RETRATO DE JACINTA MARTO de las memorias de la hermana Lucia

RETRATO DE JACINTA 1.Relato de la Hermana Lucia, ella la pastorcita mayor, ya religiosa, cuenta sobre Jacinta al obispo del lugar

El día 12 de septiembre de 1935 eran trasladados, desde Vila Nova de Ourém, al cementerio de Fátima, los restos mortales de Jacinta. Con esta ocasión se hicieron varias fotos al cadáver; una de las cuales, el Sr Obispo envió a la hermana Lucía, que entonces se encontraba en la Casa de Pontevedra. Agradeciendo el envío, y con fecha del día 17 de noviembre de 1935, decía Lucía, entre otras cosas: «Agradezco con gran reconocimiento las fotografías; no podría decir cuánto las aprecio, en especial la de Jacinta: hasta quería retirar de ella los paños que la cubrían para verla toda entera…, estaba toda abstraída; tal era mi alegría de volver a ver la amiga más íntima de mi infancia. Tengo la esperanza que el Señor para gloria de la Santísima Virgen le concederá la aureola de la santidad. Ella era una niña sólo en los años; en lo demás sabía ya practicar la virtud y demostrar a Dios y a la Virgen Santísima su amor por la práctica del sacrificio… ». Estos recuerdos tan vivos de Lucía sobre su primita Jacinta, indujeron al Sr. Obispo a mandarle escribir todo lo que recordase sobre ella. Y, en efecto, el escrito, comenzado en la segunda semana de diciembre, estaba terminado el día de Navidad de 1935. Es decir, en menos de quince días Lucía redactaba este escrito, que conserva una unidad perfecta y que hace una semblanza de Jacinta, y su interior, en este escrito, queda iluminado con esa luz de Fátima, que es el Corazón Inmaculado de María. El contenido de mismo escrito nos da, sobre todo, una semblanza de Jacinta, tomada de los recuerdos de Lucía. No era, por tanto, darnos una «historia» de las Apariciones. Estas aparecen como marco necesario en el que la figura de Jacinta se destaca. Y el estilo se vuelve siempre sencillo y familiar; y hasta diríamos, en ocasiones «infantil», porque el ambiente y el asunto así lo exigían. Lucía nunca perdió el sentido realista de las cosas que trataba. ma. se dirá que no sabe a qué viene todo esto. Voy a comenzar a narrar todo lo que recuerdo de la vida de Jacinta. Como no dispongo de tiempo libre, durante las horas silenciosas de trabajo, con un trozo de papel y con el lápiz escondido debajo de la costura, iré recordando y apuntando lo que los Santísimos Corazones de Jesús y María quisieran hacerme recordar. 3. Dedicatoria poética Oh tú que la tierra pasaste v

Temperamento Excmo. y Rvmo. Señor Obispo Antes de los hechos de 1917, exceptuando los lazos de familia que nos unian (8 ), ningún otro afecto particular me hacía preferir la compañía de Jacinta y Francisco, a la de cualquier otra; por el contrario, su compañía se me hacía a veces, bastante antipática, por su carácter demasiado susceptible. La menor contrariedad, que siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más ( 7 ) La Hermana Lucía nos ha dejado varias poesías, todas de sabor popular. ( 8 ) El padre de Lucía, Antonio dos Santos, y la madre de Francisco y Jacinta, Olimpia de Jesús, eran hermanos. 37 dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar. Sin embargo, ya tenía, muy buen corazón y el buen Dios le había dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo, amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano Francisco, sentían por mí una predilección especial y me buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres en el huerto. Una vez allí Jacinta escogía los juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos eran casi siempre, jugar a las chinas y a los botones, sentados a la sombra de un olivo y de dos ciruelos, sobre las losas. Debido a este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido; pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos de mi amiguita. Mis hermanas mayores eran, una tejedora y la otra costurera; pasaban los días en casa, y las vecinas pedían a mi madre poder dejar a sus hijos jugando conmigo en el patio de mis padres, bajo la vigilancia de mis hermanas, mientras ellas marchaban a trabajar al campo. Mi madre decía siempre que sí, aunque costase a mis hermanas una buena parte del tiempo. Yo era entonces la encargada de entretener a los niños y de tener cuidado para que no cayesen en un pozo que había en el patio. Tres grandes higueras resguardaban a los niños de los ardores del sol; sus ramas servían de columpio, y una vieja era hacía de comedor. Cuando en estos días venía Jacinta, con su hermano, a llamarme para ir a su retiro, les decía que no podía ir, pues mi madre me había mandado quedarme allí. Entonces los pequeños se resignaban con desagrado, y tomaban parte en los juegos. En las horas de la siesta, mi madre daba a sus hijos el catecismo, sobre todo cuando se aproximaba la cuaresma, porque –decía– no quiero quedar avergonzada cuando el Prior os pregunte la doc- 38 trina. Entonces todos aquellos niños asistían a nuestra lección de catecismo; Jacinta también estaba allí.

