CARTA ENCÍCLICA EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS A
LOS FIELES LAICOS Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE DE LA VIDA
HUMANA
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de
Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con
intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y
culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es
proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será
para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador,
que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador
produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de
manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría
mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por
cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús
dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia »
(Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que
consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado
gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es
precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los
aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más
allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la
participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación
sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida
humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es
condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso
unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente,
es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que
alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2).
Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el
carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En
verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad
sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de
responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de
nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida,
recibido de su Señor,(1) tiene un eco profundo y persuasivo en el
corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando
infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente.
Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita
en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana
desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano
a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento
de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender
y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada
por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre ».(2) En efecto, en este
acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito
de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3,
16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la
Redención, descubre con renovado asombro este valor(3) y se siente llamada
a anunciar a los hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente
de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la
historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la
dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e
indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino
primero y fundamental de la Iglesia.(4)
Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del
Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la
solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a
la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al
núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la
compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por
todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la
impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de
las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e
indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las
enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con
nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática
actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra
la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de
la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en
nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento
auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como
los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la
eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad
de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y
mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende
a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador ».(5)
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de
disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas
por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión
contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y
consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados
contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo
ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la
opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de
los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden
no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado,
con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la
intervención gratuita de las estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el
modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de
que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos
principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar
o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida
es, al mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un
grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como
delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a
poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está
ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más
en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona,
deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la
dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso
los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre
numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por
parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se
encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la
verdad y el bien de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y
preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas
incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el
hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos
tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y
el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana.
En comunión con todos los Obispos del
mundo
5. El Consistorio extraordinario de Cardenales,
celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de
las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y
profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda la
familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales,
con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de
Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a
las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991
una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el
espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para
redactar un documento al respecto.(6) Estoy profundamente agradecido a
todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones,
sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida
participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el
Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del
centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de
todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase
obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su
defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la
persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber
de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el
clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son
amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ».(7)
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos,
como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada
en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo
pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún
puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado,
tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo
injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como
elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden
mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del
Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una
confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su
carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos
y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la
vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás
justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la
Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas
por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y
hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero
meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de
la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada
oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los
desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la
Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí « a
cada familia de cualquier región de la
tierra »,(8) miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso
de todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de
numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre,
según el designio de Dios, como « santuario de la vida ».(9)
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y
para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos,
podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza,
trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una
nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica
civilización de la verdad y del amor.
CAPÍTULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
« Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató »
(Gn 4, 8): raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la
destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera...
Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo
imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb
1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado al principio con
la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y
perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en
contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el
mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte
entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado
de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo
violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín:
« Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y
lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es presentada con una singular
elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que
cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en
el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su
carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de
enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún
tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También
Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de
los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró
propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y
se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado, y por
qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás
alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como
fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando
estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo
mató.
El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?".
Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el
Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde
el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca
para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo,
no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado
grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de
esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra,
y cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que
matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín
para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia
del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn
4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió
» porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4).
El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio
de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo
la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le
reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está
predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder
maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de
su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente
al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a
quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia
del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en
el Catecismo de la Iglesia Católica, « la Escritura, en el relato
de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los
comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la
codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el
enemigo de sus semejantes ».(10)
El hermano mata a su hermano. Como en el primer
fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que
agrupa a los hombres en una única gran familia(11) donde todos participan
del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no
pocas veces se viola también el parentesco « de carne y sangre »,
por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación
entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto
familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la
eutanasia.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a
la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el
principio » (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues
este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos
a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1
Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia
es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a
la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la
lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito, Dios interviene para vengar al
asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de
Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con
arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn
4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito.
Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías
más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces
contra la persona. « ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »: Caín
no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad
que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar
espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad
del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta
de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir,
ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con
frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando
están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y
la paz.
9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el
suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a
Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este
texto la Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman
venganza ante la presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer
lugar, el homicidio voluntario(12) Para los hebreos, como para otros
muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor
aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente
la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida
del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también por la tierra,
que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado:
tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia
homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de
« jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas
relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod
» (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de
Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la
inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga,
« puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara
» (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que
tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres,
sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar
así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad
personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se
manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de
Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un
fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo
en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la
misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente
al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta
tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a
los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por
sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el
hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial.
Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que
quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte ».(13)
« ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del
valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ¿Qué has hecho? Se oye la sangre
de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de
la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación
en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué has hecho? », que Caín no puede
esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome
conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que
siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples
causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre
las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de
las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se
agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no
pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de
situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los
hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y
genocidios.
¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de
millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a
la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las
riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia
derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de
armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que
ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el
temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal
difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la
sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también
portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar
completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas
sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en
particular, en otro género de atentados, relativos a la vida
naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado
y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden
a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir
paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un
verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la
sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes
sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de
máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más
grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente
dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser,
sin embargo, « santuario de la vida ».
¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se
deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una
profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los
fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil
ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto
se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales,
agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las
personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas
con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza,
angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el
dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas,
especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la
defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el
heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la
vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia
no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el
hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida
naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la
atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una
persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual
problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida
incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad
objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia,
que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de
pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la
solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de
muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes
corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una
concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde
este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra
de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida,
amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso
insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su
enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia
pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados,
tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien
eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida »,
que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones
individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a
perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y
los Estados.
13. Para facilitar la difusión del aborto, se han
invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención
de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el
seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma
investigación científica sobre este punto parece preocupada casi
exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces
contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda
forma de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción,
segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto.
Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al
continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción.
La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede
ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después
la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la «
mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la
paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto
conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante
la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura
abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que
anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males
específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del
acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye
la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la
castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y
viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo
están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto
que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo
aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin
embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de
Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en
una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y
presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un
obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría
brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar
absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad,
existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se
manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la
preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas
» que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan
en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la
vida del nuevo ser humano.
14. También las distintas técnicas de reproducción
artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son
practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a
nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente
inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto
integralmente humano del acto conyugal,(14) estas técnicas registran altos
porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al
desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo
general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones
en número superior al necesario para su implantación en el seno de la
mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son
posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el
pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida
humana a simple « material biológico » del que se puede disponer
libremente.
Los diagnósticos prenatales, que no presentan
dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados
necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión
para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad
—equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica
»— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la
limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los
cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños
nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual
resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios
lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el
infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía
superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves afectan también a los
enfermos incurables y a los terminales, en un contexto
social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el
sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del
sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento
considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos
diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser
decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e
incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y
prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya
inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el
enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica
y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad;
por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede
surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto
se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe
eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una
visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del
dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de
influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este
modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas,
cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada
irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos
una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia,
encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso
legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante el dolor del
paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar
gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la
eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves,
de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y
de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más
engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían
producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos
para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar
los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del
donante.
16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen
frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico.
Este presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo:
en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción
o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan
en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente
soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o
incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países
pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas
familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa
producción y distribución de los recursos— mientras se continúan
realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto están
ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte
descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también
a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de «
explosión demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y
aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y
ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las
mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy
no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una
pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más
prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la
tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y
resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y
de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida,
prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación
de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos
a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política
antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo
verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en
los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular
proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de
una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la
implicación de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII
Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la
vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se
trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la
naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de
amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo
XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie
interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas
inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor
éxito posible ».(15) Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas
y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la
solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la
vida », que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales,
dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la
anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede
negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices
de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el
recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma
eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras
muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones
incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn
4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no
sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a
lasmúltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: «
¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una invitación a Caín para
ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su
gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las
consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de
situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento,
soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por
el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la
responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen
estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema
va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones
personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde
presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez
más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como
legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse
y ser protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias
en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los «
derechos humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a
toda Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una
sorprendente contradicción: justo en una época en la que se
proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma
públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda
prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más
emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los
derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas,
afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el
valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de
raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone
lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más
desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una
sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos
su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner
de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la
multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados
contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo
del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido?
Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del
respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura
de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner
en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras
ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes »
a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si
además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la
afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se
reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones
internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que
cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a
absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre?
¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a
menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de
carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia
y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones
enteras?
19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan
sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden
cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando
e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como
titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente
autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero,
¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser «
indisponible »? La teoría de los derechos humanos se fundamenta
precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de
los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie.
También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la
dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita
y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estos
presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de
nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece
sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de
ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una
profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace
criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la
convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha
querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la
que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza de la razón
».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne
afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la
práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo
absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena
acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación
de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma
malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante
cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad
muy individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes »
contra los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la
respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel?
