que se dio en el
principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la
pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu
de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la
voluntad del hombre por obra del « padre de la mentira » —de aquél que ya
« está juzgado »—.(134) EL Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en
lo referente al pecado en relación a este « juicio », pero constantemente
guiando hacia la « justicia » que ha sido revelada al hombre
junto con la Cruz de Cristo, mediante « la obediencia hasta la muerte
».(135)
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del
principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que
es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira
y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre
el principio del mundo y del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura
y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa)
descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es
entendido como « desobediencia », lo que significa simple y directamente
trasgresión de una prohibición puesta por Dios.(136) Pero a la
vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta
desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del
hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una
criatura. La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la
libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es
persona. Pero este sujeto personal es también una criatura:
en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, «
el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y
constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser
creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador
prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la
ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la
tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir
esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que
comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores
del bien y del mal ».(137)
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que
permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser
creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden
moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo
lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien y el mal como dioses ».
Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para
decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que
es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al
hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la
conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su
modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre
y en el mundo. La « desobediencia », como dimensión originaria del pecado,
significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de
llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el
mal. El Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y que, a la vez,
es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral,
conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el
misterio del principio humano. Y no cesa de « convencer de ello al
mundo » en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha
revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha
revelado al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es
llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación
significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna ».(138) Pero
el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha separado
de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del
pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El
espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida.(139) En la misma
descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado
existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea
permanece en el pecado) desde el principio (140) y que ya « está juzgado »
(141) y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin
embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo,
el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una
determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad
humana— hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de elección
responsable no es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo
también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera
instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia
del hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy bien que el día en que
comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores
del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se
podría llamar el « anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ». En efecto,
es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son
los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta «
anti-verdad » es posible, porque al mismo tiempo es falseada
completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es
puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante
la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre
aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este trata de « falsear
» el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la
creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo
inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador.
¿Quién puede plenamente « convencer en lo referente al pecado
», es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre
sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el
Espíritu que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del Padre y
del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía
salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas (142) es capaz de
mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo,
como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el
hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre
el germen de la oposición a aquél que « desde el principio » debe ser
considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a
convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte
del « padre de la mentira », se dará a lo largo de la historia de la
humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre,
hasta llegar al odio: « Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios
», como se expresa San Agustín. (143) El hombre será propenso a ver en
Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la
plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que
las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al
presupuesto de que determina la radical « alienación » del
hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al
aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y
exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de
praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la
declaración de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero
la ideología de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre,
como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión
de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el
Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura
queda oscurecida ».(144) La ideología de la « muerte de Dios » en sus
efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la
ideología de la « muerte del hombre ».
4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor
salvífico
39. EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado
por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto,
desde el comienzo « es invocado » (145) para «
convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es invocado de modo
definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al
pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a
revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal
del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de
Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado
en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha
aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la
voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha
aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya
definitivamente « juzgada »: mentira que ha puesto en estado de acusación,
en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El
hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose contra el Padre
de la vida y el Espíritu de la verdad.
El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto,
significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar
el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado,
el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las
profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la
inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y
profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta
« ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad
inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de
Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios
todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades
de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el
lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy
arrepentido de haber hecho al hombre ».(146) « Viendo el Señor que la
maldad del hombre cundía en la tierra ... le pesó de haber hecho al hombre
en la tierra ... y dijo el Señor: « me pesa de haberlos hecho ».(147) Pero
a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por
el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e
indecible « dolor » de padre engendrará sobre todo la
admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por
medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor
pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el « don
».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo
referente al pecado », es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el
don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo
creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada
de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y
teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a
Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las
miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del
pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con
el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la
historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al
rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en
cierta manera se ha volcado sobre toda la creación,(148) el Espíritu
Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva
de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya
humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en
la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento
compasión ».(149) Así pues, por parte del Espíritu Santo, el « convencer
en lo referente al pecado » se convierte en una manifestación ante la
creación « sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo de las
conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del
Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo
obediente » que, reparando la desobediencia del hombre, realiza
la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el
Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».
40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con
palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los
Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua
Alianza, en que « si la sangre de machos cabríos y de toros ... santifica
en orden a la purificación », añade: « cuánto más la sangre de Cristo,
que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios,
purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a
Dios vivo ».(150) Aun conscientes de otras interpretaciones posibles,
nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de
toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una
invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en
el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de
este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la « purificación
de la conciencia » llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio
ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno »,
que « saca » de él la fuerza de « convencer en lo referente al pecado » en
orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del
Cenáculo, Jesucristo « traerá » a los apóstoles el día de su
resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y
que les « dará » para la remisión de los pecados: « Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados
».(151)
Sabemos que Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y
con poder », como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión
Cornelio.(152) Conocemos el misterio pascual de su « partida » según el
Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos
nos explican ahora de que modo Cristo « se ofreció sin mancha a Dios »
y como hizo esto « con un Espíritu Eterno ». En el sacrificio del Hijo del
hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que
actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en
su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino
de su « partida » a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo
Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta
acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el
eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, « escuchado por su actitud
reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia
».(153) De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad,
sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo
ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo
tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una
nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la
cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha
encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que
« sondea las profundidades de Dios » y es amor y don.
El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su
pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su
humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de
su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este
sacrificio. Como único sacerdote « se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios
».(154) En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya
que él solo era « sin tacha ». Pero lo ofreció « por el Espíritu
Eterno »: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera
especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para
transformar el sufrimiento en amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del
cielo », que quemaba los sacrificios presentados por los hombres.(155) Por
analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el « fuego del cielo
» que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz.
Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo,
introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria.
Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de
Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del
Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre
Dios rechazado por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez,
desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente
desde lo hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu
saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación
desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el
amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en
Dios mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al
centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a
la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el
fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión
trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de
Cristo, también en este sacrificio él « recibe » el Espíritu
Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre—
puede « darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad.
El solo lo « envía » desde el Padre.(156) El solo se presenta ante los
apóstoles reunidos en el Cenáculo, « sopló sobre ellos » y les dijo: «
Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados »,(157) como había anunciado antes Juan Bautista: « El os
bautizará en Espíritu Santo y fuego ».(158) Con aquellas palabras de Jesús
el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor
que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder
salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión
en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión,
pronuncia aquellas significativas palabras: « Señor Jesucristo, Hijo de
Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo,
diste con tu muerte vida al mundo ». Y en la III Plegaria Eucarística,
refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que
el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda permanente ».
5. « La sangre que purifica la conciencia »
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu
Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo.