Delicadeza de alma Un día, uno de aquellos pequeños acusó a otro de haber dicho algunas palabras poco convenientes. Mi madre le reprendió con toda la severidad, diciéndole que aquellas cosas feas no se decían, que era pecado y que el Niño Jesús se disgustaba y mandaba al infierno a los que pecaban y no se confesaban. La peque- ñita no olvidó la lección. El primer día que asistió a la reunión de niños, dijo: – ¿No te deja ir hoy tu madre? – No. – Entonces me voy a mi patio con Francisco. – ¿Y por qué no te quedas aquí? – Mi madre no quiere que nos quedemos cuando estén éstos. Dijo que nos fuéramos a jugar a nuestro patio. No quiere que aprendamos cosas feas que son pecado y no gustan al Niño Jesús. Después me dijo muy bajo al oído: – Si tu madre te deja, ¿vendrás a mi casa? – Sí. – Entonces ve a perdírselo. Y, tomando la mano de su hermano, se fue a su casa. Como ya dije, uno de sus juegos favoritos era el de las prendas. Como V. Excia. Rvma. sabe, el que gana manda al que pierde hacer la cosa que le parezca. A ella le gustaba mandar correr detrás de las mariposas hasta cazar una y llevarla. Otras veces mandaba tomar la flor que a ella le pareciese. Un día que jugábamos en casa de mi padre, me tocó a mi mandarle a ella. Mi hermano estaba sentado junto a la mesa escribiendo. Le mandé que le diera un abrazo y un beso, pero ella respondió: – ¡Eso no! Mándame otra cosa. ¿Por qué no me mandas besar aquel Cristo que está allí? (Era un crucifijo que estaba colgado de la pared) (9 ). ( 9 ) Aún hoy puede verse este crucifijo, en la Casa de Lucía, en Aljustrel. 39 – Pues sí –le respondí–, sube encima de una silla; tráelo aquí, y de rodillas le das tres abrazos y tres besos: uno por Francisco, otro por mí y otro por ti. – A Nuestro Señor le doy todos los que quieras. – Y corrió a buscar el crucifijo. Lo besó y lo abrazó con tanta devoción, que nunca más me olvidé de aquello. Después, mira con atención al Señor y pregunta: – ¿Por qué está Nuestro Señor, así clavado en una cruz? – Porque murió por nosotros. – Cuéntame cómo fue.

3. Amor a Cristo Crucificado Mi madre, por la tarde solía contarnos cuentos. Y, entre los cuentos de hadas encantadas, princesas doradas, palomas reales, que nos contaban mi padre y hermanas mayores, nos narraba ella la historia de la Pasión, de San Juan Bautista, etc. Yo conocía, pues, la Pasión del Señor como una historia; y, como para mí no era necesario oír las historias dos veces, pues con solo oírla una vez no se me olvidaba un solo detalle, comencé a contar a mis compañeros la historia de Nuestro Señor, como yo la llamaba, con todo detalle. Cuando mi hermana (10), al pasar junto a nosotros, se dio cuenta de que teníamos el crucifijo, nos lo quitó y nos riñó, diciéndonos que no quería que tocásemos las imágenes de los santos. Jacinta, levantándose, fue junto a mi hermana y le dijo: – ¡María, no te enfades! Fui yo, pero no lo volveré a hacer. Mi hermana le hizo una caricia y nos dijo que fuésemos a jugar fuera, pues en casa no dejábamos nada quieto en su lugar. Y así nos fuimos a contar nuestra historia encima del pozo, del que ya hablé; y porque estaba escondido detrás de unos castaños, de un montón de piedras y de un matorral, lo habíamos de escoger, unos años más tarde, como celda de nuestros coloquios, de fervorosas oraciones; y, también –Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, para decirle todo– para llorar lágrimas a veces bien amargas. Mezclábamos nuestras lágrimas a sus aguas, para beberlas de nuevo de la misma fuente donde las derramábamos. ¿No sería ( 10) Maria dos Anjos, la mayor de los hermanos (†1986). 40 esta cisterna imagen de María, en cuyo Corazón secábamos nuestro llanto y bebíamos la más pura consolación? Pero, volviendo a nuestra historia: al oír contar los sufrimientos de Nuestro Señor, la pequeña se enterneció y lloró. Muchas veces, después, me pedía repertírsela. Entonces lloraba con pena y decía: – ¡Pobrecito Nuestro Señor! Yo no debo cometer ningún pecado. No quiero que Nuestro Señor sufra más.

