Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy, el relato de los Magos, llegados desde Oriente a Belén para adorar al Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía un aire de universalidad. Y éste es el aliento de la Iglesia, que desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús, y experimentar su amor misericordioso. Es este el deseo de la Iglesia: encontrar la misericordia de Jesús, su amor.
Cristo acaba de nacer, aún no sabe hablar y todas las gentes –representadas por los Magos– ya pueden encontrarlo, reconocerlo, adorarlo. Dicen los Magos: “Vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo”. Y Herodes oyó esto apenas los Magos llegaron a Jerusalén. Estos Magos eran hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas diversas, y se habían encaminado hacia la tierra de Israel para adorar al rey que había nacido. Desde siempre la Iglesia ha visto en ellos la imagen de la entera humanidad, y con la celebración de hoy, de la fiesta de la Epifanía, casi quiere guiar respetuosamente a todo hombre y a toda mujer de este mundo hacia el Niño que ha nacido para la salvación de todos.
En la noche de Navidad Jesús se ha manifestado a los pastores, hombres humildes y despreciados, algunos bandidos, dicen; fueron ellos los primeros que llevaron un poco de calor en aquella fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos de tierras lejanas, también ellos atraídos misteriosamente por aquel Niño. Los pastores y los Magos son muy diferentes entre sí; pero una cosa los une: el cielo. Los pastores de Belén se precipitaron inmediatamente a ver a Jesús, no porque fueran especialmente buenos, sino porque velaban de noche y, levantando los ojos al cielo, vieron un signo, escucharon su mensaje y lo siguieron. De la misma manera los Magos: escrutaban los cielos, vieron una nueva estrella, interpretaron el signo y se pusieron en camino, desde lejos. Los pastores y los Magos nos enseñan que para encontrar a Jesús es necesario saber levantar la mirada hacia el cielo, no estar replegados sobre sí mismos, en el propio egoísmo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y generosidad.
Los Magos, dice el Evangelio, al ver “la estrella se llenaron de alegría”. También para nosotros hay una gran consolación al ver la estrella, o sea en el sentirnos guiados y no abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el Salmo: “Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino”. Esta luz nos guía hacia Cristo. En efecto, los Magos, siguiendo la estrella llegaron al lugar donde se encontraba Jesús. Y allí “encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje”. La experiencia de los Magos nos exhorta a no conformarnos con la mediocridad, a no “ir tirando”, sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a no escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad, y saber arrodillarnos frente a ella.
Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén, nos ayude a levantar la mirada de nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a saber abajarnos para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz, y compartir con ellos la alegría del camino.