»: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4,
9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el
hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada
hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es
un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su
realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin
embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se
vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y
dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad
reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del
otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la
verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier
tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad
objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona
acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias
decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión
subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia
social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se
entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la
negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este
modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos
junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse
independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus
intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se
ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere
garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así,
desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para
todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo
absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el
primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más
propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la
vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto
parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la
población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina
incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya
fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que
queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a
pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El
Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir según los
principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano,
que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e
indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una
utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de
algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad,
al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son
votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad
estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal
democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases:
« ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana,
cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué
justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las
personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras
se niega esta dignidad? ».(16) Cuando se verifican estas condiciones, se
han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una
auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad
establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la
eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad
humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto
sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la
verdadera libertad: « En verdad, en verdad os digo: todo el que comete
pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).
« He de esconderme de tu presencia » (Gn 4,
14): eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha
entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no basta
detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es
necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo:
el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del
contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus
tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas
comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra
fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo
el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre,
de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la
ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y
su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad
de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato
de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por
Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para
soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme
de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y
cualquiera que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-14). Caín
considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su
destino inevitable será tener que « esconderse de su presencia ». Si Caín
confiesa que su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se
encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor
el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es
la experiencia de David, que después de « haber pecado contra el Señor »,
reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi
delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti,
contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 5150,
5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también
el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma
lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura sin el Creador
desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida ».(17) El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente
otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de
tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un
estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte
de su materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe
el carácter trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la
vida como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a
su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración
». La vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre reivindica
como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya
no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su
existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de
su propio « existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a
cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar
el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias originarias que
requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que simplemente se pretenden
« poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no
sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente
deformado, y la misma naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a
« material » disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir
una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura
contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que
hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que
respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados
de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una «
ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan
la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en
nombre de una « divinización » suya, que una vez más desconoce su
dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el
hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el
de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce
inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el
individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí
la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como no tuvieron a
bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su
mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28).
Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener.
El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar
material. La llamada « calidad de vida » se interpreta principal o
exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza
y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas
—relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento, elemento
inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible
crecimiento personal, es « censurado », rechazado como inútil, más aún,
combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando
no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se
desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y
aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su
supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya
no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las
relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura
materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías
que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por
consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e
instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de
sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona,
pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo
y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se
deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los
dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del
acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona
la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer.
La procreación se convierte entonces en el « enemigo » a evitar en
la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta
el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda
costa », y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por
tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las
relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los
primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el
enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad
personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el
criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al
otro no por lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es
la supremacía del más fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el
eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y
funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la
conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se
encuentra sola ante Dios.(18) Pero también se cuestiona, en cierto
sentido, la « conciencia moral » de la sociedad. Esta es de algún
modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos
contrarios a la vida, sino también porque alimenta la « cultura de la
muerte », llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas «
estructuras de pecado » contra la vida. La conciencia moral, tanto
individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte
influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo
y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación
con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran
parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta
a los Romanos. Está formada « de hombres que aprisionan la verdad en la
injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir
la ciudad terrena sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos
» de modo que « su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); «
jactándose de sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores
de obras dignas de muerte y « no solamente las practican, sino que
aprueban a los que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia, este
luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal bien y al
bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más
inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por
imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la
conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede
empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida
humana.
« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión »
(cf. Hb 12, 22.24): signos de esperanza y llamada al
compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el
suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer
inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida.
También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor
que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios
la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura
profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: «
Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del
Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión
purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12,
22.24).
Es la sangre de la aspersión. De ella había sido
símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua
Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a
los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv
17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es
la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del
mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los
pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado abierto
de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor que la de Abel
»; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda, pero sobre
todo implora misericordia,(19) se hace ante el Padre intercesora por los
hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de
vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor
del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué
inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro:
« Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de
vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre
preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe
1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo,
signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a
reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede
exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre a
los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno
Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin
de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn
3, 16)! ».(20)
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su
grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí
mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de
Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos,
sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien
bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús
(cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y
de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al
amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres
encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta
sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el
fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida
vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del
trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos
asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la
victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que
está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor
15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta
victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente
marcadas por la « cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen
unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la
denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos
positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo
dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no
encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social.
Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e
indefensas han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y
en la sociedad civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas
por individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que, con generosa
responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente del
matrimonio ».(21) No faltan familias que, además de su servicio
cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en
dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros
de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por
personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un
apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al
aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios
dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en
condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente
educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a
recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran dedicación por
investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar
remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del
todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen
hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en
fase aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para
llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y las
enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más avanzada. Así,
asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven
oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades
naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia
internacional en la distribución de los recursos médicos está aún lejos de
su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el
signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una apreciable
sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a
tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido
en todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en
favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan
con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos
movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del
valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por
su defensa.
¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos
de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número
incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales,
orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en
defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús «
buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza,
siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e
hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin
la cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su
significado más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y
permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve
en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que
ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento,
en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad
cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los
conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de
medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión armada.
Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como
instrumento de « legítima defensa » social, al considerar las
posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir
eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido,
no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención
a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre
todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de
las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia
cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de
vida. Particularmente significativo es el despertar de una reflexión ética
sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la
bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y
no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre
problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del
hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos
plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque
entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y
la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente «
en medio » de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a
participar, con la responsabilidad ineludible de elegir
incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a
Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición.
Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt
30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados
cada día a tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la «
cultura de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más
profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral.
Se trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir
en fidelidad y coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que
ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes
sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que
vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz,
viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la
prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza
plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y
es alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar
positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos
inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido
entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia »
(Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la
muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la de
Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los
desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la
gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar,
celebrar y servir al Evangelio de la vida.
CAPÍTULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE
LA VIDA
« La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto » (1 Jn
1, 2): la mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida
en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una
sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza
suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada
creyente, está llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe
en Jesucristo, « Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En realidad, el
Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y
profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a
sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la
sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro mejor. El
Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque
consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se
presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma
identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el
que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es
el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5,
26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: «
Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn
10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús
se da al hombre la posibilidad de « conocer » toda la verdad sobre
el valor de la vida humana. De esa « fuente » recibe, en particular, la
capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es
decir, asumir y realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir,
defender y promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da
plenamente aquel Evangelio de la vida que, anticipado ya en la
Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el
corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada conciencia « desde
el principio », o sea, desde la misma creación, de modo que, a pesar de
los condicionamientos negativos del pecado, también puede ser conocido
por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio
Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con sus palabras y
obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa
resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud
toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios
está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y
para hacernos resucitar a una vida eterna ».(22)
30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos
volver a escuchar de El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34) y
meditar de nuevo el Evangelio de la vida. El sentido más profundo y
original de esta meditación del mensaje revelado sobre la vida humana ha
sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera Carta: « Lo
que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y
damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia
el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros »
(1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y comunica la vida
divina y eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y
espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de
valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que
está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El Evangelio
de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón
humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a
término.
« Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi
salvación » (Ex 15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la
vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las
vicisitudes del Exodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo
Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios.
Cuando parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se
extiende a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el
Señor se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está
sin esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no
está a merced de un faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al
contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de
Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una identidad,
el reconocimiento de una dignidad indeleble y el inicio de una historia
nueva, en la que van unidos el descubrimiento de Dios y de sí mismo.
La experiencia del Exodo es original y ejemplar. Israel aprende de ella
que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a
Dios con confianza renovada para encontrar en él asistencia eficaz: « Eres
mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te
olvido! » (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia
existencia como pueblo, avanza también en la percepción del sentido y
valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión que se desarrolla de
modo particular en los libros sapienciales, partiendo de la experiencia
cotidiana de la precariedad de la vida y de la conciencia de las
amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la existencia, la fe
está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a
prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del hombre en la meditación del
libro de Job? El inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta
comprensiblemente: « ¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los
que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega y
excavan en su búsqueda más que por un tesoro? » (3, 20-21). Pero también
en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el reconocimiento confiado y
adorador del « misterio »: « Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te
es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con mayor
claridad el germen de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón de
los hombres: « El ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también
ha puesto el mundo en sus corazones » (Ecl 3, 11). Este germen
de totalidad y plenitud espera manifestarse en el amor, y realizarse,
por don gratuito de Dios, en la participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre »
(cf. Hch 3, 16): en la precariedad de la existencia humana
Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la
de todos los « pobres » que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el
Dios « amante de la vida » (cf. Sb 11, 26) había confortado a
Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios anuncia, a
cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus vidas
también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres
la Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías
(35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión. Así,
quienes sufren a causa de una existencia de algún modo « disminuida »,
escuchan de El la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y
tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado
en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son interpelados particularmente por la
predicación y las obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados,
que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su
palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y
del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus
comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el
bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con
él » (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que
resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y
pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido,
al que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa » del templo de
Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo que tengo,
te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch
3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3,
15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de
sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se
dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas
de marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido
mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales.
Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad
del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la
verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: « No
necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido
a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5,
31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la
acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola
evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy
pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero
significado: « ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas
que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se
da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de
la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad
marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra
acogida en los justos, que se unieron al « sí » decidido y gozoso
de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el
rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño « para
matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante
el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: « no
tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre las
amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios,
por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la
casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación
para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de
la vida: « siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os
enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que
habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también
compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf.
Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el
momento culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente
en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de
la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para
todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de
las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por
la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la
cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto
es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios
la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación
para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo »
(Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro
del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más
bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a
comprender.
¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda
la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz
y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de
las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del
polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal
103102, 14; 104103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo
de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal
8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su
célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios».(23) Al
hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en
el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la
creación, poniendo al hombre en el vértice de la actividad creadora de
Dios, como su culmen, al término de un proceso que va desde el caos
informe hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada
al hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla;
mandad... en todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios
al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro
relato de la creación: « Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en
el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así
se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están
destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún
motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango
de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las
demás criaturas se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su
creación se presenta como fruto de una especial decisión por parte de
Dios, de una deliberación que establece un vínculo particular y
específico con el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen,
como semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece
al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la
criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de
este vínculo particular y específico del hombre con Dios. También el libro
del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió
de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el
autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también
las facultades espirituales más características del hombre, como la
razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber
e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6).
La capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del
hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y
justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas
visibles, tiene « capacidad para conocer y amar a su Creador ».(24) La
vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es
tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que
supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre
para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza »
(Sb 2, 23).
35. El relato yahvista de la creación expresa también la
misma convicción. En efecto, esta antigua narración habla de un soplo
divino que es infundido en el hombre para que tenga vida: « El
Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un
aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente » (Gn 2,
7).
El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne
insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por
Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende
naturalmente a El. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón,
todo hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste,
Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti
».(25)
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la
vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal
y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición de la mujer, es decir,
de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2,
23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede
satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la
existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta
definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de
Adán para que de él te cuides? », se pregunta el Salmista (Sal 8,
5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero precisamente
este contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le
hiciste (también se podría traducir: « apenas inferior a Dios »),
coronándole de gloria y de esplendor » (Sal 8, 6). La gloria de
Dios resplandece en el rostro del hombre. En él encuentra el Creador
su descanso, como comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: « Finalizó
el sexto día y se concluyó la creación del mundo con la formación de
aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio sobre
todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y la belleza
suprema de todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un
reverente silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo.
Descansó al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su
pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz de
imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En
estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: "¿En quién encontraré reposo,
si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is
66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una obra
tan maravillosa donde encontrar su descanso ».(26)
36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se
oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el
hombre se rebela contra el Creador, acabando por idolatrar a las
criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y
sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este
modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino
que está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las
relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia,
enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como
Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la
comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a
resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de
Dios en carne humana: « El es Imagen de Dios invisible » (Col 1,
15), « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1,
3). El es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra
finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán
deteriora y desfigura el designio de Dios sobre la vida del hombre,
introduciendo la muerte en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es
fuente de gracia que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a
todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el
apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el
último Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a
Cristo. En ellos la imagen divina es restaurada, renovada y llevada a
perfección. Este es el designio de Dios sobre los seres humanos: que «
reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el
esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de
la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su
propia identidad.
« Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás »
(Jn 11, 26): el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los
hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde
siempre está « en él » y es « la luz de los hombres » (Jn 1, 4),
consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su
amor: « A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos
de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de
deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios » (Jn
1, 12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar,
simplemente así: « la vida »; y presenta la generación por parte de Dios
como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha
creado al hombre: « El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de
Dios » (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo específico de
la misión de Jesús: él « es el que baja del cielo y da la vida al mundo »
(Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me
siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de « vida eterna », donde el
adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal. « Eterna » es
la vida que Jesús promete y da, porque es participación plena de la vida
del « Eterno ». Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene
la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las
únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia;
son las « palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su confesión de
fe: « Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y
nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6,
68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has
enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es
acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la
vida eterna por la participación en la vida divina.
38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a
la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una
gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta
inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente
hace suyas las palabras del apóstol Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora
somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal
cual es » (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida.
Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia
divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su
conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa
su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de Dios »,
pero « la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».(27)
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida
humana en su misma condición terrena, en la que ya ha germinado y
está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente la vida
porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva
extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta
perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a
la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y
entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa
conciencia de poder hacer de la propia existencia el « lugar » de la
manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que
Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la
asume y conduce a su destino último: « Yo soy la resurrección y la
vida...; todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11,
25.26).
« A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano »
(Gn 9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su
imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es
el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios
mismo lo afirma a Noé después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra
propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada
uno reclamaré el alma humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se
preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en
Dios y en su acción creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre
» (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de
Dios, en su poder: « El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente
y el soplo de toda carne de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da
muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo El
puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad
amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas.
Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de Dios, no lo
es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge,
alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como niño
destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en
mí! » (Sal 131130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os
11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte
de los individuos no el fruto de una mera casualidad o de un destino
ciego, sino el resultado de un designio de amor con el que Dios concentra
todas las potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de muerte que
nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la
destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera »
(Sb 1, 13-14).
40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter
inviolable, inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en
su conciencia. La pregunta « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10), con la
que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano
Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su
conciencia siempre es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida
—la suya y la de los demás—, como realidad que no le pertenece, porque es
propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida
humana ocupa el centro de las « diez palabras » de la alianza del Sinaí
(cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás
» (Ex 20, 13); « No quites la vida al inocente y justo » (Ex
23, 7); pero también condena —como se explicita en la legislación
posterior de Israel— cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21,
12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta
sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza
todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver en
algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas
corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global,
que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una fuerte
llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la
integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que
obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo
como a ti mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no matarás », incluido y profundizado
en el precepto positivo del amor al prójimo, es confirmado por el Señor
Jesús en toda su validez. Al joven rico que le pregunta: « Maestro,
¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? », responde: « Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19,
16.17). Y cita, como primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de
la Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a
la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: «
Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate
será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice
contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras
las exigencias positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de
la vida. Estas estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya
legislación se preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en
situaciones de vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el
huérfano, el enfermo, el pobre en general, la vida misma antes del
nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias
positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su
amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano
(familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la
tierra de Israel), a hacerse cargo delforastero, hasta amar al
enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse prójimo
del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como
enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf.
Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para quien está
obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle
el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su
vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen
de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos
con el amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro
Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover
sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6,
28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la
vida del hombre tiene su aspecto más profundo en la exigencia de
veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es la enseñanza
que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt
19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No
adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás
preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la
ley en su plenitud » (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y
sometedla » (Gn 1, 28): responsabilidades del hombre ante la
vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una
tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante
suya, a participar de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios
los bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la
tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los
cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn 1,
28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la
soberanía que Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio
sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la
Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu
Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti
creados, y administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3).
También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y
del honor recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus
manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos
juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del
mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del
mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre
elambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al
servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al
presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión
ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de las
diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana »
propiamente dicha(28)— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte
indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de
toda vida. En realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no
es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o
de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el
mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la
prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17),
muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a
las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no
queda impune ».(29)
43. Una cierta participación del hombre en la soberanía de
Dios se manifiesta también en la responsabilidad específica que le
es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una
responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vidamediante la
procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos
recuerda el Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno
que el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y que « hizo desde el
principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4), queriendo
comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora,
bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn 1,
28) ».(30)
Hablando de una « cierta participación especial » del hombre
y de la mujer en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar
cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y
altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una
sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace
presente. Como he escrito en la Carta a las Familias, « cuando de
la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al
mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología
de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar
que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la
concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al
aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como
lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto,
solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del
ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por
consiguiente, la continuación de la creación ».(31)
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto
sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre
de todos los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la intervención
de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn
4, 1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida
al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la
creación del alma inmortal.(32) En este sentido se expresa el comienzo del
« libro de la genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a Adán, le
hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó
"Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta años cuando
engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre
Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como
colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura,
está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el amor
del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
propia familia cada día más ».(33) En este sentido el obispo Anfiloquio
exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los
dones terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de imágenes de
Dios ».(34)
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados
a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de
Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de los
padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de
manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de
mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo
ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de
sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos,
encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo
(cf. Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has formado » (Sal
139 138, 13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación muy
precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la
eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios —sobre todo en
relación con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez— las
exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y
explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes, especialmente la
vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin, ello se
explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender,
agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del
horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una
maldición, mientras que la prole numerosa es considerada como una
bendición: « La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de
las entrañas » (Sal 127126, 3; cf. Sal 128127, 3-4). Influye
también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el pueblo
de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: «
Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu
descendencia » (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza
de que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como
atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la
concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento
y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y
la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno, te
conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1, 5):
la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio
divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la
obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno,
encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza de la
existencia de un proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron,
me plasmaron, y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me
hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me
vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me
vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me
agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de
reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la vida en formación
resuenan también en los Salmos.(35)
¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este
maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la
sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del
hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete hermanos, que
profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida desde su
concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la nueva vida
más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni
fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los
elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al
hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os
devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis
por vosotros mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo Testamento confirma el
reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos.
La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida
resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: «
El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres » (Lc 1,
25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente
aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños
que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan
la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la
fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. «
Bien pronto —escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la
llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en
oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque
Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en
cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de
María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo
sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola
interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal
punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por
inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue
llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el
hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la
madre ».(36)
« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! »
(Sal 116115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos de la
existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una
referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas
ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar
violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y
religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo
concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una
riqueza insustituible para la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de
veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la
ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi
esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la
vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu
brazo a todas las edades venideras » (Sal 7170, 5.18). El tiempo
mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no habrá jamás...
viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive
inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente
sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos está
mi vida » (cf. Sal 1615, 5), y que de El acepta también el morir: «
Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el
agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la
vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe
confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de
amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre
está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su
confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf.
