LOS FUNDAMENTOS DE LA BIOÉTICA EN LA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
Mons. Elio Sgreccia
Secretario del Consejo pontificio para la Familia
Llamamiento profético
En el período de espera de esta encíclica, desde abril de 1991, cuando en el consistorio extraordinario los cardenales la solicitaron al Santo Padre, los medios de comunicación social anunciaban una encíclica sobre la bioética y muchos la esperaban como un documento de esta índole.
Si con el término bioética se entiende un tratado en los confines entre la ciencia y la reflexión moral, de índole esencialmente filosófica en el vasto ámbito de la biomedicina, es preciso reconocer inmediatamente que la encíclica no se presenta como un tratado de bioética, porque es mucho más. En realidad, tiene un matiz principalmente profético y pastoral: ilumina con la palabra de Dios el valor de la vida humana, valor que brota del hecho de estar insertada en el don de la vida divina, fruto de la Redención. Partiendo de esta visión sobrenatural del hombre creado a imagen de Dios y redimido por Cristo, la encíclica señala las dimensiones de la dignidad de la vida humana, también en su fase terrena. Esa dignidad se extiende a su origen y a la procreación. La encíclica deduce de estas afirmaciones el carácter sagrado e inviolable de la vida corporal e impulsa la reflexión dentro de la verdad profunda de la persona, cuya perfección se realiza en la entrega de sí.
Ciertamente, la encíclica subraya también la convergencia de la reflexión de la razón humana con las afirmaciones de la Revelación sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana y, por eso, funda en la ley moral natural el precepto de no matar al inocente. Con todo, la Evangelium Vitae sigue siendo un documento pastoral y esencialmente teológico.
Por lo demás, el texto de la introducción define muy bien la fisonomía de la encíclica: «La presente encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los países del mundo quiere ser, pues, una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad! ¡Qué estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!» (n.5). El texto, a continuación, indica el espíritu, el estado de ánimo con que el Santo Padre lo escribió: «En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino» (n.6). Ese evangelio de la vida «puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales» (n.29).
sí pues, la encíclica tiene el tono del llamamiento evangélico y de la caridad pastoral, un llamamiento hecho al creyente y a todo hombre, con un impulso de humanidad que impregna todo el desarrollo en sus diversas partes.
Por consiguiente, no se debe buscar en la encíclica el planteamiento de un tratado o de un manual de bioética.
Lo confirma el hecho de que la encíclica no afronta algunos temas de bioética de los que hoy se discute mucho, como por ejemplo el conocimiento y el seguimiento del genoma humano, los límites de la geneterapia o las aplicaciones de las biotecnologías sobre los animales y sobre las plantas, o la cuestión de las patentes de los descubrimientos relativos a la biología humana, de los que se ha ocupado recientemente el Parlamento europeo. La encíclica sólo toca indirectamente el problema de las intervenciones en el campo de la genética, y lo hace donde pide que todo lo que la medicina busca en el ámbito del diagnóstico o la experimentación sobre el embrión y el feto debe tener como única finalidad el bien del ser humano sobre el que se interviene, basándose en la convicción de que el embrión humano es digno del respeto que se debe a la persona humana, como veremos más adelante (cf. n. 63).
Dimensiones bioéticas
Con todo, afirmar que la encíclica carece de autoridad en campo bioético y que se podría reducir a catequesis para los fieles, sería ciertamente emitir un juicio superficial, que no responde a la verdad, por varias razones.
Ante todo, por una razón epistemológica, a la que ya aludimos: la defensa de la vida humana desde su inicio hasta la muerte natural y especialmente en las dos fases más frágiles, como son precisamente la fase prenatal y la de la enfermedad grave y la muerte, es abordada sobre la base de un principio no sólo de fe revelada, sino también de razón. El punto esencial de esa fundamentación racional está en la afirmación según la cual la vida corporal del ser humano, incluso en sus primeras fases, al igual que en todo momento de la existencia, constituye un momento fundamental, una condición y dimensión sustancial de toda la persona, por lo que en ningún momento se puede separar la persona de su corporeidad. «En la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona» (n.43).
Repitiendo lo que afirmó la Declaración sobre el aborto provocado de 1974, la encíclica reafirma como conclusión de un dato objetivo y científicamente fundado que «con la fecundación se inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar» (n.60).
Y, citando también la instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe, de 1987, recuerda que «las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen “una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?”» (ib.; cf. instrucción Donum vitae, sobre le respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, nn. 87, 78-79).
También es de ética racional el principio del tuciorismo al que alude la encíclica, según el cual, cuando está en juego un valor de suma importancia, como el valor fundamental de la vida humana, «bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano» (n.60).
No sólo estamos ante una de las cuestiones de bioética más vivamente discutidas y decisivas en estos años; también podemos observar el respeto de la metodología racional, de mediación entre la ciencia y la ética, que es también la metodología propia de la bioética.
La relación entre naturaleza y persona
Otro tema de bioética fundamental, que en cierto modo resume todos los problemas especiales de bioética, es el de la relación entre naturaleza y persona. Entendemos por naturaleza la interna y propia de la persona humana, y también la naturaleza biológica externa a la persona, la bioesfera en la que se desarrolla la vida de los hombres.
Al hacer el análisis de las raíces de la cultura de la muerte, la encíclica toca a fondo e ilumina esta delicada relación que está en el centro de la reflexión bioética.
A este respecto, un filósofo contemporáneo, Robert Spaeman, ha escrito, pensando en la crisis de la modernidad: «Cuando el hombre quiere ser sólo sujeto y olvida su vínculo simbiótico con la naturaleza, vuelve a caer prisionero de un destino primitivo… Para sobrevivir y para vivir bien, es necesario que los hombres actúen de manera correcta no sólo los unos con respecto a los otros, sino también con respecto a su propia naturaleza y a la naturaleza externa» (Per la critica dell´utopía politica, Franco Angeli Editore 1994, p.20).