Sensibilidad de alma A la pequeñita le gustaba ir por las noches a una era que teníamos frente a casa, a ver la maravillosa puesta de sol y después el cielo estrellado. Cuando había noche de luna se entusiasmaba. Nos desafíabamos a ver quién era capaz de contar las estrellas; decíamos que eran las candelas de los Ángeles. La luna era la de Nuestra Señora, y el sol la de Nuestro Señor. Por lo que Jacinta decía a veces: – A mí me agrada más la candela de Nuestra Señora que no quema ni ciega; y la de Nuestro Señor, sí. En verdad, el sol allí, algunos días de verano, apretaba bien fuerte; y la pequeñita como era de constitución débil, sufría mucho con el calor

Catequesis infantil Como mi hermana era celadora del Corazón de Jesús, siempre que había comunión solemne de niños, me llevaba a renovar la mía. Mi tía llevó una vez a su hija a ver la fiesta. La pequeñita se fijó en los ángeles que echaban flores. Desde ese día, de vez en cuando se separaba de nosotros, cuando jugábamos; tomaba una brazada de flores y venía a tirármela. – Jacinta, ¿por qué haces eso? – Hago como los angelitos: te echo flores. Mi hermana tenía la costumbre, en una fiesta anual que debía de ser la del Corpus Christi, de vestir algunos angelitos, para que fuesen al lado del palio, en la procesión, echando flores. Como yo era siempre una de las designadas, una vez, cuando mi hermana 41 me probó el vestido, conté a Jacinta la fiesta que se aproximaba y cómo yo iría a echar flores a Jesús. La pequeñita me pidió entonces que intercediese ante mi hermana, para que la dejase a ella también. Mi hermana dijo que sí. Le probó también un vestido, y en el ensayo, nos dijo cómo deberíamos echar las flores al Niño Jesús. Jacinta le preguntó: – ¿Y nosotras le veremos? – Sí –le respondió mi hermana–, lo lleva el señor Prior. Jacinta estaba muy contenta y preguntaba continuamente si faltaba mucho para la fiesta. Llegó por fin el ansiado día, y la pequeña estaba loca de contento. Nos colocaron a las dos al lado del altar, y durante la procesión al lado del palio, cada una con su cesto de flores. En los sitios señalados por mi hermana, yo tiraba a Jesús mis flores. Jacinta estuvo todo el tiempo pendiente del Prior y por muchas señales que le hice, no conseguí que echase ni una sola flor; miraba continuamente al Sr. Prior, y nada más. Al terminar la función mi hermana nos sacó de la iglesia y preguntó: – Jacinta, ¿por qué no echaste las flores a Jesús? – Porque no lo vi. Después, me preguntó: – ¿Tu viste al Niño Jesús? – No. ¿Pero tú no sabes que el Niño Jesús no se ve, porque está escondido en la Hostia que recibimos cuando comulgamos? – ¿Y tú, cuando comulgas, hablas con El? – Sí. – ¿Y por qué no lo ves? – Porque está escondido. – Voy a pedir a mi madre que me deje ir también a comulgar. – El señor Prior no te la dará, sin tener los diez años. – Pero tú, aún no los tienes y ya comulgaste. – Porque sabía toda la doctrina y tú aún no la sabes. Me pidieron entonces que se la enseñase. Así me constituí en catequista de mis dos compañeros, que aprendían con un entusiasmo único. Cuando yo era preguntada, respondía a todo; pero, al enseñar, me acordaba de pocas cosas; por lo que Jacinta me dijo una vez: – Enséñanos más cosas porque esas ya las sabemos. Les confesé que no las sabía sino cuando me las preguntaban, y añadí: 42 – Pide permiso a tu madre para ir a la iglesia y así aprenderás más. Los dos pequeñitos que deseaban recibir a Jesús escondido, como ellos decían, fueron a hacer la petición a su madre. Mi tía aunque dijo que sí, los dejaba ir muy pocas veces, luego iban muy poco, pues decía que la iglesia estaba bastante lejos y que eran muy pequeñitos para comulgar; el Prior no le daría la Sagrada Comunión hasta después de los diez años (11). Jacinta continuamente me hacía preguntas sobre Jesús escondido. Recuerdo que un día me preguntó: – ¿Cómo es que tantas personas reciben al mismo tiempo a Jesús escondido? ¿Es un bocadito para cada uno? – No ¿no ves que son muchas formas y en cada forma hay un niño? ¡Cuántos disparates le habré dicho!