Cristo resucitado dice a los apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo ». De
esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo
constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso
en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también
de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio
de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de
Dios con el hombre. Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión
del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu
Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el
Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su
subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica,
basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por
Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos
hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el
protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu
del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez,
omnipresente Paráclito. El Espíritu que « sopla donde quiere ».(159)
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado « el primer día de la
semana », ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito
consolador, como el que « convence al mundo en lo referente al pecado,
en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ». En efecto,
sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación
directa con el « don » del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice: «
Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos ».(160) Jesús
confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo
transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder
concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del
Espíritu Santo. Convirtiéndose en « luz de los corazones »,(161) es decir
de las conciencias, el Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado
», o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta
hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es
invocado como el portador « de los siete dones », todo tipo de pecado del
hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad —como
dice San Buenaventura— « en virtud de los siete dones del Espíritu Santo
todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos
».(162)
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la
conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el
perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una
contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los
pecados quedan « retenidos », como afirma Jesús, y con El toda la
Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras
palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el
Evangelio de Marcos, son éstas: « Convertíos y creed en la Buena
Nueva ».(163) La confirmación de esta exhortación es el « convencer en lo
referente al pecado » que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva
en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre.
Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta « sangre purifica
nuestra conciencia ».(164) Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo,
por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es
decir hacia el santuario de las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la
conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la
dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de
manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre », en el que
ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su corazón advirtiéndole
... haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir
el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad
clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo
de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se
dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer ».(165) La conciencia, por
tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para
decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado
profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva,
que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los
preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano,
como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis.(166)
Precisamente, en este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo »
donde « resuena la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando
el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del
que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al
Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia
su fundamento y su justificación.
El evangélico « convencer en lo referente al pecado » bajo el influjo
del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el
camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces
a « resolver con acierto los numerosos problemas morales que se
presentan al individuo y a la sociedad ». Entonces « mayor seguridad
tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y
para someterse a las normas objetivas de la moralidad ». (167)
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre
al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución
pastoral: « Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase,
genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto
viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones,
las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la
mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones
infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la
esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las
condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de
mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la
responsabilidad de la persona humana »; y después de haber llamado por su
nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en
nuestros días, la misma Constitución añade: « Todas estas prácticas y
otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente
contrarias al honor debido al Creador ».(168)
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y
demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier
balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez
todo esto como etapa « de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien
y el mal, entre la luz y las tinieblas ».(169) La Asamblea del Sínodo
de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha
precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del
hombre.(170)
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la
tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el
que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado.
Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la
Redención. El « convencer al mundo en lo referente al pecado » no se
acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo
que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo
referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz
de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado
que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma
Constitución pastoral: « En realidad de verdad, los desequilibrios que
fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio
fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son
muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A
fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente,
sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.
Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más
aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja
de hacer lo que querría llevar a cabo ».(171) El texto conciliar se
refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.(172)
El « convencer en lo referente al pecado » que acompaña a la conciencia
humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al
descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en
la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este
modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado.
El Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado »
respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el
hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia
ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad
hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito «
convence en lo referente al pecado » siempre en relación con la Cruz de
Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda « fatalidad » del
pecado. « Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada
en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final »
—enseña el Concilio—.(173) « Pero el Señor vino en persona para liberar
y vigorizar al hombre ».(174) El hombre, pues, lejos de dejarse «
enredar » en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia
conciencia, « ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a
costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de
establecer la unidad en sí mismo ».(175) El Concilio ve justamente el
pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida
personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo,
recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente
al pecado », se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de
la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta
fatiga de la conciencia determina también los caminos de las
conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la
verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el
mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia
no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes
y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de
remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No
es este sufrimiento como un eco lejano de aquel « arrepentimiento por
haber creado al hombre », que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado
atribuye a Dios; de aquella « reprobación » que, inscribiéndose en el «
corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor
de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el
Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación
en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es
particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto
de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es
la « metanoia » evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se
realiza esta « metanoia » o conversión, es el reflejo de aquel
proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor
salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza
salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia « luz de las
conciencias », el cual penetra y llena « lo más íntimo de los corazones »
humanos.(176) Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre
se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este
admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo
escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las
palabras del Salmo: « Abismo que llama al abismo ».(177) Precisamente en
esta « abismal profundidad » del hombre y de la conciencia humana se
realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo
« viene » en cada caso concreto de la conversión-remisión,
en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, « la sangre de
Cristo ... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir
culto a Dios vivo ».(178) Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu
Santo como « otro Paráclito », palabras dirigidas a los apóstoles en el
Cenáculo e indirectamente a todos: « Vosotros le conocéis, porque mora con
vosotros ».(179)
6. El pecado contra el Espíritu Santo
46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles
otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos
llamar las palabras del « no-perdón ». Nos las
refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «
blasfemia contra el Espíritu Santo ». Así han sido referidas en su triple
redacción:
Mateo: « Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres,
pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una
palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el
otro ».(180)
Marcos: « Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los
pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de
pecado eterno ».(181)
Lucas: « A todo el que diga una palabra contra el Hijo del
hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no
se le perdonará ».(182)
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable?
¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino
que se trata de un pecado « irremisible según su naturaleza, en cuanto
excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los
pecados ».(183)
Según esta exégesis la « blasfemia » no consiste en el hecho de ofender
con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el
rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del
Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el
hombre rechaza aquel « convencer sobre el pecado », que proviene del
Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la « venida
» del Paráclito aquella « venida » que se ha realizado en el misterio
pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo.
La Sangre que « purifica de las obras muertas nuestra conciencia ».
Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los
pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en
las « obras muertas », o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el
Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar
esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo
dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la
conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no
puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «
no-remisión » está unida, como causa suya, a la «
no-penitencia », es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que
significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales,
sin embargo, quedan « siempre » abiertas en la economía de la salvación,
en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el
poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo mío », dijo
Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la
Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la
blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre,
que reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el mal »
—en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre
encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y,
por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no
esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina
espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al
hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la
purificación de las conciencias y remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «
convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla
en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la
conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de
una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza
de corazón ».(184) En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón
corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que
dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia.(185) Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que «
el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado » (186) y
esta pérdida está acompañada por la « pérdida del sentido de Dios ». En la
citada Exhortación leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo
del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad
de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo
tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al
hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida
contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado ».(187) La Iglesia,
por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya
la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana
sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad
están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad.
Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del
Apóstol: « No extingáis el Espíritu », « no entristezcáis al
Espíritu Santo ».(188) Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar
con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado
por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que
retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos
ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la
apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del
Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el
Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de
Paráclito, cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos
del « convencer » como componentes de la misión del Paráclito:
el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel
misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al
pecado, es decir al misterio de la impiedad.(189) Por un lado, como
se expresa San Agustín, existe el « amor de uno mismo hasta el desprecio
de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta el desprecio de uno
mismo ».(190) La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio
para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en
la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el
rechazo de los mandamientos de Dios « hasta el desprecio de Dios », sino
que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se
manifiesta el Espíritu que da la vida.
Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado » por el
Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a « la justicia
y al juicio ». EL Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las
conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace
que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia
del hombre con Jesucristo. De este modo, los que « convencidos en lo
referente al pecado » se convierten bajo la acción del Paráclito, son
conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del « juicio »: de aquel «
juicio » mediante el cual « el Príncipe de este mundo está juzgado ».(191)
La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa
la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el
conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues,
son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del « juicio » e
introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque
la « recibe » del Padre,(192) como un reflejo de la santidad trinitaria.
Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del
Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la
conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre
da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en
el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que
« convence al mundo en lo referente al pecado » se manifiesta y se hace
presente al hombre como Espíritu de vida eterna.
III PARTE
EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA
1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu
Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de
la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el
que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se
mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a
la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada
comúnmente, determina los años, siglos y milenios según trascurran antes o
después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que,
para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el
Apóstol, la « plenitud de los tiempos »,(193) porque a través de ellos
Dios mismo, con su « medida », penetró completamente en la historia del
hombre: es una presencia trascendente en el « ahora » (« nunc »)
eterno. « Aquél que es, que era y que va a venir »; aquél que es « el Alfa
y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin ».(194) «
Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que
todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna
».(195) « Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer ... para que recibiéramos la filiación ».(196)
y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar « por obra del Espíritu
Santo ».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y
de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre
esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de
Jesús María pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » y
recibe esta respuesta: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y
será llamado Hijo de Dios ».(197)
Mateo narra directamente: « El nacimiento de Jesucristo fue de
esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de
empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu
Santo ».(198) José turbado por esta situación, recibe en sueños la
siguiente explicación: « No temas tomar contigo a María tu esposa, porque
lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a
quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados ». (199)
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la
encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu
Santo. Dice el Símbolo Apostólico: « que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen ». Y no
se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma:
« Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo
hombre ».
« Por obra del Espíritu Santo » se hizo hombre aquél que la Iglesia,
con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial
al Padre: « Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado ». Se hizo hombre « encarnándose en el
seno de la Virgen María ». Esto es lo que se realizó « al llegar la
plenitud de los tiempos ».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la
Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica;
en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo
tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de
la Encarnación se realizó « por obra del Espíritu Santo ». Lo « realizó
aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio
absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente
eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el
principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de
Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios
constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación
divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más
grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de
la salvación: la suprema gracia —« la gracia de la unión »—fuente de todas
las demás gracias, como explica Santo Tomás.(200) A esta obra se refiere
el gran Jubileo y se refiere también —si penetramos en su profundidad— al
artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial
plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. «
Por obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión
hipostática », esto es, la unión de la naturaleza divina con la
naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona
del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su
« fiat »: « Hágase en mí según tu palabra »,(201) concibe de modo virginal
un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios.
Mediante este « humanarse » del Verbo-Hijo, la autocomunicación de
Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la
salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia
expresiva en el texto del evangelio de San Juan. « La Palabra se hizo
carne ».(202) La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con
Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en
cierto modo, todo lo que es « carne » toda la humanidad,
todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también
su significado cósmico y su dimensión cósmica. El « Primogénito de toda la
creación »,(203) al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se
une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «
carne »,(204) y en ella a toda « carne » y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por
consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia
no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu
Santo. Lo que en « la plenitud de los tiempos » se realizó por obra
del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la
memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva
fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del
nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de
María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo
tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella
autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad
humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; (205) así es saludada María por su
parienta Isabel, que también estaba « llena de Espíritu Santo »,(206) En
las palabras de saludo a la que « ha creído », parece
vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos
aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron »,(207) María entró en
la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y
la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del
corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el
Espíritu Santo. Escribe San Pablo: « El Señor es el Espíritu, y donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».(208) Cuando Dios Uno
y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta « apertura » suya
revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad.
Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la
fe de María, mediante « la obediencia a la fe ».(209) Sí, « ¡feliz la que
ha creído! ».
2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia
52. La obra del Espíritu « que da la vida »
alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar
la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida
de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por
el Verbo en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de
la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida
divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, «
Primogénito de toda la creación », se convierte en « el primogénito entre
muchos hermanos »(210) y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que
es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de
Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres
de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido
llamados a la salvación. « La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en
la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres ... A
todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios
».(211) Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente
« por obra del Espíritu Santo ».
« Hijos de Dios » son, en efecto, como enseña el Apóstol, « los que
son guiados por el Espíritu de Dios ».(212) La filiación de la
adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la
Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento,
o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre « ha enviado
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo ».(213) Entonces,
realmente « recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar: « ¡Abbá, Padre! ».(214) Por tanto, aquella filiación divina,
insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del
Espíritu Santo. « El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también
herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo ».(215) La
gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva
vida: vida divina y sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a
las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de
todas las criaturas: « Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de
la tierra ».(216) Aquél que en el misterio de la creación da al
hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e
invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De
esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada
desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y
todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica
parece evocar la voz del antiguo Salmo: « la ansiosa espera de la creación
desea vivamente la revelación de los hijos de Dios »,(217) esto es,
de aquellos que Dios, habiéndoles « conocido desde siempre », « los
predestinó a reproducir « la imagen de su Hijo ».(218) Se da así una «
adopción sobrenatural » de los hombres, de la que es origen el Espíritu
Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la
sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres «
se hacen partícipes de la naturaleza divina ».(219) Así la vida humana es
penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una
dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que,
como partícipes del misterio de la Encarnación, « con el Espíritu Santo
pueden los hombres llegar hasta el Padre ».(220) Hay, por tanto, una
íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la
gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural
que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu
humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del
gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá
de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es
necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la
dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos
milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de
los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los
hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo
unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo:
« hemos recibido el Espíritu que viene de Dios ».(221) Pero siguiendo el
tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos
desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda
la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio,
en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua
Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada
hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual
está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención,
que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de
venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los
Efesios.(222) por tanto, la gracia lleva consigo una característica
cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en
quienes explícitamente se adhieren a Cristo: « En él (en Cristo) ...
fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de
nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión ».(223)
Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más
abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el
viento sopla donde quiere », según la imagen empleada por Jesús en el
coloquio con Nicodemo.(224) El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo
en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo
incluso « fuera » del cuerpo visible de la Iglesia. Nos
habla justamente de « todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón
obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual ».(225)
54. « Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y
verdad ». (226) Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus
coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al
final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una
fuerte llamada dirigida a todos los que « adoran a Dios en espíritu y
verdad ». Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el
misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente
trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En
efecto, es Espíritu absoluto: « Dios es espíritu »; (227) y a la vez, y de
manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está
presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y
vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está
en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad
psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: « es más
íntimo de mi intimidad ».(228) Estas palabras nos ayudan a
entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: « Dios es espíritu
». Solamente el Espíritu puede ser « más íntimo de mi intimidad »
tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu
puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e
inmutable en su absoluta trascendencia
Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado
de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él « se
ha manifestado la gracia ».(229) El amor de Dios Padre, don, gracia
infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su
humanidad se ha hecho « parte » del universo, del género humano y de la
historia. La « manifestación de la gracia en la historia del hombre,
mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es
el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el «
Dios oculto » (230) que como amor y don « llena la tierra ».(231) Toda la
vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir
al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.
3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne
tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la
carne
55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que
la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella
admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y
oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son
muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que « movido por
el Espíritu, vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién
nacido de Belén que éste « está puesto para caída y elevación de muchos en
Israel, y para ser señal de contradicción ».(232) La oposición a Dios, que
es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la
diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su « visibilidad »
y « materialidad » con relación a él, Espíritu « invisible » y « absoluto
»; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser
perfectísimo. Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el
terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón
humano, en el que « la carne tiene apetencias contrarias al espíritu,
y el espíritu contrarias a la carne ».(233) Como ya hemos dicho, el
Espíritu debe « convencer al mundo » en lo referente a este pecado.
San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la
tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a
los Gálatas: « Por mi parte os digo: Si vivís según el
Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la
carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a
la carne, como son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que
quisierais ».(234) Ya en el hombre en cuanto ser compuesto,
espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una
cierta lucha entre el « espíritu » y la « carne ». Pero esta lucha
pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia
y, a la: vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana.
Como escribe el Apóstol: « Ahora bien, las obras de la carne son
conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ... embriaguez, orgías y
cosas semejantes ». Son los pecados que se podrían llamar « carnales ».
Pero el Apóstol añade también otros: « odios, discordias, celos, iras,
rencillas, divisiones, envidias ».(235) Todo esto son « las obras de la
carne ».
Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone « el
fruto del Espíritu »: « amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí ».(236) Por el contexto parece claro
que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que
con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su
subjetividad personal; sino que trata de las obras, —mejor dicho,
de las disposiciones estables— virtudes y vicios, moralmente buenas o
malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de
resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu
Santo. Por ello, el Apóstol escribe: « Si vivimos según el Espíritu,
obremos también según el Espíritu ».(237) Y en otros pasajes dice: « Los
que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el
Espíritu, lo espiritual »; « mas nosotros no estamos en la carne, sino en
el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros ».(238) La
contraposición que San Pablo establece entre la vida « según el espíritu »
y la vida « según la carne », genera una contraposición ulterior: la de
la « vida » y la « muerte ». « Las tendencias de
la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz »; de aquí su
exhortación: « Si vivis según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu
hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ».(239)
Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto
es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es
una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En
efecto, « Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu
es vida a causa de la justicia »; « Así que ... no somos deudores de la
carne para vivir según la carne »; (240) somos mas bien, deudores de
Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra
justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: « ¡Hemos sido bien
comprados! ».(241)
En los textos de San Pablo se superponen —y se compenetran
recíprocamente— la dimensión ontológica (la carne y el espíritu),
la ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la acción
del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras
(especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas)
nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y
lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del
Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los
términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y
pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y,
por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación
de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quien será la victoria? De
quien haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo
subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y
rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas
épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión
externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la
civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa
de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su
máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica
—como sistema de pensamiento—ya sea en su forma práctica —como método de
lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta
correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado
a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de
ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico,
reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la
presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo,
en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su
existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el
fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha
dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo.(242) Aunque no se
puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir
exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias
especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta
palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un materialismo
verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como
principio clave de la acción personal y social, tiene carácter
ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis,
que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la
realidad como « materia ». Si a veces habla también del « espíritu » y de
las « cuestiones del espíritu », por ejemplo en el campo de la cultura o
de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como
derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la
forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta
interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie
de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y métodos
más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para
eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo
sistemático y coherente de aquella « resistencia » y oposición denunciados
por San Pablo con estas palabras: « La carne tiene apetencias
contrarias al espíritu ». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como
lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: « El
espíritu tiene apetencias contrarias a la carne ». El que quiere vivir
según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no
puede dejar de rechazar las tendencias y pretenciones internas y externas
de la « carne », incluso en su expresión ideológica e histórica de «
materialismo » antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de
nuestro tiempo se deben subrayar las « apetencias del espíritu » en los
preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de
un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años, «
todos verán la salvación de Dios ».(243) Esta es una posibilidad y una
esperanza que la Iglesia confía a los hombres de hoy. Ella sabe que el
encuentro-choque entre las « apetencias contrarias al espíritu » que
caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea,
especialmente en algunos de sus ámbitos¾ y las « apetencias contrarias a
la carne », con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su
comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos
casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas. Pero
ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una
comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico «
convencer en lo referente al pecado » por obra del Espíritu.
57. En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne »
está incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ».
Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el
materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones,
significa la aceptación de la muerte como final definitivo
de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y,
por tanto, el cuerpo humano (en cuanto « animal ») es mortal. Si el hombre
en su esencia es sólo « carne », la muerte es para él una frontera y un
término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida
humana es exclusivamente un « existir para morir ».
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización
contemporánea —especialmente la más avanzada en sentido
técnico-científico— los signos y señales de muerte han llegado a
ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera
armamentista y en el peligro, a que la misma conlleva, de una
autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a
todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la
indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que
no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en el
horizonte de nuestra época se vislumbran « signos de muerte » aún más
sombríos; se ha difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo
de convertirse en institución— de quitar la vida a los seres humanos aún
antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural
de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la
paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la
vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar
los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado
incluso a escala internacional?
Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del
cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época,
mientras nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio
cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y, en
particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en
el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva
invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En
cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de
desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se
derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de
vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde
quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del Espíritu » y que, por
tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que
pasa, pero « gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de
nuestro cuerpo »,(244) esto es, de nuestro ser humano, corporal y
espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de indefectible
esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que
es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne
semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la
carne ».(245) En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho
hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de
sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: «
Recibid el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece
para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza ».(246)
4. El Espíritu Santo fortalece el « hombre interior »
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y
vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de
los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne
de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y
determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el
mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito
se reveló sobre todo como el que da la vida: « Aquél que resucitó a Cristo
de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por
su Espíritu que habita en vosotros ».(247) En nombre de la resurrección
de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá
del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo
tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante;
lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, « aunque el cuerpo
haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la
justicia » (248) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en
nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que
proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu.
Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo
siempre nuevo en « el camino de la Iglesia », como dije
ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor (249) y ahora repito en ésta
sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más
que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el
hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e
incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la « raíz de la
inmortalidad »,(250) de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del
hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el
Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su
acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a
los que dice: « Doblo mis rodillas ante el Padre ... para que os conceda
que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior
».(251)
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre
interior, esto es, « espiritual ». Gracias a la comunicación divina el
espíritu humano que « conoce los secretos del hombre », se encuentra con
el Espíritu que « todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ».(252)
Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se
abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu
divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios
salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del
Espíritu el hombre entra en « una nueva vida », es introducido en
la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser « santuario
del Espíritu Santo », « templo vivo de Dios ».(253) En efecto, por el
Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su
morada.(254) En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el « área
vital » del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El
hombre vive en Dios y de Dios: vive « según el Espíritu » y « desea lo
espiritual ».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el
hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia
humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y
semejanza de Dios que es el hombre desde el principio.(255) Esta verdad
íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz
de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser
descubierta también la razón de « la entrega sincera de sí mismo a los
demás », como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de
esta semejanza divina se demuestra que el hombre « es la única criatura
terrestre a la que Dios ha amado por sí misma », en su dignidad de
persona, pero abierta a la integración y comunión social.(256) El
conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan
solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al
conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su
vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino, « camino de madurez interior » que supone el pleno
descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre,
penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino,
que en sí mismo « existe » como realidad trascendente de don interpersonal
al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el
mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las
conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como
enseña el Concilio, « cada vez más humano, cada vez más profundamente
humano »,(257) mientras madura en él, a través de los corazones y de las
conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «
todo en todos »: (258) como don y amor. Don y amor: éste es el eterno
poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el
Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo
se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres « puedan
encontrar su propia plenitud ... en la entrega sincera de sí mismo a los
demás » según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del
Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera
maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el
cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como
nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los
hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».(259) El Concilio
reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una
indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas
apostólicas. En efecto, si el hombre es « el camino de la Iglesia », este
camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del
hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de
nosotros « al hombre interior » hace que el hombre, cada vez mejor, pueda
« encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás ». Puede
decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se
compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis,
fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su
pertenencia a Cristo, y en a la elevación a « hijo de Dios », comprende
mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del
acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia
divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de
la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que
la « gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la
visión de Dios »: (260) el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria
de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de
esta gloria. El —dice Basilio el Grande— « simple en su esencia y variado
en sus dones ... se reparte sin sufrir división ... está presente en cada
hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante,
distribuye a todos gracia abundante y completa ».(261)
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta
dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como
comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos
derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento,
de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos
factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el
santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente
la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de
Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los
condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y
los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se
puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer
el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo
de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el
Espíritu Santo— para someterlo así al « Príncipe de este mundo ».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de
liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las
personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos
determinismos, guiándolos con la « ley del espíritu que da la vida en
Cristo Jesús »,(262) descubriendo y realizando la plena dimensión de la
verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— « donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».(263) Esta revelación
de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre
adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia
en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la
actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una
verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el
corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su
martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como
testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al
Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la
tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el
progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la
técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana,
tiene de bueno, noble y bello.(264) Esto lo hacen como discípulos de
Cristo, —como escribe el Concilio— « constituido Señor por su resurrección
... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no
sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y
robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los
que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter
la tierra a este fin ».(265) De esta manera, afirman aún más la grandeza
del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada
por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, « en la
plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la
historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda
criatura, « del cual proceden todas las cosas y para el cual somos
».(266)
5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios
61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar
y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los
tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la
esencia misma de su constitución divino-humana y de aquella
misión que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo,
según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II.
Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo
revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y
habla de su propia « partida » mediante la Cruz como condición necesaria
de su « venida »: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no
vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ».(267)
Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde
del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en
Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad
a través de la Iglesia.
A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo
que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva
« venida ». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso
de despedida, anuncie no sólo su « partida », sino también su nueva «
venida ». Dice textualmente: « No os dejaré huérfanos; volveré a
vosotros ».(268) Y en el momento de la despedida definitiva,
antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: « He aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ».(269) Esta
nueva « venida » de Cristo, este continuo venir para estar con los
apóstoles y con la Iglesia, este « yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo », ciertamente no cambia el hecho de su « partida
»; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo
en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío
del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma
misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el
cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo
nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su
constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la
realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad
visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan
íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive,
actúa y crece « hasta el fin del mundo ». Todo esto acontece por obra del
Espíritu Santo.
62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por
medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía.
En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia
salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del
Espíritu Santo, dentro de su propia misión.(270) Mediante la Eucaristía
el Espíritu Santo realiza aquel « fortalecimiento del hombre
interior » del que habla la Carta a los Efesios.(271) Mediante
la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito
consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana,
aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela
plenamente el hombre al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza
entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad ».(272) Esta unión se expresa y se
realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre,
participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza,
aprende también a « encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo »
(273) en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la
venida del Espíritu Santo, « acudían asiduamente a la fracción del pan y a
la oración », formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los
apóstoles.(274) De esta manera « reconocían » que su Señor resucitado y ya
ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la
comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada
por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se
confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido
siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta
esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente,
debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido
el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos
los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su
empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu
Santo, « principio de unidad de la Iglesia »,(275) para que todos
los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se
encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía «
sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad ».(276)
63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy con
vosotros », permite a la Iglesia descubrir cada vez más
profundamente su propio misterio, como atestigua toda la
eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual « la Iglesia es en
Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con
Dios y de unidad de todo el género humano ».(277) Como sacramento,
la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la « partida »
de Cristo, viviendo de su « venida » siempre nueva por obra del Espíritu
Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este
es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el
Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos « vivimos,
nos movemos y existimos »,(278) a su vez la fuerza de la Redención perdura
y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble «
ritmo », cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el
ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la
Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el
ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado
definitivamente por Cristo. Por medio de la « partida » del Hijo, el
Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la
verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la
presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través
del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el
misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y
dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por
obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención
de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada
vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como
sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor,
mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio
salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se
realiza, lleva consigo el misterio de la « partida » de Cristo mediante la
Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo.