Se trata del equilibrio decisivo de índole bioética, es decir, precisamente el equilibrio entre el bios y el ethos del sujeto.
La encíclica, hablando de las causas de la mentalidad de muerte, recuerda la pérdida del sentido de Dios, como consecuencia de la secularización, y la violencia que se desencadena en las sociedades complejas; recuerda la rotura del vínculo entre verdad y libertad, ya expuesto en la Veritatis splendor, pero denuncia ante todo este punto etiológico, que consiste en la rotura de la armonía entre la naturaleza y la persona como consecuencia de una hiperexaltación de la subjetividad.
El mismo autor, Spaeman, recuerda que, como consecuencia de esa emancipación de la subjetividad, la naturaleza se convierte en objeto, mecanismo que se pueda poseer y explotar incluyendo la naturaleza corporal.
La encíclica precisamente confirma esta afirmación cuando recuerda también, entre las complejas razones de orden cultural que han favorecido el desarrollo de la violencia «aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás (…). También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable». (n.19)
Después de haber hablado también de la pérdida del sentido de la verdad integral de la persona, la encíclica subraya que como consecuencia «el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza» (n.22).
A la luz de esta relación entre persona y naturaleza, el Santo Padre ilumina también el problema de la bioecología. «El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: no sólo respecto al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica —desde la preservación del “hábitat” natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la “ecología humana” propiamente dicha— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida de toda vida» (n.42). El Santo Padre recuerda aquí un concepto que ya aparece en la carta encíclica Centesimus annus, pero trata un tema eminentemente bioético (Cf. Centesimus annus, 1 de mayo de 1991, n. 38).
¿Qué novedad en bioética?
Como confirmación del interés bioético de la encíclica, es preciso añadir que se abordan varios e importantes temas propios de esta materia.
No sólo trata del aborto y la eutanasia, los dos puntos más destacados de la encíclica, sobre los que se pronuncian condenas formales y comprometedoras para los fieles, incluso desde el punto de vista de la fe.
Se recogen, aunque sea en forma sintética, las valoraciones morales con respecto a la procreación artificial, el diagnóstico prenatal, la experimentación y, en general, con respecto a las intervenciones sobre embriones humano; si se reafirma el valor y la situación ético-jurídica del embrión; se condena el suicidio específicamente en la forma, recientemente propuesta, del suicidio asistido; se recuerdan las valoraciones éticas sobre la anticoncepción, la esterilización, la pena de muerte y la legítima defensa.
Estos temas se hallan en el capítulo primero, que describe los delitos que se realizan contra la vida, y luego vuelven a aparecer en el capítulo tercero, que es de índole doctrinal y moral, donde, por consiguiente, se pronuncian los juicios morales. Así pues, se trata una amplia gama de problemas de bioética.
Pero tras una primera lectura, puede parecer que sobre los temas de bioética la encíclica, en definitiva, no ha dicho nada sustancialmente nuevo con respecto a los documentos anteriores de índole ética. La originalidad de la encíclica consistiría sólo en el hecho de haber dado unidad orgánica a todas las enseñanzas propuestas con anterioridad.
En realidad, si se hace un análisis más atento, se descubre que hay novedades, tal vez no con respecto a la doctrina moral, pero sí con respecto al carácter oficial que brota del hecho de que son tratadas en una encíclica. Bajo este aspecto, me parece una novedad el amplio pasaje dedicado a la amenaza contra la vida que se realiza en el ámbito demográfico, sobre todo con políticas impuestas a los países pobres, pero que producen daños también en los países ricos. El Santo Padre compara esas políticas a las de antiguo faraón. «Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Éstos consideran también una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus países» (n. 16).
Aquí, en la encíclica, el Papa reafirma el discurso de Denver y lo inserta como un juicio moral con respecto a las políticas de planificación familiar: «Se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática» (n.17).
El mandamiento no matarás tiene así un alcance planetario, de acuerdo con la extensión mundial de los delitos y de las políticas contra la vida.
Otro punto que, a mi parecer, constituye una novedad, no en sentido absoluto, sino en la enseñanza oficial del Magisterio, es el relativo a la conexión que existe entre anticoncepción y aborto.
Se recuerda que los dos hechos tienen una calificación diversa desde un punto de vista ético, porque tienen un objeto moral diferente. Pero se subraya que están vinculados entre sí, no sólo desde el punto de la mentalidad que une esos dos hechos como factores contrarios a la acogida de la vida, sino también desde el punto de vista objetivo, y lo demuestra el hecho de que «la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y “vacunas” que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano» (n. 13).
Así, es nueva la consideración dentro de la defensa de la vida humana, la conexión con la conservación del ambiente, a la que ya aludimos a propósito de la relación entre naturaleza y persona.
Deseo terminar destacando una novedad muy alentadora para quien se dedica al estudio de la bioética. Entre los signos de esperanza la encíclica incluye también el desarrollo del estudio de la bioética. «Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre» (n. 27).
Los que cultivan la bioética deben dar gracias a Juan Pablo II por las muchas contribuciones de su magisterio y ahora por esta encíclica, con la que ilumina los fundamentos mismos de la bioética: la dignidad de la persona humana, también en sus fases frágiles, la relación entre naturaleza y persona, la fundamentación del juicio moral, y la relación entre ley moral y ley civil.
En definitiva, la encíclica, que concluye con una oración a María, recuerda a un mundo centrado en su horizonte terreno que el hombre no es, como los demás seres vivos, un simple momento del devenir universal, porque es capaz de devolver al mundo más de lo que recibe del mundo, y de elevarse a lo eterno.
25/08/95
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