Jacinta, la pastorcita Entretanto, Señor Obispo, llegué a la edad en que mi madre mandaba a sus hijos a guardar el rebaño. Mi hermana Carolina (12) había cumplido trece años y era necesario que se pusiera a trabajar; por ello, mi madre me entregó el cuidado del rebaño. Di la noticia a mis compañeros y les dije que ya no podría jugar más con ellos. Ellos, como no les gustaba separarse, fueron a pedirle a su madre que les dejase venir conmigo, pero les fue negado. Tuvieron que aguantarse, aunque ellos venían casi todos los días, al anochecer, a esperarme al camino, y desde allí, marchábamos a la era; dábamos algunas corridas, mientras esperábamos que Nuestra Señora y los Angeles encediesen sus candelas y las asomasen a las ventanas para alumbrarnos, como decíamos. Cuando no había luna, decíamos que la lámpara de Nuestra Señora no tenía aceite. A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por ello, pedían continuamente a su madre, que les dejase, también a ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas ( 11) Jacinta había nacido el dia 11 de marzo de 1910. Tenía, por lo tanto, en mayo de 1917, siete años y dos meses. ( 12) Carolina era la que antecedía en edad a Lucía. Falleció en 1994. 43 súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia, y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros reba- ños. Cada uno abriría el suyo a la hora que lo mandase su madre; el primero esperaría al otro en el Barreiro. (Así llamábamos a una pequeña laguna que había en el fondo de la sierra). Una vez juntos, decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices y contentos, como si fuésemos a una fiesta. Aquí tenemos, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, a Jacinta, en su nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María. Jacinta decía a veces, el Ave María entero, repitiendo la palabra siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco. Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos –de los que, infelizmente, sabíamos bastantes–, Jacinta prefería: «Salve, nobre Padroeira», «Virgem Pura», «Anjos cantai comigo». Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial. Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezá- ramos el Rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de ojos, como se suele decir, teníamos rezado el Rosario. A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos, sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche, traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen. Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño. – Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? – pregunté. – Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa que me dieron-

Primera Aparición He aquí, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, poco más o menos, cómo pasaron los siete años que tenía Jacinta cuando apareció hermoso y risueño, como tantos otros, el día 13 de mayo de 1917. Escogimos este día, por casualidad –si es que en los designios de la Divina Providencia existe la casualidad–, para apacentar nuestro rebaño, la propiedad perteneciente a mis padres, llamada: Cova de Iría. Determinamos como de costumbre el lugar de apacentar, junto al Barreiro, del que ya hablé a V. Excia. Rvma. Tuvimos, por eso, que atravesar el erial, lo que nos hizo el camino doblemente largo. Por ello fuimos muy despacio, para que las ovejas fuesen pastando por el camino; y así, llegamos casi al mediodía. No me detengo ahora a contar lo que pasó en este día, porque V. Excia. Rvma. ya lo sabe todo, y sería perder tiempo. Como perderlo me parece, a no ser por obedecer, con todo lo que estoy escribiendo; yo no veo qué utilidad puede sacar de aquí V. Excia. Rvdma., a no ser el conocimiento de la inocencia de vida de esta alma. Antes de comenzar a contar a V. Excia. Rvma. lo que recuerdo del nuevo periodo de la vida de Jacinta, debo decir que hay algunas cosas, en las manifestaciones de Nuestra Señora, que habíamos convenido no decirlas; y tal vez ahora me vea obligada a decir algo de ello, para aclarar dónde fue Jacinta a beber tanto amor a Jesús, al sufrimiento y a los pecadores, por la salvación de los cuales tanto se santificó. V. Excia. Rvma. sabe bien que fue ella, quien no pudiendo contener para sí tanta alegría, quebrantó nuestro contrato de no decir nada a nadie. Cuando, aquella misma tarde, embebidos por la sorpresa, permanecíamos pensativos, Jacinta de vez en cuando exclamaba con entusiasmo: – ¡Ay qué Señora tan bonita! – Estoy viendo – le dije – que lo vas a decir a alguien. – No lo diré, no; estáte tranquila. Al día siguiente cuando su hermano corrió a darme la noticia de que la noche anterior lo había dicho en casa, ella escuchó la acusación en silencio. –¿Ves cómo yo sabía que lo ibas a decir? – le dije. 45 – Yo tenía dentro de mí una cosa que no me dejaba estar callada – respondió con lágrimas en los ojos. – Bueno, ahora no llores, y en lo sucesivo no digas a nadie nada de lo que esa Señora nos dijo. – Yo ya lo he dicho. – ¿Qué dijiste? – Dije que esa Señora prometió que nos llevaría al Cielo. – ¿Y enseguida fuiste a contar eso? – Perdóname; ya no diré nada a na