Sal 103102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se
cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la
sombra que declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102101, 12)—,
también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el
poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y
a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: «
¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116115,
10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi
alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal
3029, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones
realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la vida
corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,(37) Jesús
fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar
los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al
enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la
que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id
proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos,
resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10,
7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena
no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir
que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los
testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en
sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al
Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También
la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la
existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad
a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc
6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por
testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del
Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf.
Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires,
venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente
entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el
Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17,
28).
« Todos los que la guardan alcanzarán la vida »
(Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble
su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse
a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse
de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la
infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la
existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el
respeto y la defensa de la vida en cada situación.
La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de
Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe
seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su
propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex
20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que
toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque
revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno
significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo
esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su
dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como
camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te
prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas
sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor
tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en
posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de
Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del
futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto, es
absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena
alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a
los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17,
9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que
carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el
bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda
plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse
fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de vida
» (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este
horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación
extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán
atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad
sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a
brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones.
En este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en
el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a
la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo
que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir
con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar
frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida,
mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel muestra lo difícil que es
mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios ha inscrito en el
corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza.
Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios, los
Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica
de la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me
dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas
agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el
dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las
personas: « Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles »
(Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr
19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la
ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24,
6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la
vida, se preocupan sobre todo de suscitar la espera de un nuevo
principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios y con
los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para
comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la
vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que
purifica y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de
todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os
daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez
36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo »
se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de
la vida: ser un don que se realiza al darse. Este es el mensaje
esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del
Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus
días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón
nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino
que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los
Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt
7, 12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena
noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la
existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. Es la Ley
Nueva, « la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm
8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la
vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el
amor a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte
al vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de
libertad, de alegría y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37):
en el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el
mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de
vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a todos
hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la
cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el
cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la
vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al
eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del
Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una
gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien
y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos
encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de
la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no
eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y
luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y
de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive
el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada
totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es
ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo,
ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa
manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc
15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la
identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la
muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando
el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al
malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro:
hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su
muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos
resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don
de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado
también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch
10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones
eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es
decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la
vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva
perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto
(cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la
mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia
encuentra la esperanza segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención
y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo
está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn
19, 30). Y el soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y
al instante salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del
espíritu » presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro
ser humano, pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que
nos rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida
que, mediante los sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la
sangre y el agua manados del costado de Cristo—, se comunica continuamente
a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza.
De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida
».
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las
raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el
mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf.
Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a
los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn
13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la
Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida
por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros siendo
todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su
sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y
agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir
sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los
hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el
destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y
nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada
día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su
voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso
toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no
matar » la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
CAPÍTULO III
NO MATARÁS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos »
(Mt 19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he
de hacer de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús
responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt
19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la
participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la
observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento
« no matarás ». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que
Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: «
Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt
19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor;
es siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como
tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del
Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto es, buena y
gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de
Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita
asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado
y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige
al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el
don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador
como rey y señor. « Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de
modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra... El
hombre fue creado a imagen de Aquél que gobierna el universo. Todo
demuestra que, desde el principio, su naturaleza está marcada por la
realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió
la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que participa con su
dignidad en la perfección del modelo divino ».(38) Llamado a ser fecundo y
a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres
inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo de
las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo(39) y, en cierto sentido,
de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por medio de la
generación, realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin
embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial,
reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre
debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y
del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la
obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal
119118), que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del
Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien,
para la tutela de su dignidad personal y para la consecución de su
felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre
no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su
grandeza sin par— que es « administrador del plan establecido por el
Creador ».(40)
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe
malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de
ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre »
(cf. Gn 9, 5): la vida humana es sagrada e
inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio
comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial
relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde
su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede
atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente
».(41) Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el
contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e
inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el
precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt
5, 17). Este precepto —como ya he indicado— se encuentra en el
Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo
elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la
humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre,
creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la
vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja
la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace
juez severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está en
la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf.
Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 1918,
15). También de este modo, Dios demuestra que « no se recrea en la
destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar
con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2,
24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también «
mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre,
lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como
logros o frutos de vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un
fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser
transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva
de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por
el camino del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la Alianza, aun
con lentitud y contradicciones, fue madurando progresivamente en esta
dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús: el amor al prójimo
es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos dos
mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22,
36-40). « Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san
Pablo— se resumen en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" »
(Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14). El precepto « no matarás »,
asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable
para poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma
perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: « Todo
el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino
tiene vida eterna permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia
—como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito cristiano no
bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no matarás »: « Dos
caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la
diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la
doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni
quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es
éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no
conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de
Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de
los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os
veáis libres, hijos, de todos estos pecados! ».(42)
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha
enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no
matarás ». Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se
consideraba entre los tres pecados más graves —junto con la apostasía y el
adulterio— y se exigía una penitencia pública particularmente dura y larga
antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la
readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que
está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave.
¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las
múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y
social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de
forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de
Dios.(43) En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una
verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso,
por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger
la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto,
difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida
y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de
un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto
exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y
confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los
términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo »
(Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a
defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un
amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el
espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en
la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente
un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de
otro, del bien común de la familia o de la sociedad ».(44) Por desgracia
sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a
veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de
atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el
caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de
razón.(45)
56. En este horizonte se sitúa también el problema de la
pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en
la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy
limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la
óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad
del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre
el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene
como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta
».(46) La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos
personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada
expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de
la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo
de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin
ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y
enmendarse.(47)
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas
finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas
y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la
eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando
la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo,
gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal,
estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por
el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual « si los
medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor
y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en
tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos
corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más
conformes con la dignidad de la persona humana ».(48)
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida,
incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás
» tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente.
Tanto más si se trata de un ser humano débil e indefenso, que sólo en
la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra su defensa radical
frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana
inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada
Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y
propuesta de forma unánime por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto
evidente de aquel « sentido sobrenatural de la fe » que, suscitado y
sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de Dios,
cuando « muestra estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de
moral ».(49)
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y
en la sociedad sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación
directa de toda vida humana inocente, especialmente en su inicio y en su
término, el Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus
intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable de la vida
humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha unido
siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos
doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de
Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su
brevedad, la intervención del Concilio Vaticano II.(50)
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a
sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica,
confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano
inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en
aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en
el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada
Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal.(51)
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de
su vida es siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser
lícita ni como fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una
desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y
garante; y contradice las virtudes fundamentales de la justicia y de la
caridad. « Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano
inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o
agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o
para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o
implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitirlo ».(52)
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los
demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica
relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la
verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada
mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer. Ante la
norma moral que prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente «
no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna
diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de
la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales
».(53)
« Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139138,
16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer
contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen
particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define,
junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».(54)
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido
debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del
aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal
evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez
más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en
juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se
requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de
llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y
al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is
5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de
una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que
tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la
opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un
malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la
realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada
y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial
de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda
su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si
se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se
elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más
inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser
considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil,
inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima
forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del
llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la
protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo,
a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su
eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene
para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión
de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente
egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos
bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los
demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer
tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor
sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo
graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada
de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido,
además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo,
puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a
la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta
decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo:(55) de esta
forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de
comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se
pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más
amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a
presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al
aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta
particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a
abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario
cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para
promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores
que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida
en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras
sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general
no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una
mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como
a quienes debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas
familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de
las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas.
Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega
a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión
del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la
responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca,
asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus
constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias,
« nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la
de cada individuo, sino también la de toda la civilización ».(56) Estamos
ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la
vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el
fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede
ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el
momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es
la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se
desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde
entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una
preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra
fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo
con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la
aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un
tiempo para desarrollarse y poder actuar ».(57) Aunque la presencia de un
alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato
experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión
humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente una
presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un
individuo humano podría no ser persona humana? ».(58)
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde
el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de
encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de
cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano.
Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas
afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido
expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al
fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia,
se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al
ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser
humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su
concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben
reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable
de todo ser humano inocente a la vida ».(59)
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca
hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas
y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno
materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el
mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su
existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre,
desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que
lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un
pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos
días están contados y cuya vocación está ya escrita en el « libro de la
vida » (cf. Sal 139138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en
el seno materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos (60)— el
hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia
divina.