Viene y actúa: « da la vida ». En efecto, los Sacramentos significan la
gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La
Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras
el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la
vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo
Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es
en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad
salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La
plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se
difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito.
De este modo, el Espíritu Santo es « el otro Paráclito » o « nuevo
consolador » porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las
conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En
todo está el Espíritu Santo que da la vida.
Cuando usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia, hemos de
tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la
Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es
propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: « La Iglesia es ... como
un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios
». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la
palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene
con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es
signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu
vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la
unidad de todo el género humano ». Se trata evidentemente de la
unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras,
tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la
creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en
orden a la salvación universal. Puesto que Dios « quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad »,(279) la
Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación.
En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en
virtud de la « partida » de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la
Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía
trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como « sacramento
de la unidad de todo el género humano ». Sabe que lo es por el poder del
Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del
plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la « condescendencia »
del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu
invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el
Espíritu Santo desde el principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo
la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el
mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino
definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la
creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en «
sacramento, o sea signo e instrumento ». Ella actúa para restablecer y
reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación
de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y
Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio,
podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su
significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano.
Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de
que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la
salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente
y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina
impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la
creación —toda la historia—hacia su último término en el océano infinito
de Dios
6. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! »
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera
más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración.
Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde
se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso
y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en
el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la
presencia y la acción del Espíritu Santo, que « alienta » la oración en el
corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones
y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y
religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del
corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e
incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o
incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos
aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre
aquel « poderoso clamor », que la Carta a los Hebreos atribuye a
Cristo.(280) La oración es también la revelación de aquel abismo
que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y
que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu
Santo. Leemos en San Lucas: « Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan ».(281)
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto
con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como
el don que « viene en auxilio de nuestra debilidad ». Es el rico
pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos
cuando escribe: « Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos
inefables ».(282) Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que
oremos, sino que nos guía « interiormente » en la oración, supliendo
nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está
presente en nuestra oración y le da una dimensión divina.(283) De esta
manera, « el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del
Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios
».(284) La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión
cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de
la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si
en el transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres
han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la
alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con
gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el
número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos,
dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida
espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta
experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los
fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que
suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de
que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización
técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas
alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a
este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de
la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como
guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz
de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y
desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias
conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta
« el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». De este modo, los
tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que
vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la
enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan
fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de
acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las
deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece
fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la
Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto
modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de
Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el
Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración,
como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a
aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad
cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia
orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde
el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el
misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: « La Virgen Santísima
... cubierta con la sombra del Espíritu Santo ... dio a la luz al
Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf.
Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación
coopera con amor materno »; ella, « por sus gracias y dones singulares,
... unida con la Iglesia ... es tipo de la Iglesia ».(285) «
La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad ...
se hace también madre » y « a imitación de la Madre de su Señor,
por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra,
una esperanza sólida y una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) «
es igualmente virgen, que guarda ... la fe prometida al Esposo ».
(286)
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la
Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a
su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita
el Concilio: « El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «
¡Ven! ».(287) La oración de la Iglesia es esta invocación incesante
en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros »; en cierta manera
él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En
efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda
la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y
diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «
hemos sido salvados ».(288) Es la esperanza escatológica, la
esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino
eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El
Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio
y el animador de esta esperanza en el corazón de la
Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras « el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!", esta oración suya
conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar
pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración
encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo
abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre
en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un
momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la «
plenitud de los tiempos », marcada por el año dos mil. La Iglesia desea
prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como
por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el
Verbo se hizo carne.
CONCLUSIÓN
67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia
y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del
corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del
encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y,
precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en « fuente de agua que
brota para vida eterna ».(289) El llega aquí como Espíritu de la verdad y
como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde
aquí él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado,
especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el
juicio de condena de aquel « acusador », del que el Apocalipsis dice que «
acusa » a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios ».(290) El
Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el
corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y,
especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu » y «
esperan la redención de su cuerpo ».(291)
El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el
Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a
todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del
corazón del hombre. En este viene a ser —como proclama la Secuencia de la
solemnidad de Pentecostés— verdadero « padre de los pobres, dador de
sus dones, luz de los corazones »; se convierte en « dulce huésped
del alma », que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la
intimidad de cada hombre. En efecto, él trae « descanso » y « refrigerio »
en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae « descanso
» y « brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas
y peligros de cada época; trae por último, el « consuelo » cuando el
corazón humano llora y está tentado por la desesperación.
Por esto la misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada hay en el
hombre, nada que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu Santo «
convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el
bien en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por
eso realiza la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de
todo « lo que está manchado »; cura las heridas incluso las más profundas
de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas
transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que
está rígido », « calienta lo que está frío », « endereza lo que está
extraviado » a través de los caminos de la salvación.(292)
Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe:
existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado.
Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado,
inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor.(293) Este Espíritu de Dios «
llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia
identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se
dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él,
como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el
hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de
la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que
es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos
aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado en
nuestros corazones ».(294) A él se dirige la Iglesia a lo largo de los
intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y
pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra
suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero
consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones
humanos; (295) pide la gracia de las virtudes, que merecen la
gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a
la que el Padre ha « predestinado » eternamente a los hombres creados por
amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.
La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide
al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización
plena: la alegría « que nadie podrá quitar »,(296) la alegría que
es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide «
justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo » en el que, según San Pablo,
consiste el Reino de Dios.(297)
También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre
cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad,
la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la
ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo
milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a
través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia
fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de
las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar
y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda
en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz
y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las
conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de
paz.
Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que,
como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y
la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad,
a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de
Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.
(1) Jn 7, 37 s.
(2) Jn 7, 39.
(3) Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 4.
(4) Cf. Jn 3, 5.
(5) Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897): Acta
Leonis, 17 (1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici Corporis
(29 de junio 1943): AAS 35 (1943), pp. 183-248.
(6) Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas al
Pueblo de Dios, XI (1973), 74.
(7) Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.
(8) Jn 3, 17.
(9) Flp 2, 11.
(10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 4; Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso
internacional de Pneumatología (26 de marzo de 1982): « L'Osservatore
Romano » en lengua española, 30 de mayo, 1982, p. 2.
(11) Cf. Jn 4, 24.
(12) Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.
(13) Cf. Mt 24, 35
(14) Jn 4, 14.
(15) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.
(16) Allon parakleton: Jn 14, 16.
(17) Jn 14, 13. 16 s.
(18) Cf. 1 Jn 2, 1.
(19) Jn 14, 26.
(20) Jn 15, 26 s.