Meditación sobre el infierno Cuando llegamos ese día con nuestras ovejas al lugar escogido para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra. – Jacinta ven a jugar. – Hoy no quiero jugar. – ¿Por qué no quieres jugar? – Porque estoy pensando que aquella Señora nos dijo que rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario, tenemos que rezar las Avemarías y el Padrenuestro entero. ¿Y qué sacrificios podemos hacer? Francisco penso enseguida en un sacrificio: – Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el sacrificio de no comer. En poco tiempo, habíamos repartido nuestro zurrón entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más riguroso que el de los más austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en su piedra, y preguntó: – Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al infierno. ¿Pero qué es el infierno? – Es una cueva de bichos y una hoguera muy grande (así me lo explicaba mi madre), y allá van los que hacen pecados y no se confiesan; y permanecen allí siempre ardiendo. – Y ¿nunca más salen de allí? – No. – ¿Ni después de muchos, muchos años? – No, el infierno nunca se termina. – Y ¿el Cielo tampoco acaba? 46 – Quien va al Cielo nunca más sale de allí. – Y ¿el que va al infierno tampoco? – ¿No ves que son eternos; que nunca se acaban? Hicimos por primera vez en aquella ocasión, la meditación del infierno y de la eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad, que, a veces, jugando preguntaba: – Pero, oye, ¿después de muchos, muchos años, el infierno no se acaba? Y, otras veces: – ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren? ¿Y no se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por los pecadores, el Señor los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios también? ¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por ellos. Después añadía: – ¡Qué buena es aquella Señora! ¡Y nos prometió llevarnos al Cielo!

Amor a los pecadores Jacinta, tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos niños, hijos de dos familias de Moita (13), que pedían de puerta en puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas. Jacinta, cuando los vio, nos dijo: – ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores? Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre. Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante verdes, sin embargo le dije que podíamos comer de ellas. Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso manjar. Jacinta, tomó esto por uno de sus sacrificios habituales; cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos. Le dije un día: – Jacinta, no comas eso, que amarga mucho. (13) Pequeña población, al norte de la Cova de Iría, de la feligresía de Fátima. 47 – Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores. No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a los niños nuestra comida, siempre que los encontrásemos y las pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos, corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta satisfacción como si no nos hiciese falta. Nuestro sustento era entonces: piñones, raíces de campánulas (es una florecita amarilla que tiene en la raíz una bolita del tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos de las raíces de los pinos, que no recuerdo como se llamaban, y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de nuestros padres. Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, uno de nuestros vecinos ofreció a mi madre un campo donde apacentar nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo. La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se resistía más. Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que bebiese: – No quiero – respondió. – ¿Por qué? – Quiero sufrir por la conversión de los pecadores. – Bebe tú, Jacinta. – ¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores! 48 Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, para que la bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña. El calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural: – Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto la cabeza! Entonces Francisco le preguntó: – ¿No quieres sufrir esto por los pecadores? – Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando la cabeza entre las manos.