La Tradición cristiana —como bien señala la
Declaración emitida al respecto por la Congregación para la
Doctrina de la Fe (61)— es clara y unánime, desde los orígenes hasta
nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente
grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que
estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera
comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las
costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya
citada Didaché.(62) Entre los escritores eclesiásticos del área
griega, Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como homicidas a
las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun
estando en el seno de la madre, son ya « objeto, por ende, de la
providencia de Dios ».(63) Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un
homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el
alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un
hombre aquél que lo será ».(64)
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina
ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus
Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y
filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual,
nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más reciente ha
reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la
Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones
del aborto;(65) Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que
tienda directamente a destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si
tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin »;(66)
Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que
aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios ».(67) El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la
concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos
».(68)
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los
primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban
con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha
sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de
Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de
excomunión.(69) También la nueva legislación canónica se sitúa en esta
dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si éste se
produce, incurre en excomunión latae sententiae »,(70) es decir,
automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito
conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya
cooperación el delito no se hubiera producido:(71) con esta reiterada
sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y
peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión
tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto
pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y
disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no
había cambiado y que era inmutable.(72) Por tanto, con la autoridad que
Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los
Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la
consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han
concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto
directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden
moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano
inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de
Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por
el Magisterio ordinario y universal.(73)
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del
mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por
ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre,
reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar también a
las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos
que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente
su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en
creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente
admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el
embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión,
que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su
curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia
individual »,(74) se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o
fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en
consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo
respeto debido al niño ya nacido y a toda persona.(75)
La misma condena moral concierne también al procedimiento
que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces «
producidos » expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro—
sea como « material biológico » para ser utilizado, sea como
abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el
tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de
criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un
acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las
técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente
eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de
estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y
articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están
exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están
orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una
serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las
posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas,
sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una
mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el
nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante
mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir
el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y
de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del
infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que
tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez,
viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros,
constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores
que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles,
preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está cercana a aquellos
esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente
afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias que,
por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus
padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32,
39): el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se
encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la
medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la
trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas
características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a
apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el
sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso
librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando
interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de
posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una «
liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya
de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a
un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación
fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener
el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y
modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es
particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se
comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos
de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante
sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica
médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de
mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida
incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas
elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de
la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de
modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a
la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al
considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos
aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte
», que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas
por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de
personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e
insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la
sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de
eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil
no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es
necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido
verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por
su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar
cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las
intenciones o de los métodos usados ».(76)
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al
llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones
médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser
desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser
demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la
muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar
a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y
penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales
debidas al enfermo en casos similares ».(77) Ciertamente existe la
obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe
valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los
medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más
bien la aceptación de la condición humana ante al muerte.(78)
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados «
cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el
sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar
al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece,
entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de
analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto
comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de
elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos
contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es
creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento
« heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó
que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener
como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay
otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento
de otros deberes religiosos y morales ».(79) En efecto, en este caso no se
quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese
riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz,
recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin
embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin
grave motivo »: (80) acercándose a la muerte, los hombres deben estar en
condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y,
sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro
definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de
mis Predecesores(81) y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica,
confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios,
en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una
persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal.(82)
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la
malicia propia del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente
inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre
lo ha rechazado como decisión gravemente mala.(83) Aunque determinados
condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a
realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de
cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el
suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente
inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a
los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las
distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en
general.(84) En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la
soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así
en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la
vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí
subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a
realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse
colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia
que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es
lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro,
aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un
golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del
cuerpo y quería desasirse ».(85) La eutanasia, aunque no esté motivada por
el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe
considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante «
perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión » hace
solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo
sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más
perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían
asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los
médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso
en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura
como un homicidio que otros practican en una persona que no la
pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al
colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o
legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o
morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios «
conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios
tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida
» (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su
poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el
hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo,
lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida
del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la
justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca,
fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de
la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana
y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo
sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo
encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la
tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre
todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es
petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas
humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la
muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el
hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón
cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de
su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a
la sola materia, se rebela contra la muerte ».(86)
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe
cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su
realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la
victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su
muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado
» (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de
vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la
esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz
sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el
creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia
total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de
nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así
que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8).
Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto
supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando
encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13,
1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha
concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el
sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre
llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor,
participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en
el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su
sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp
3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra
redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad.(87) Esta es la
experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a
revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor
de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres »
(Hch 5, 29): ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los atentados
actuales contra la vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la
tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen
derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a
los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su
realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes
sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha
nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una
lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada
con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en
esa situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una
ponderación justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría
juzgar la moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la
convivencia civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión,
llegando incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que
todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más
elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley
debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los
ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el
derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el
castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría
inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin
embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían
sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no
aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la
autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener
que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada
persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida
de quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir
entre las diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una
opción particular en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro
tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento
jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las
convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la
mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso
que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la
libertad de los ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados
como los verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se
reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al
establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia
social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría,
cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería
distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del
comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente
opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la
autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni
imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio
más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite
externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás
ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el
ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la
libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus
propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los
ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único
criterio moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido
por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se
delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al menos en
el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas estas tendencias es el
relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura
contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una
condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el
respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la
mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y
vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de
la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles
resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se
han cometido crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos
graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen
cometiendo también en nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría
parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida
humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta
una decisión « tiránica » respecto al ser humano más débil e indefenso? La
conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la
humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso
estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por
tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso
popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse
convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la
inmoralidad. Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un
instrumento y no un fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que
depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro
comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de
los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe
un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio
de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces.(88) Pero el valor de la
democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve:
fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada
persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así
como considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la vida
política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y
volubles « mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley
moral objetiva que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del
hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por
una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara
a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el
mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos,
reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses
diversos y contrapuestos.(89)
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo
mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo
un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo,
sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una
paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la
dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo
ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación
de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más
fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas
del poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación así, la
democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una
sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores
humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma
del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son
valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado
nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer,
respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los
elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil
y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman
parte también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la
humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y
de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, « en ningún
ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar
normas que excedan la propia competencia »,(90) que es la de asegurar el
bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus
derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad
pública.(91) En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar
una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos «
podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad »
(1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a
todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos
fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley
positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental
es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la
autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que
provocaría, de estar prohibido, un daño más grave,(92) sin embargo, nunca
puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos
fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a
otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental
como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no
puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás,
precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse
de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el
pretexto de la libertad.(93)
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica
Pacem in terris: « En la época moderna se considera realizado el
bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona
humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos
consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover
aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el
cumplimiento de los respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de
los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus
obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos". Por esta
razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o
los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de
obligatoriedad lo que ellos prescriban ».(94)
72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se
encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley
civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la
citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el orden
moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los
gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y,
consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían
fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad
dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».(95) Esta es una clara
enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La
ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto,
deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con
la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser
ley y se convierte más bien en un acto de violencia ».(96) Y añade: « Toda
ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley
natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley
natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».(97)
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace
referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a
la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto
y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos
inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho
inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto,
la igualdad de todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso
de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto interesado con plena
conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de este tipo y
autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones
sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y
la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino
también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de
auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida,
precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la
sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e
irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se
sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de
ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que
ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo
no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario,
establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante
la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la
predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las
autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7,
1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29). Ya en el
Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la
vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden
injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al
faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no
hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con
vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo
profundo de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios »
(ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se
debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde
nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los
hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a
prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se requiere la
paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es
la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella,
« ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni
darle el sufragio del propio voto ».(98)
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos
en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley
más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos
autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en
fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el
dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas
para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces
por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones
—particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales
legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso
expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley
abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto
sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a
propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir
así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad
pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración
ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y
obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone con
frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de
conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación
del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente
malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir
el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a
perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede
suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes,
o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones
globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas.
Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la
disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y
favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados
contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más
a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener
en cuenta los principios generales sobre la cooperación en acciones
moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena
voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar
su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la
legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto
de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta
cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma
naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se
califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana
inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto
de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil
la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente
tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y
sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6;
14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no
sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no
fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción
intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma
libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la
verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto,
de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido
por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la
participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de
semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los
agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones
hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la
objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales,
sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y
profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc
10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la
vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que declaran
moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un
valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda
circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados
comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la
dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no
puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está
en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la
decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios.(99)
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen
una importantísima función positiva: el « no » que exigen
incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el
hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe
respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables « sí »,
capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien
(cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos
morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino
hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener
delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación,
hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no
tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar
la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta ».(100)
76. El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el
punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a
promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y
comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra
responsabilidad hacia las personas que nos han sido confiadas y
manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro reconocimiento a
Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado
responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para
que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El
Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre
hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del
don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos,
el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado
a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad.
Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a
la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu,
que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva
fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca
entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega
a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su
responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la
acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su
medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento «
no matarás ». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el
imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las
exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su
vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos »
(1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más
positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo
hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco
permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser
conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la
acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn
3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo
es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida,
especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no
sólo personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el
respeto incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad
renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada
mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente
en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva
de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.
CAPÍTULO IV
A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA
DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para
anunciar sus alabanzas » (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la
vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y
fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del
Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo
ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo
(cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta
acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación
del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9,
16). En efecto, « evangelizar —como escribía Pablo VI—
constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más
profunda. Ella existe para evangelizar ».(101)
La evangelización es una acción global y dinámica, que
compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y
real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las
dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad.
Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de
todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y
ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el
Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es
Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por
la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a
proclamarlo a toda la humanidad « hasta los confines de la tierra »
(Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y
agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y
presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su
amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido
transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos
por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su preciosa
sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el
baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5;
Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol
único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del
Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo
para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no es
para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de
ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P
2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor:
el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «
muriendo ha dado la vida al mundo ».(102)
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio
de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente «
eclesial », que exige la acción concertada y generosa de todos los
miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin
embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad
de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de «
hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc
10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio
de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la
existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras
de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos » (1
Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para
que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1.
3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y
testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida.
En efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la
vida se manifestó » (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es « la vida
eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó »
(ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido
comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en
plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la
necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente
que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo
Jesús, portador de toda novedad (103) y vencedor de la « vejez » causada
por el pecado y que lleva a la muerte,(104) supera toda expectativa del
hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la
dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre
que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad,
cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser
familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar
y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se
podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su
naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de
efímero eterno, de hombre se hace dios ».(105)
El agradecimiento y la alegría por la dignidad
inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este
mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 3). Es
necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada
hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este
Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una
profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida
eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona,
su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de
relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la
extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en
cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero
de sí mismo » como tarea y lugar de realización plena de la propia
libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las
consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la
vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en
particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la
eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe
ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el
amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la
sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y
la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los
envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de
la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al
hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar,
defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y
condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida
debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el
primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en
las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada
actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y
teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones
antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida
humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del
Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también
a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano
ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su
existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso
con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva
cultura de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan
la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también
a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda
paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar
un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más
directamente, con diverso título, en su misión de « maestra » de la
verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los
primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio
de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar
sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta
Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean
preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una
atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios
y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se
profundice el conocimiento de la sana doctrina.(106) Que la exhortación de
Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y
para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y
formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece,
no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su
misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la
vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y
la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos
conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos
estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,
19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y
resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy »
(Sal 139138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro
anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del
Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza
evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar
precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este
Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y
en los demás, una mirada contemplativa.(107) Esta nace de la fe en
el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un
prodigio (cf. Sal 139138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en
su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza,
invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no
pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don,
descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su
imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se
rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las
puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas
situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas
circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la
mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser
capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y
respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de
sus primeros mensajes de Navidad.(108) El pueblo nuevo de los redimidos,
animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría,
alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el
misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de
gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y
Padre.
84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar
el Dios de la vida, el Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida
eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los
seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a
cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la
vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre
toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas
el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y
animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar
de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles.
Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos
atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos
trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e
inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de
vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el
contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».(109)
Como el Salmista también nosotros, en la oración
cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios
nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado
cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139138, 13. 15-16), y
exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por tantas
maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías
cabalmente » (Sal 139138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de
sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal
caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y
conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria
».(110) Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de
los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una
dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en
cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de
Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de
Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la
vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de
la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo
con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí
particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia y
de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos
hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía
espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir,
sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del
significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones
litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de
expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la
muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el
misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la vida es
preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de
los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y
populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los
diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace,
el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que
sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la
participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de
inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los
Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en
las distintas Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar
por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta
Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos los
miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las
conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el
reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus
momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la
gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás
momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta
consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm
12, 1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse
sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los
demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará
acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y
reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en
tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida,
realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos,
sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen
también los gestos heroicos. Estos son la celebración más
solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la
entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado
más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn
15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que
Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se
realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos
clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos
de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos
merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según
criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación
e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio
silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de « todas las madres
valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a
luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a
afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas
».(111) Al desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas
encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a
menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no
favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se
presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el
sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose
innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres
heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la
intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el
sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve
el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que
le habéis dado como ofrenda ».(112) « ¿De qué sirve, hermanos míos, que
alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St 2, 14):
servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de
Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse
mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el
testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la
animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia
particularmente apremiante en el momento actual, en que la « cultura
de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y
con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una
exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5,
6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos,
que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la
fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento
diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y
hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así
también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe
animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como
persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de
Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc
10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre,
está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al
sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como
también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte—
tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis
» (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por
las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad
honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis
aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y
desnudez ».(113)
El servicio de la caridad a la vida debe ser
profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y
discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas
sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de
« hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún,
se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y
mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria
historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil
numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de
todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad
cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar
escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este
sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de
acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a
aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de
traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a
la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento,
especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra
educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de
los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de
vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica
la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e
inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con competencia
y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de
métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos
como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables, en la
que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí
misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega
sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares,
mediante su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a
la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de la
persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso
para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y
acompañar cada familia en su misión como « santuario de la vida ». Al
servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la
vida y las casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor
muchas madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y
convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y
miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y
marginación en la vida, otros medios —como las comunidades de
recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos
mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las
cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados— son
expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada
uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la
caridad encuentra los medios más oportunos para que los ancianos,
especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos
terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y
recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y
soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias; pero
pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y,
si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando
los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los
centros de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los
hospitales, de las clínicas y de las casas de salud:
su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se
atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los
que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados
en su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial
esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por
religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y
todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias
puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por
personas generosamente disponibles y profundamente conscientes de
lo fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del
individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el
personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes,
religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su
profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el
contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren
el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a
veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o
incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha
crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo
más fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética
de la profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual
juramento de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el
compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter
sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige
tambiénejercer la objeción de conciencia ante el aborto procurado y
la eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento
médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una
petición del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria
que debe ser un apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la
investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes
beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos,
descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del
ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en
realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las
personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación
preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad
profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida
las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura
de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y
cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al
encuentro de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso—
nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas
las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de
la vida se le sirva también mediante formas de animación social y
de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida
en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los
individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una
responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación
social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos
y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia
democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y
tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de
todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables
de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común,
tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida,
especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un
régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base
del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad
personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero
nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se
tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios,
ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones
eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el
único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un
papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una
mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que
viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal,
no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos
los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de
la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias
pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por
la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin
embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en
la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los
cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo
en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo
en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es
necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas.
Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida,
asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad:
la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas
sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y
legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la
decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario
replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de
servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y
los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a
los ancianos.
91. La problemática demográfica constituye hoy un
capítulo importante de la política sobre la vida. Las autoridades públicas
tienen ciertamente la responsabilidad de « intervenir para orientar la
demografía de la población »;(114) pero estas iniciativas deben siempre
presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los
esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos
de la persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a
la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable
que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios
como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros:
los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar
ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales,
médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus
opciones procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad;
deben además esforzarse en « aumentar los medios y distribuir con mayor
justicia la riqueza para que todos puedan participar equitativamente de
los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel mundial,
instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de
bienes, tanto en el orden internacional como nacional ».(115) Este es
el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias,
además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y
complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y
favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras
Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de
las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó.(116)
Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la
colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de
buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio
de nadie, sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que
tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la
cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar
una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
« La herencia del Señor son los hijos, recompensa el
fruto de las entrañas » (Sal 127126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es
decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que
brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor,
fundada sobre el matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y
comunicar el amor ».(117) Se trata del amor mismo de Dios, cuyos
colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su
educación según el designio del Padre son los padres.(118) Es, pues, el
amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es
reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más
necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus
miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es
verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito donde la
vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra
los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las
exigencias de un auténtico crecimiento humano ».(119) Por esto, el papel
de la familia en la edificación de la cultura de la vida es
determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a
anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea
que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la
vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la
procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta
que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la
procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, « si es
fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un
don que brota del don ».(120)
Es principalmente mediante la educación de los hijos
como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la
vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones
cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician
a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera
de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia,
la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los
demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora
de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una
ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la
misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el
sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben
estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y,
principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y
participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito
familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida
con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da
gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para
afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la
esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma
de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la
familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio
al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la
solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como
atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de
cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre
las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida
temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave
dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los
vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias,
ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las
formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a
distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como
único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto,
con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias
para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos
de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida como « determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común »,(121) requiere también ser
llevada a cabo mediante formas de participación social y política.
En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las
familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen
para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el
derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que
la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a los
ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más
avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante,
por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso
inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede
surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son
intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la
misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u
otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de
intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas
generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca
donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las generaciones, de
modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan
encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron
cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al
padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo
más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención,
cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación
al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias
adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de
sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la
familia »,(122) se debe reconocer que las actuales condiciones sociales,
económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión
de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación
de « santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge
la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y
apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo,
incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder
de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia
debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada
familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación
con el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8):
para realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que
agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las
tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado
por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de
la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de
discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias
y uncomún esfuerzo ético, para poner en práctica una gran
estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva
cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver
los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea
asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos;
nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con
todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la
situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la
misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio
pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »;(123) es
como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como
tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde
dentro,(124) para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su
vida.
Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la
vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los
creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial,
caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias
éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a
ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con
gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los
cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras
Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos
hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al
mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos,
incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida
humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los
diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente
la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este cambio
cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el
valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma
importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad.
Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por
ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y
no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una
relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación
al amor. Este amor, como don sincero de sí,(125) es el sentido más
verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es
eldescubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la
verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad
objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una
sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad
el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder
público causante de la muerte.(126)
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia
original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida
como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el
hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo
tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas.
Aquí se manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura lo
ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el
misterio de Dios ».(127) Cuando se niega a Dios y se vive como si no
existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente
por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el
carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada
estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada
vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo
orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas
relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida
comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede
construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los
jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia
según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad,
riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al llevar a
la persona hacia el don de sí misma en el amor ».(128) La banalización de
la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del
desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la
vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los
adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y
del amor, una educación que implica la formación de la castidad,
como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para
respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación
de los esposos para la procreación responsable. Esta exige, en su
verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor
y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo
generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en
actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos
serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar
temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral
les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las
pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas.
Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en
la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la
fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de
vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones
en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los
resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y
convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de
la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está
agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia
ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos,
promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su
uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el
sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia
humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o
descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la
realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el
sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en
estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he
querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo,
destacando « el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio
que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la
redención ».(129) Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una
aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta
hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de
participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural
deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida
que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas
—a nivel personal, familiar, social e internacional— la justa escala de
valores: la primacía del ser sobre el tener,(130) de la persona
sobre las cosas.(131) Este nuevo estilo
de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro
y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de
quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de
ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma
presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se
debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar.
La misión de los profesores y de los educadores es,
junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos
dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan
custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de
vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la
familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en la
construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular
corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar
presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración
cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes
de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística
y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las
claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva
cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de
ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta
perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con
el fin de « estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales
cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la
defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la
moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia ».(132) Una
aportación específica deben dar también las Universidades,
particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y
Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los responsables
de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la
transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida.
Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando
espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre;
proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin
enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la
lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda
insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio
o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los
hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de
información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de
humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las
mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda
determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo »
que, sin caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa
reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las
manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación
de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio
Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: «
Reconciliad a los hombres con la vida ».(133) Vosotras estáis
llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel
don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo
específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de
cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece
en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo
tiempo, os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una
comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la
mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está
formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el
propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza
profundamente toda la personalidad de la mujer ».(134) En efecto, la madre
acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece
el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe
y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la
acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene
por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la
fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación
fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la
premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras,
mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos
condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de
que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso
dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro
interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente
injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis
la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su
verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al
arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su
perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de
que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo que
ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas
amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre
los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de
vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento
de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien
está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de
mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida
estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el
Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos
abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la
desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que
cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte » y los
de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor ».
Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien
nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud
por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias
comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las
amenazan:(135) es urgente una gran oración por la vida, que abarque
al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o
asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con
iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una
súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha
mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas
principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4,
1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan
de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la
valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de
lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los
ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de
comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a
propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del
amor.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo »
(1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de
los hombres
101. « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo
» (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio de la vida se nos
da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres
estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3).
No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los
demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los
creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y
promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe
recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana
que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la
humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero
de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un
valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y
que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la
vida » debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando
la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de
toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de
los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, « quiere
simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca,
como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la
persona humana, especialmente de la más débil ».(136)
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los
hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación
de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no
es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la
vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos
inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que
—mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la
paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más
diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil
y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los
bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la
paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no
se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se
defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: « Todo delito
contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella
en la conducta del pueblo..., por el contrario, donde los derechos del
hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente,
la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia
social ».(137)
El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con
otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo
para la vida » y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda
crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.
CONCLUSIÓN
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve
espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf.
Is 9, 5), para contemplar en El « la Vida » que « se manifestó »
(1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el
encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios
sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la
Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera
principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de
todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación
personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El
consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen
mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf.
Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida
del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena
de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es
madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella
Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en
cierto modo, a todos los que debían vivir por ella ».(138)
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el
sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a
manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia
muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de
María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida
del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de María y de la
Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y
María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el
Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del
sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su
cabeza » (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio
misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya
que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino de Dios.(139) La
Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella
es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo
con total perfección.
La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del
Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente
de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar
llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de
Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la
maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios »,
« Dios verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de
Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la
vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se
pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de
los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza
—también de esto la Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y del
tormento de dar a luz » (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión
con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el
corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la
vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad
bajo el signo del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de
contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de
que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc
2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del
Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el
rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el
Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María participa
de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo
engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura
plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y
engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre
él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" »
(Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar
a su Hijo en cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la vida
amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la «
Mujer » (12, 1) es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de
« un gran Dragón rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia
personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que
intervienen en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los
creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una
oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va
contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una
amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt
2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la
vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién
nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en
la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe
presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la
historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada
niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como
recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre ».(140) Precisamente en la « carne » de
cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con
nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus
diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad
fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su
Iglesia continúa presentando incansablemente: « El que reciba a un niño
como éste en mi nombre, a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os
digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí
me lo hicisteis » (Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte » (Ap 21, 4):
esplendor de la resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre
estas confortadoras palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es
imposible para Dios » (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia
de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado
y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia
de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el
desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de
Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de
consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su
Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en
El: « Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la
Vida, triunfante se levanta».(141)
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión
en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los
acontecimientos de la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5,
1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida
sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo
nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, « no habrá ya
muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo
ha pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para
la vida, caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva »
(Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros «
señal de esperanza cierta y de consuelo ».(142)
Oh María, aurora del mundo nuevo, Madre de los
vivientes, a Ti confiamos la causa de la vida: mira, Madre,
el número inmenso de niños a quienes se impide nacer, de pobres a
quienes se hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de
violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la
indiferencia o de una presunta piedad. Haz que quienes creen en tu
Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro
tiempo el Evangelio de la vida. Alcánzales la gracia de
acogerlo como don siempre nuevo, la alegría de
celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la
valentía de testimoniarlo con solícita constancia, para
construir, junto con todos los hombres de buena voluntad, la
civilización de la verdad y del amor, para alabanza y gloria de Dios
Creador y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi
Pontificado.
Notas
1. En realidad, la expresion «
Evangelio de la vida » no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura.
Sin embargo, expresa bien un aspecto esencial del mensaje biblico.
2. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
3. Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979),
10: AAS 71 ( 1979), 275.
4. Cf. Ibid, 14: l.c., 285.
5. Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 27.
6. Cf. Carta a todos los Obispos de la Iglesia sobre la
intangibilidad de la vida humana inocente (19 mayo 1991):
Insegnamenti XIV, 1 (1991), 1293-1296.
7. Ibid., l.c., 1294.
8. Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero
1994), 4: AAS 86 ( 1994), 871.
9. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39:
AAS 83 (1991), 842.
10. N. 2259.
11. Cf. S. Ambrosio, De Noe, 26, 94-96: CSEL
32, 480-481.
12. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867 y
2268.
13. De Cain et Abel, II, 10, 38: CSEL 32,
408.
14. Cf. Congregación para la Doctrian de la Fe, Instr.
Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la
dignidad de la procreación: AAS 80 (1988), 70-102.
15. Discurso durante la Vigilia de oración en la VIII
Jornada Mundial de la Juventud (14 agosto 1993), II, 3: AAS 86
(1994), 419.
16. Discurso a los participantes en el Convenio de estudio
sobre «El derecho a la vida y Europa» (18 diciembre 1987):
Insegnamenti X, 3 (1987), 1446-1447.
17. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36.
18. Cf. ibid., 16.
19. Cf. S. Gregorio Magno, Moralia in Job, 13, 23:
CCL 143 A, 683.
20. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979),
10: AAS 71 ( 1979), 274.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.
22. Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
Revelación, 4.
23. « Gloria Dei vivens homo »: Contra las
herejías, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648-649.
24. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 12.
25. Confesiones, I, 1: CCL 27, 1.
26 Exameron, VI, 75-76: CSEL 32,
260-261.
27. « Vita autem hominis visio Dei »: Contra las
herejías, IV, 20, 7. SCh 100/2, 648-649.
28. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991),
38; AAS ( 1991), 840-841.
29. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 34: AAS 80 ( 1988), 560.
30. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
31. Carta a las Familias Gratissimam sane (2
febrero 1994), 9: AAS 86 ( 1994), 878; cf. Pío
XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42
(1950), 574.
32. « Animas enim a Deo immediate creari catholica fides
nos retinere iubet »: Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto
1950): AAS 42 ( 1950), 575.
33. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50; cf.
Exhort, ap, Familiaris consortio (22 noviembre 1981 ), 28:
AAS 74 (1982), 114.
34. Homilías, II, 1; CCSG 3,
39.
35. Véanse, por ejemplo, los Salmos 22/21,
10-11; 71/70, 6; 139/138, 13-14.
36. Expositio Evangelii secundum Lucam,
II, 22-23: CCL 14, 40-41.
37. S. Ignacio de Antioquía, Carta a los
Efesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II,
82.
38. La creación del hombre, 4: PG
44, 136.
39. Cf. S. Juan Damasceno, La fe recta,
2, 12: PG 94, 920.922, citado en S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I-II, Prol.
40. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae
(25 julio 1968), 13: AAS 60 ( 1968), 489.
41. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), Introd., 5: AAS 80
(1988), 76-77; cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
2258.
42. Didaché, I, 1; II, 1-2; V, 1 y 3:
Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 2-3, 6-9, 14-17; cf. Carta
del Pseudo-Bernabé, XIX, 5: l.c., 90-93.
43. Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2263-2269; cf, Catecismo del Concilio de Trento III,
327-332.
44. Catecismo de la Iglesia Católica,
2265.
45. Cf. S. 'I'omás de Aquino, Summa
Theologiae, II-II, q. 6-1, a. 7; S. Alfonso de Ligorio, Theologia
moralis, I. III, tr. 4, C. 1 dub. 3.
46. Catecismo de la Iglesia Católica,
2266.
47. Cf. Ibid.
48. N. 2267.
49. Conc, Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 12.
50. Cf. Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
52. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II:
AAS 72 ( 1980), 546.
53. Carta enc, Veritatis splendor (6
agosto 1993), 96: AAS 85 ( 1993 ), 1209.
54. Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 51: « Abortus necnon infanticidium nefanda
sunt crimina ».
55. Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem
(15 agosto 1988),14: AAS 80 (1988), 1686.
56. N. 21: AAS 86 (1994),
920.
57. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 12-13:
AAS 66 (1974), 738.
58. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS 80
(1988), 78-79.
59. Ibid., l.c., 79.
60. Así el profeta Jeremías: « Me fue dirigida
la palabra del Señor en estos términos: "Antes de haberte formado yo en el
seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo
profeta de las naciones te constituí" » (1, 4-5). El Salmista, por su
parte, se dirige de este modo al Señor: « En ti tengo mi apoyo desde el
seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre » (Sal 71/70, 6;
cf. Is 46, 3; Jb 10, 8-12; Sal 22/21, 10-11). También
el evangelista Lucas -en el magnífico episodio del encuentro de las dos
madres, Isabel y María, y de los hijos, Juan el Bautista y Jesús, ocultos
todavía en el seno materno (cf. 1, 39-45)- señala cómo el niño advierte la
venida del Niño y exulta de alegría.
61. cf. Declaración sobre el aborto
procurado (18 noviembre 1974). AAS 66 (1974),
740-747.
62. « No matarás al hijo en el seno de su
madre, ni quitarás la vida al recién nacido »: V, 2, Patres
Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
63. Legación en favor de los cristianos,
35: PG 6, 969.
64. Apologeticum, IX, 8; CSEL 69,
24.
65. Cf. Carta enc. Casti connubii (31
diciembre 1930), II: AAS 22 (1930), 562-592.
66. Discurso a la Unión médico-biológica «S.
Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e radiomessaggi, VI,
(1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas
(29 octubre 1951), 2: AAS 43 (1951), 838.
67. Carta enc. Mater et Magistra (15
mayo 1961), 3: AAS 53 ( 1961 ), 447.
68. Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 51.
69. Cf. Can. 2350, § 1.
70. Código de Derecho Canónico, can.
1398; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
1450 ~ 2.
71. Cf. Ibid., can.1329; Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 1417.
72. Cf. Discurso al Congreso de la Asociación
de Juristas Católicos Italianos (9 diciembre 1972): AAS 64 (1972),
777; Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60 (
1968), 490.
73. Cf. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
74. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 3: AAS 80
(1988), 80.
75. Cf. Carta de los derechos de la
familia (22 octubre 1983), art. 4b, Tipografía Políglota Vaticana,
1983,
76. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II:
AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.c., 551.
78. Cf. Ibid.
79. Discurso a un grupo internacional de
médicos (24 febrero 1957), III; AAS 49 (1957), 147; Cf..
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre
la eutanasia, III: AAS 72 (1980), 547-548.
80. Pío XII, Discurso a un grupo internacional
de médicos (24 febrero 1957), III: AAS 49 (1957), 145.
81. Cf. Pío XII, Discurso a un grupo
internacional de médicos (24 febrero 1957): AAS 49 (1957), 129-147;
Congregación del San Oficio, Decretum de directa insontium
occisione (2 diciembre 1940): AAS 32 ( 1940), 553-554; Pablo
VI, Mensaje a la televisión francesa: « Toda vida es sagrada » (27 enero
1971): Insegnamenti IX 1971 ), 57-58; Discurso
al International College of Surgeons (1 junio 1972): AAS 64 (1972),
432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 27.
82. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
83. Cf. S. Agustín, De Civitate Dei I,
20: CCL 47, 22; S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II,
q. 6, a. 5.
84. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), I: AAS
72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica,
2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL 57,
320.
86. Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 18.
87. Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), 14-24: AAS 76 ( 1984 ), 214-234.
88. Cf, Carta enc. Centesimus annus (1
mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850; Pío XII, Radiomensaje de
Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
89. Cf. Carta enc, Veritatis splendor (6
agosto 1993), 97 y 99: AAS 85 ( 1993 ), 1209-1211.
90. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS 80
(1988), 98.
91. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
92. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
94 Carta enc. Pacem in terris (11 abril
1963 ), II: AAS 55 ( 1963 ), 273-274; la cita interna está tomada
del Radiomensaje de Pentecostés 1941 (1 junio 1941 ) de Pío XII:
AAS 33 ( 1941 ), 200. Sobre este tema la Encíclica hace referencia
en nota a: Pío XI, Carta enc. Mit brennender Sorge (14 marzo 1937):
AAS 29 (1937), 159; Carta enc. Divini Redemptoris (19 marzo
1937), III: AAS 29 (1937), 79; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24
diciembre 1942): AAS 35 (1943), 9-24.
95. Carta enc. Pacem in terris (11 abril
1963), l.c., 271.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3,
ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a. 2. El
Aquinate cita a S.. Agustín: «Non videtur esse lex, quae insta non
fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32, 1227.
98. Congregación para la Doctrina de la
Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 22:
AAS 66 (1974), 744.
99. Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica,1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto
1993), 81-82; AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus,
41,10: CCL 36, 363; cf. Carta enc. Veritatis splendor (6
agosto 1993), 13: AAS 85 (1993), 1144.
101. Exhort, ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975),14: AAS 68 (1976), 13,
102. Cf. Misal romano, Oración del
celebrante antes de la comunión.
103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit,
semetipsum afferens, qui fuerat annuntiatus », Contra las herejías,
IV, 34, 1: SCh 100/2, 846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino « Peccator
inveterascit, recedens a novitate Christi », In Psalmos Davidis
lectura, 6, 5.
105. Sobre las bienaventuranzas, Sermón
VII: PG 44, 1280.
106. Cf. Carta enc. Veritatis splendor
(6 agosto 1993), 116: AAS 85 ( 1993 ), 1224.
107. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1
mayo 1991), 37: AAS 83 ( 1991 ), 840.
108. Cf. Mensaje con ocasión de la Navidad de
1967: AAS 60 ( 1968), 40.
109. Pseudo-Dionisio Areopagita, Sobre los
nombres divinos, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento sobre la
muerte, Instituto Pablo VI, Brescia 1988, 24.
111. Homilía para la beatificación de Isidoro
Bakanja, Elisabetta Canori Mora y Gianna Beretta Molla (24 abril 1994):
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 abril
1994, 2.
112. Ibid.
113. Homilías sobre Mateo, L, 3:
PG 58, 508.
114. Catecismo de la Iglesia Católica,
2372.
115. Discurso a la IV Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (12 octubre 1992), 15:
AAS 85 (1993), 819.
116. Cf. Decr. Unitatis redintegratio,
sobre el ecumenismo, l2; Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 90.
117. Exhort. ap. Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), 17: AAS 74 (1982), 100.
118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
50.
119. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
120. Discurso a los participantes en el VII
Simposio de Obispos europeos sobre el tema «Las actitudes contemporáneas
ante el nacimiento y la muerte: un desafío para la evangelización» (17
octubre 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945. La tradición
bíblica presenta a los hijos precisamente como un don de Dios (cf.
Sal 127/126, 3); y como un signo de su bendición al hombre que
camina por los caminos del Señor (cf. Sal 128/127, 3-4).
121. Cart enc. Sollicitudo rei socialis
(30 diciembre 1987), 38: AAS 80 (1988), 565-566.
122. Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 86: AAS 74 (1982),
188.
123. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 18: AAS 68 (1976), 17.
124. Cf. Ibid., 20, l.c.,
18.
125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24.
126. Cf. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 17: AAS 83 (1991), 814; Carta enc.
Veritatis splendor (6 agosto 1993), 95-101: AAS 85 (1993),
1208-1213.
127. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), 24: AAS 83 (1991), 822.
128. Exhort. ap. Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), 37: AAS 74 (1982), 128.
129. Carta con que se instituye la Jornada
Mundial del Enfermo (13 mayo 1992), 2: Insegnamenti XV, 1 (1992),
1440.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 15: AAS 59
(1967), 265.
131. Cf. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2 febrero 1994), 13: AAS 86 (1994), 892.
132. Motu proprio Vitae mysterium (11
febrero 1994), 4: AAS 86 (1994), 386-387.
133. Mensajes del Concilio a la
humanidad (8 diciembre 1965): A las mujeres.
134. Carta ap. Mulieris dignitatem (15
agosto 1988), 18: AAS 80 (1988), 1696.
135. Cf. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2 febrero 1994), 5: AAS 86 (1994), 872
136. Discurso a los participantes en la reunión
de estudio sobre el tema «El derecho a la vida y Europa» (18 diciembre
1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
1977: AAS 68 (1976), 711-712.
138. Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B.
Mariae, sermo I, 2: PL, 185, 188.
139. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 5.
140. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
22.
141. Misal romano, Secuencia del domingo
de Pascua de Resurrección.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 68.
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