(21) Cf. 1 Jn 1, 1-3; 4,14.
(22) « La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido
puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo », por lo tanto
la misma sagrada Escritura « se ha de leer con el mismo Espíritu con que
fue escrita »: Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la
divina revelación, 11. 12.
(23) Jn 16, 12 s.
(24) Act 1, 1.
(25) Jn 16,14.
(26) Jn 16, 15.
(27) Jn 16, 7s.
(28) Jn 15, 26.
(29) Jn 14, 16.
(30) Jn 14, 26.
(31) Jn 15, 26
(32) Jn 14, 16.
(33) Jn 16, 7.
(34) Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.
(35) Mt 28, 19.
(36) Cf. 1 Jn 4, 8. 16.
(37) 1 Cor 2, 10.
(38) Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.
(39) Rm 5, 5.
(40) Jn 16, 14.
(41) Gén 1, 1 s.
(42) Gén 1, 26.
(43) Rm 8, 19-22.
(44) Jn 16-7.
(45) Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.
(46) Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.
(47) Cf. Jn 16, 6.
(48) Cf. Jn 16, 20.
(49) Cf. Jn 16, 7.
(50) Act 10, 37 s.
(51) Cf. Lc 4, 16-21; 3, 16; 4, 14; Mc 1, 10.
(52) Is 11, 1-3.
(53) Is 61, 1 s.
(54) Is 48, 16.
(55) Is 42, 1.
(56) Cf. Is 53, 5-6. 8.
(57) Is 42, 1.
(58) Is 42, 6.
(59) Is 49, 6.
(60) Is 59, 21.
(61) Cf. Lc 2, 25-35.
(62) Cf. Lc 1, 35.
(63) Cf. Lc 2, 19. 51.
(64) Cf. Lc 4, 16-21; Is 61, 1 s.
(65) Lc 3, 16, cf. Mt 3, 11, Mc 1, 7s.; Jn 1, 33.
(66) Jn 1,29.
(67) Cf. Jn 1,33 s.
(68) Lc 3, 31 s.; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10.
(69) Mt 3, 17.
(70) Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.
(71) Act 1, 1.
(72) Cf. Lc 4, 1.
(73) Cf. Lc 10, 17-20
(74) Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25 s.
(75) Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27.
(76) Mt 3, 11; Lc 3, 16.
(77) Jn 16, 13.
(78) Jn 16, 14.
(79) Jn 16, 15.
(80) Cf. Jn 14, 26; 15, 26.
(81) Jn 3, 16.
(82) Rm 1, 3 s.
(83) Ez 36, 26 s.; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34
(84) Jn 16, 7.
(85) Cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V, cap.
II: PG 73, 755.
(86) Jn 20, 19-22.
(87) Cf. Jn 19, 30
(88) Cf. Rom 1, 4.
(89) Cf. Jn 16, 20.
(90) Jn 16, 7.
(91) Jn 16, 15.
(92) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
4.
(93) Jn 15, 26 s.
(94) Decreto Ad gentes, sobre la actividad rnisionera de la Iglesia,
4.
(95) Cf. Act l, 14.
(96) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una
tradición patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu
Santo y la Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación
entre el alma y cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses,
III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231;
Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13;
XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S. Gregorio Magno, In septem psalmos
poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De
Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos,
22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan Crisóstomo. In Epistolam ad
Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha sintetizado
la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al Espíritu
Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III,
q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium
Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.
(97) Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22.
(98) Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.
(99) Gaudium et spes, 1.
(100) Ibid., 41.
(101) Ibid., 26.
(102) Jn 16, 7.
(103) Jn 16, 7.
(104) Jn 16, 8-11
(105) Cf. Jn 3, 17; 12, 47
(106) Cf. Ef 6, 12.
(107) Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
2
(108) Cf. Ibid., 10, 13, 27, 37, 63, 73, 79, 80.
(109) Act 2, 4.
(110) Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p.
330-332.
(111) Act 1, 4. 5. 8.
(112) Act 2, 22-24.
(113) Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.
(114) Cf. Jn 3, 17; 12, 47.
(115) Act 2, 36.
(116) Act 2, 37 s.
(117) Cf. Mc 1,15.
(118) Jn 20, 22.
(119) Cf. Jn 16, 9.
(120) Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55.
(121) Cf. 1 Cor 2, 10.
(122) Cf. 2 Tes 2, 7.
(123) Cf. 1 Tim 3, 16.
(124) Cf. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 19-22:
AAS 77 (1985), pp. 229-233.
(125) Cf. Gén 1-3.
(126) Cf. Rm 5, 19; Flp 2, 8.
(127) Cf. Jn 1, 1. 2. 3. 10.
(128) Cf. Col 1, 15-18.
(129) Cf. Jn 8, 44.
(130) Cf. Gén 1, 2.
(131) Cf. Gén 1, 26. 28. 29.
(132) Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
(133) Cf. 1 Cor 2, 10 s.
(134) Cf. Jn 16, 11.
(135) Cf. Flp 2, 8.
(136) Gén 2, 16 s.
(137) Gén 3, 5.
(138) Cf. Gén 3, 22 sobre el « árbol de la vida »; cf. también Jn 3,
36; 4, 14; 5, 24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14, 6; Act 13, 48; Rm 6, 23;
Gál 6, 8; 1 Tim 1, 16; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5,
11. 13; Ap 2, 7.
(139) Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad 3.
(140) 1 Jn 3, 8.
(141) Jn 16, 11.
(142) Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53.
(143) Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.
(144) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en e1 mundo
actual, 36.
(145) En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.
(146) Cf. Gén 6, 7.
(147) Gén 6, 5-7.
(148) Cf. Rm 8, 20-22.
(149) Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2.
(150) Heb 9, 13 s.
(151) Jn 20, 22 s.
(152) Act 10, 38.
(153) Heb 5, 7 s.
(154) Heb 9,14.
(155) Cf. Lev 9, 24; 1 Re 18, 38; 2 Cro 7, 1.
(156) Cf. Jn 15, 26.
(157) Jn 20, 22 s.
(158) Mt 3, 11.
(159) Cf. Jn 3, 8.
(160) Jn 20, 22 s.
(161) Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
(162) S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3:
Ad Claras Aquas, V, 463.
(163) Mc 1, 15.
(164) Cf. Heb 9, 14.
(165) Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
16.
(166) Cf. Gén 2, 9. 17.
(167) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 16.
(168) Ibid., 27.
(169) Ibid., 13.
(170) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 de diciembre de 1984),16: AAS 77 (1985), pp. 213-217.
(171) Const. past. Gaudium et spes, 10.
(172) Cf. Rom 7, 14-15. 19.
(173) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 37.
(174) Ibid., 13.
(175) Ibid., 37.
(176) Cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.