Resistencia de la familia Entre tanto, la noticia del acontecimiento se había extendido. Mi madre empezaba a afligirse y quería a toda costa que yo dijera que era mentira lo que había dicho. Un día, antes de salir con el rebaño, quiso obligarme a decir que había mentido, no escatimó para ello, ni el cariño, ni las amenazas, ni la escoba. No consiguiendo obtener otra cosa que mi silencio, o la confirmación de lo que yo había dicho, me mandó abrir el rebaño, diciéndome que pensase bien durante el día que, si nunca había consentido una mentira a sus hijos, mucho menos iba a consentir ahora una de aquella especie; que, por la noche, me obligaría ir a ver a aquellas personas que había engañado para confesar que había mentido y pedir perdón. Me fui con mis ovejas; mis compañeros en ese día ya me esperaban. Al verme llorar, acudieron a preguntarme la causa. Les contesté lo que me había pasado y añadí: – Ahora, decidme lo que voy a hacer; mi madre quiere que diga que he mentido. Y ¿cómo voy a decirlo? Entonces, Francisco le dijo a Jacinta: – ¿Ves? Tú eres quien tiene la culpa. ¿Para qué lo dijiste? La pobre niña, se puso de rodillas, con las manos juntas pidiéndonos perdón. – Hice mal –decía llorando– pero nunca diré ya nada a nadie. Ahora preguntará V. Excia. que quién le enseñó a hacer este acto de humildad. No lo sé. Tal vez el hecho de haber visto a sus 49 hermanos pedir perdón a sus padres la víspera de la comunión; o porque fue a Jacinta, según me parece, a la que la Santísima Virgen comunicó mayor abundancia de gracias y conocimiento de Dios y de las virtudes. Cuando algún tiempo después, el señor Prior (14) nos mandó llamar para interrogarnos, Jacinta bajó la cabeza y con dificultad consiguió su reverencia obtener de ella dos o tres palabras. Cuando nos marchamos después, le pregunté: – ¿Por qué no querías responder al señor Prior? – Porque te prometí que no diría nada a nadie. Un día preguntó: – ¿Por qué no podemos decir que aquella Señora nos dijo que hiciésemos sacrificios por los pecadores? – Para que no nos pregunten qué sacrificios hacemos. Mi madre se afligía cada vez más con la marcha de los acontecimientos. Por lo que se esforzaba más aún en obligarme a decir que había mentido. Un día se levantó por la mañana y me dijo que iba a llevarme a casa del señor Prior: – Cuando lleguemos, ponte de rodillas, le dices que has mentido y pides perdón. Al pasar por casa de mi tía, mi madre entró unos minutos. Aproveché esta ocasión para contar a Jacinta lo que ocurría. Al verme afligida, dejó caer algunas lágrimas y me dijo: – Me voy a levantar y voy a llamar a Francisco; iremos a tu pozo a rezar. Cuando vuelvas, ve allá enseguida. A la vuelta, corrí al pozo y allí estaban los dos rezando. Cuando me vieron, Jacinta corrió a abrazarme preguntándome qué había pasado. Se lo conté. Después, me dijo: – ¿Ves? No debemos tener miedo de nada. Aquella Señora nos ayuda siempre. Es nuestra amiga. Desde que Nuestra Señora nos enseñara a ofrecer a Jesús nuestros sacrificios, siempre que pensábamos hacer algunos, o que teníamos que sufrir alguna prueba, Jacinta preguntaba: – ¿Le has dicho ya a Jesús que es por su amor? Si le decía que no… – Entonces lo diré yo. ( 14) El primer interrogatorio del Párroco, P. Manuel Marques Ferreira, fue hecho a fines ya de mayo de 1917. 50 Y, juntando las manos y levantado los ojos al cielo, decía: – ¡Oh Jesús! es por tu amor y por la conversión de los pecadores.

Amor al Santo Padre Fueron a interrogarnos dos sacerdotes, que nos recomendaron que rezásemos por el Santo Padre. Jacinta preguntó que quién era el Santo Padre; y los buenos sacerdotes nos explicaron quién era y cómo necesitaba mucho de oraciones. En Jacinta arraigó tanto el amor al Santo Padre, que siempre que ofrecía un sacrificio a Jesús, añadía: “Y por el Santo Padre”. Al final del Rosario, rezaba siempre tres avemarías por el Santo Padre; y algunas veces decía: – ¡Quién me diera ver al Santo Padre! ¡Viene aquí tanta gente y el Santo Padre no viene nunca! (15). En su inocencia de niña, creía que el Santo Padre podía hacer este viaje como las otras personas. Un día, mi padre y mi tío (16) fueron avisados para que nos llevasen al día siguiente a la Administración del Concejo (17). Mi tío dijo que no llevaba a sus hijos, porque, decía: – No tengo por qué llevar a un tribunal a dos criaturas que no son responsables de sus actos; además ellos no aguantan a pie el camino hasta Vila Nova de Ourém. Voy a ver lo que ellos quieren. Mi padre pensaba de otra manera: – A la mía, la llevo: que se las arregle con ellos; que yo de estas cosas no entiendo nada. Aprovecharon entonces la ocasión para meternos todo el miedo posible. Al día siguiente, al pasar por casa de mi tío, mi padre le esperó un momento. Corrí a la cama de Jacinta a decirle adiós. En la duda de no volver a vernos, la abracé y la pobre niña me dijo llorando: ( 15) Pablo Vl fué como peregrino a Fátima, el día 13 de mayo de 1967. Juan Pablo II visitó también Fátima, el 13 de mayo de 1982, de 1991 y de 2000. ( 16) Su padre, Antonio dos Santos (†31.VII.1919). Su tio y padre de Francisco y Jacinta, Manuel Pedro Marto (†1957). ( 17) El Administrador, Arturo de Oliveira Santos (†1955). 51 – Si ellos te matan, les dices que Francisco y yo somos también como tú, y que queremos morir contigo. Y yo voy ahora con Francisco al pozo a rezar mucho por ti. Cuando por la noche volví, corrí al pozo; y allí estaban los dos de rodillas echados sobre el brocal, con la cabecita entre las manos, llorando. Cuando me vieron, quedaron sorprendidos: – ¿Tú, estás aquí? Vino tu hermana a buscar agua y nos dijo que ya te habían matado. ¡Hemos rezado y llorado tanto por ti…!

