El Espíritu Santo actúa más allá de los
confines visibles de la Iglesia
Catequesis de su S.S. Juan Pablo II
en
la audiencia general de los miércoles
12 de agosto de 1998
1. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000 ya en la encíclica Dominum et vivificantem, invité a abarcar «con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con san Pablo: "hemos recibido el Espíritu que viene de Dios" (1Co 2, 12)» (Dominum et vivificantem, 53).
En las anteriores catequesis hemos delineado la manifestación del Espíritu de Dios en la vida de Cristo, en Pentecostés, del que nació la Iglesia, y en la vida personal y comunitaria de los creyentes. Ahora nuestra mirada se ensancha hasta el horizonte del mundo y de toda la historia humana. Así nos movemos en el programa trazado por la misma encíclica sobre el Espíritu Santo, donde se subraya que no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Jesucristo. En efecto, «hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la antigua alianza» (ib.). Y, asimismo, es preciso «mirar más abiertamente y caminar "hacia el mar abierto", conscientes de que "el viento sopla dónde quiere", según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo (cf. Jn 3, 8)» (ib.).
2. Por lo demás, ya el concilio ecuménico Vaticano II, concentrado en el misterio y en la misión de la Iglesia en el mundo, nos había brindado esa amplitud de perspectivas. Para el Concilio la acción del Espíritu Santo no se puede limitar al ámbito institucional de la Iglesia, donde también el Espíritu actúa de forma singular y plena, sino que se debe reconocer asimismo fuera de las fronteras visibles de su Cuerpo (cf. Gaudium et spes, 22; Lumen gentium, 16).
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica recuerda, con toda la Tradición, que «la Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda creatura» (n. 703). Y cita, a este respecto, un denso texto de la liturgia bizantina: «Es justo que el Espíritu Santo reine, santifique y anime la creación porque es Dios consustancial al Padre y al Hijo (...). A él se le da el poder sobre la vida, porque siendo Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo» (ib.). Así pues, no existe ningún rincón de la creación y ningún momento de la historia en que el Espíritu no despliegue su acción.
Es verdad que Dios Padre ha creado todas las cosas por Cristo y para él (cf. Col 1, 16), de forma que el sentido y el fin último de la creación es «recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 10). Sin embargo, también es verdad que todo ello se realiza por la fuerza del Espíritu Santo. Ilustrando ese «ritmo» trinitario de la historia de la salvación, san Ireneo afirma que «el Espíritu prepara con antelación al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le concede la incorruptibilidad y la vida eterna» (Adv. haer., IV, 20, 5).
3. El Espíritu de Dios, presente en la creación y operante en todas las fases de la historia de la salvación, lo dirige todo hacia el acontecimiento definitivo de la encarnación del Verbo. Desde luego, no es un Espíritu diverso del que fue derramado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Cristo crucificado y resucitado. Ese mismo Espíritu Santo prepara la venida del Mesías al mundo y, mediante Jesucristo, es comunicado por Dios Padre a la Iglesia y a la humanidad entera. Las dimensiones cristológica y pneumatológica son inseparables y no sólo se hallan presentes en la historia de la salvación sino también en toda la historia del mundo.
Por consiguiente, es lícito pensar que, dondequiera se encuentren elementos de verdad, de bondad, de auténtica belleza, de verdadera sabiduría, dondequiera se realicen esfuerzos generosos de construir una sociedad más humana y acorde con el plan de Dios, se halla abierto el camino de la salvación. Con mayor razón, donde existe una espera sincera de la revelación de Dios y una esperanza abierta al misterio que salva es posible descubrir la labor oculta y eficaz del Espíritu de Dios, que impulsa al hombre al encuentro con Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6). Cuando leemos algunas magníficas páginas de literatura y de filosofía; cuando gustamos, admirados, alguna obra de arte; o cuando escuchamos piezas musicales sublimes, nos resulta espontáneo reconocer en esas manifestaciones del genio humano un reflejo luminoso del Espíritu de Dios. Ciertamente, esos reflejos se sitúan en un nivel diferente al de las intervenciones que hacen del ser humano, elevado al orden sobrenatural, un templo en el que el Espíritu Santo habita juntamente con las demás Personas de la santísima Trinidad (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I-II, q. 109, a. 1, ad 1). Así, el Espíritu Santo, directa o indirectamente, orienta al hombre hacia su salvación integral.
4. Por ello, en las próximas catequesis, de buen grado nos detendremos a contemplar la acción del Espíritu en el vasto campo de la historia de la humanidad. Esta perspectiva nos ayudará a descubrir también la relación profunda que une la Iglesia y el mundo, la historia global del hombre y la historia especial de la salvación. Esta última en realidad, no es una historia separada, más bien, desempeña con respecto a la primera un papel que podríamos llamar sacramental, o sea, de signo e instrumento del único gran ofrecimiento de salvación que Dios brindó a la humanidad por la encarnación del Verbo y la efusión del Espíritu.
Con esta clave se comprenden bien algunas páginas estupendas del concilio Vaticano II sobre la solidaridad que existe entre la Iglesia y la humanidad. Me complace releer, en esta perspectiva pneumatológica, el proemio de la constitución pastoral Gaudium et spes: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos. Por ello, se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia» (n. 1).
Aquí se ve con claridad cómo la solidaridad de la Iglesia con el mundo y la misión que ha de cumplir con respecto a él deben ser comprendidas a partir de Cristo, a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia se siente así al servicio del Espíritu, que actúa misteriosamente en los corazones y en la historia. Y se considera enviada a transmitir a toda la humanidad la plenitud del Espíritu recibida en el día de Pentecostés.
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