(177) Cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: « ¿ Qué
abismo es, pues, y a qué abismo llama ? Si abismo significa profundidad, ¿
pensamos acaso que el corazón del hombre no sea un abismo ? ¿ Hay algo,
pues, más profundo que este abismo ? Los hombres pueden hablar, pueden ser
vistos a través de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser
escuchados en sus conversaciones; pero, ¿de quién se puede penetrar el
pensamiento ? ¿ de quién se puede leer en su corazón ? »
(178) Cf. Heb 9, 14.
(179) Jn 14, 17.
(180) Mt 12. 31 s.
(181) Mc 3, 28 s.
(182) Lc 12, 10.
(183) S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3; cf. S.
Agustín, Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura, Comment.
in Evang. S. Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, pp. 314 s.
(184) Cf. Sal 81 [80], 13; Jer 7, 24, Mc 3, 5.
(185) Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.
(186) Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los
Estados Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y
radiomensajes, VIII (1946), 288.
(187) Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 225 s.
(188) 1 Tes 5, 19; Ef 4, 30.
(189) Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconcitiatio et
paenitentia (2 de didembre de 1984), 14-22: AAS 77 (1985), pp.
211-233.
(190) Cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.
(191) Cf. Jn 16, 11.
(192) Cf. Jn 16,15.
(193) Cf. Gál 4, 4.
(194) Ap 1, 8; 22, 13.
(195) Jn 3, 16.
(196) Gál 4, 4 s.
(197) Lc 1, 34 s.
(198) Mt 1, 18.
(199) Mt 1, 20 s.
(200) S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIIa, q. 2, aa. 10-12; q. 6, a.
6; q. 7, a. 13.
(201) Lc 1, 38.
(202) Jn 1, 14.
(203) Col 1, 15.
(204) Cf. Por ejemplo, Gén 9, 11; Dt 5, 26; Job 34, 15; Is 40, 6; 52,
10; Sal 145 [144], 21; Lc 3, 6; 1 Pe 1, 24.
(205) Lc 1, 45.
(206) Cf. Lc 1, 41.
(207) Cf. Jn 16, 9.
(208) 2 Cor 3, 17.
(209) Cf. Rom 1, 5.
(210) Rom 8, 29.
(211) Cf. Jn 1, 14. 4. 12 s.
(212) Cf. Rom 8, 14.
(213) Cf. Gál 4, 6; Rom 5, 5; 2 Cor 1, 22.
(214) Rom 8, 15.
(215) Rom 8, 16 s.
(216) Cfr. Sal 104 (103), 30.
(217) Rom 8, 19.
(218) Rom 8, 29.
(219) Cf. 2 Pe 1, 4.
(220) Cf. Ef 2, 18; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 2.
(221) Cf. 1 Cor 2, 12.
(222) Cf. Ef 1, 3-14.
(223) Ef 1, 13 s.
(224) Cf. Jn 3, 8.
(225) Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
22; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
(226) Jn 4, 24.
(227) Ibid.
(228) Cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.
(229) Cf. Tit 2, 11.
(230) Cf. Is 45, 15.
(231) Cf. Sab 1, 7.
(232) Lc 2, 27. 34.
(233) Gál 5,17.
(234) Gál 5, 16 s.
(235) Cf. Gál 5, 19-21.
(236) Gal 5, 22 s.
(237) Gál 5, 25.
(238) Cf. Rom 8, 5. 9.
(239) Rm. 8, 6. 13.
(240) Rm 8, 10. 12.
(241) Cf. 1 Cor 6, 20.
(242) Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 19. 20. 21.
(243) Lc 3, 6; cf. Is 40, 5.
(244) Cf. Rom 8, 23.
(245) Rom 8, 3.
(246) Rom 8, 26.
(247) Rom 8, 11.
(248) Rom 8, 10.
(249) Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 14: AAS 71
(1979), pp. 284 s.
(250) Cf. Sab 15, 3.
(251) Cf. Ef 3, 14-16.
(252) Cf. 1 Cor 2, 10 s.
(253) Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19.
(254) Cf. Jn 14, 23; S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1: SC 153, pp.
72-80; S. Hilario, De Trinitate, VIII, 19. 21: PL 16, 752 s.; S. Agustín,
Enarr. in Ps. XLIX, 2: CCL 38, pp. 575 s.; S. Cirilo de Alejandría, In
Ioannis Evangelium, lib. I; II: PG 73, 154-158; 246; lib. IX: PG 74, 262;
S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 24: PG 26, 374 s.; Epist. I ad
Serapionem, 24: PG 26, 586 s.; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7:
PG 39, 523-530; S. Juan Crisóstomo, In epist. ad Romanos homilia XIII, 8:
PG 60, 519; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 43, aa. 1, 3-6.
(255) Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 93; aa.
4. 5. 8.
(256) Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 24; cf. también 25.
(257) Cf. Ibid., 38, 40.
(258) Cf. 1 Cor 15, 28.
(259) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 24.
(260) Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648.
(261) S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110.
(262) Rom 8, 2.
(263) 2 Cor 3, 17.
(264) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 53-59.
(265) Ibid., 38.
(266) 1 Cor 8, 6.
(267) Jn 16, 7.
(268) Jn 14, 18.
(269) Mt 28, 20.
(270) Es lo que expresa la « Epiclesis » antes de la Consagración: «
Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean
para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor » (Plegaria
eucarística II).
(271) Cf. Ef 3, 16.
(272) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 24.
(273) Ibid.
(274) Cf. Act 2, 42.
(275) Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 2.
(276) S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36, p.
266; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 47.
(277) Const. dogrn. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(278) Act 17, 28.
(279) 1 Tim 2, 4.
(280) Cf. Heb 5, 7.
(281) Lc 11, 13.
(282) Rm 8, 26.
(283) Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423.
(284) Rom 8, 27.
(285) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 63.
(286) Ibid., 64.
(287) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; cf. Ap 22, 17.
(288) Cf. Rom 8, 24.
(289) Cf. Jn 4, 14; Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
(290) Cf. Ap 12, 10.
(291) Cf. Rom 8, 23.
(292) Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
(293) Cf. Símbolo Quicumque: DS 75.
(294) Cf. Rom 5, 5.
(295) Conviene recordar aquí la importante Exhort. Apost. Gaudete in
Domino, del Sumo Pontífice Pablo VI, publicada el 9 de mayo del Año Santo
1975. En efecto, es siempre válida la invitación expresa da en ella a «
pedir al Espíritu Santo el don de la alegría » y también a « saborear la
alegría propiamente espiritual, que es un fruto del Espíritu Santo »: AAS
67 (1975), pp. 289; 302.
(296) Cf. Jn 16, 22.
(297) Cf. Rom 14, 17; Gál 5, 22. |