En la prisión de Ourém Cuando, pasado algún tiempo estuvimos presos, a Jacinta lo que más le costaba era el abandono de los padres; y decía corriéndole las lágrimas por las mejillas: – Ni tus padres ni los míos vienen a vernos; ¡no les importamos nada! – No llores –le dice Francisco–; ofrezcámoslo a Jesús por los pecadores. Y levantando los ojos y las manos al cielo hizo él el ofrecimiento. – ¡Oh mi Jesús, es por tu amor y por la conversión de los pecadores! Jacinta añadió: – Y también por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María. Cuando después de habernos separado, volvieron a juntarnos en una sala de la cárcel, diciendo que dentro de poco nos iban a buscar para freírnos, Jacinta se acercó a una ventana que daba a la feria de ganado. Pensé al principio que estaría distrayéndose; pero enseguida vi que lloraba. Fui a buscarla y le pregunté por qué lloraba; respondió: – Porque vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres, ni a nuestras madres. Y, con lágrimas, decía: – Al menos yo quería ver a mi madre. – Entonces, ¿tú no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores? – Quiero, quiero. Y con las lágrimas bañándole la cara, las manos y los ojos levantados al cielo, hizo el ofrecimiento: 52 –¡Oh mi Jesús! Es por tu amor, por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María. Los presos que presenciaban esta escena querían consolarnos. – Pero –decían– todo lo que tenéis que hacer es decir al señor Administrador ese secreto. ¿Qué os importa que esa Señora no quiera? – Eso, nunca –respondió Jacinta con viveza– ; prefiero morir. 13. El Rosario en la prisión. Determinamos entonces rezar nuestro Rosario. Jacinta sacó una medalla que llevaba al cuello, y pidió a un preso que la colgara de un clavo que había en la pared y, de rodillas delante de la medalla, comenzamos a rezar. Los presos rezaban con nosotros, si es que sabían rezar; al menos, se pusieron de rodillas. Terminado el Rosario, Jacinta volvió a la ventana a llorar. Jacinta, ¿entonces, tú no quieres ofrecer este sacrificio al Se- ñor? – le pregunté. – Quiero, pero me acuerdo mucho de mi madre y lloro sin querer. Como la Santísima Virgen nos había dicho también que ofreciésemos nuestras oraciones y sacrificios en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, quisimos combinarnos escogiendo cada uno una intención. Uno lo ofreció por los pecadores, otro por el Santo Padre, y otro en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María. Puestos de acuerdo, pregunté a Jacinta cuál era la intención por la que lo ofrecía ella: – Yo lo ofrezco por todas, porque todas me agradan mucho.

Su afición por el baile Entre los presos, había uno que sabía tocar el acordeón; y, para distraernos un poco, comenzaron a tocar y cantar. Nos preguntaron si sabíamos bailar; dijimos que sabíamos el «fandango» y la «vira». 53 Jacinta, fue entonces la compañera de un pobre ladrón, que, viéndola tan pequeña, terminó bailando con ella en los brazos. ¡Ojalá Nuestra Señora haya tenido compansión de su alma y lo haya convertido! Ahora dirá V. Excia. – ¡Qué bellas disposiciones para el martirio! Es verdad; pero éramos niños y apenas pensábamos; Jacinta tenía para el baile una inclinación especial y mucho arte. Me acuerdo que un día lloraba por uno de sus hermanos que estaba en la guerra y creía muerto. Para distraerla empecé a bailar con dos de sus hermanos; y la pobre criatura comenzó a bailar y al mismo tiempo a limpiarse las lágrimas que le corrían por la cara. Sin embargo, a pesar de esta inclinación que tenía por el baile, – a veces le bastaba oír cualquier instrumento que tocaban los otros pastores, para ponerse a bailar aunque fuera sola– cuando se aproximó el día de S. Juan o el carnaval, ella misma nos dijo: – Yo, ahora ya no bailo más. – ¿Por qué? – Porque quiero ofrecer este sacrificio al Señor. Y como éramos los cabecillas de los bailes de los niños, finalizaron los bailes que se acostumbraban a hacer en estas ocasiones.

1 Oraciones y sacrificios  Mi tía, cansada de tener que mandar continuamente a buscar a sus hijos para satisfacer los deseos de las personas que querían hablar con ellos, mandó que llevara a pastar el rebaño su hijo Juan (18). A Jacinta le costó mucho esta orden por dos motivos: porque tenía que hablar con toda la gente que la buscaba y por no poder estar todo el día conmigo. Sin embargo tuvo que resignarse. Y, para ocultarse de las personas que la buscaban, solía esconderse con su hermano en una cueva formada por unas rocas, situadas en la ( 18) Juan Marto, hermano de Francisco y de Jacinta (†28.IV.2000), 54 falda de un monte que había frente a nuestro pueblo (19); tiene encima un molino de viento. La roca queda en la falda que da al naciente; y está tan bien dispuesta, que nos resguardaba perfectamente de la lluvia y de los rayos calurosos del sol. Además, la ocultaban numerosos olivos y robles. ¡Cúantas oraciones y sacrificios ofreció ella allí a nuestro buen Dios! En la falda de aquel monte había muchas y variadas flores. Entre ellas había innumerables lirios que le gustaban mucho; y siempre que por la noche salía a esperarme al camino, me traía un lirio y cuando no lo había, otra flor cualquiera. Disfrutaba mucho cuando me encontraba; entonces, la deshojaba y me tiraba los pétalos. Mi madre se conformó con indicarme los sitios donde debía pastorear, y así sabía dónde estaba para mandarme llamar cuando fuera preciso. Cuando estaba cerca, avisaba a mis compañeros, que enseguida iban allí. Jacinta corría hasta estar cerca de mí. Después, cansada, se sentaba y me llamaba; no callándose hasta que yo le respondía e iba a su encuentro.  La molestia de los interrogatorios Mi madre, cansada de ver cómo mi hermana perdía el tiempo por ir a buscarme continuamente y a quedarse en mi lugar con el rebaño, determinó venderlo, y, de acuerdo con mi tía, nos mandaron ir a la escuela. A Jacinta le gustaba, durante el recreo, ir a hacer algunas visitas al Santísimo; pero decía: – Parece que lo adivinan; en cuanto entra uno en la iglesia, hay mucha gente que quiere hacernos preguntas y a mí me gustaría estar mucho tiempo sola, hablando con Jesús escondido; pero ¡no me dejan! Era verdad, aquella gente sencilla de la aldea no nos dejaba. Nos referían con sencillez, todas sus necesidades y problemas. Jacinta se entristecía, sobre todo si se trataba de algún pecador; entonces decía: (19) La concavidad, formada por esas rocas, llámase «Loca do Cabeço»; fue identificada por la Hermana Lucía, en su primera visita a los lugares después de su salida en 1921, el día 20 de mayo de 1946. 55 – Tenemos que rezar y ofrecer muchos sacrificios al Señor para que lo convierta y así no vaya al infierno, pobrecito. Ahora puedo contar un hecho que muestra todo lo que hacía Jacinta por huir de las personas que la buscaban. Un día, cuando íbamos ya por la mitad del camino de Fátima, vemos que, de un automóvil, se baja un grupo de señoras y algunos caballeros. Sabíamos sin duda que nos buscaban, y no podíamos huir sin que se dieran cuenta; seguimos adelante con la esperanza de no ser conocidos. Al llegar junto a nosotros las señoras nos preguntaron si conocíamos a los pastorcillos a los cuales se les había aparecido Nuestra Señora. Les respondimos que sí; y como querían saber dónde vivían, les dimos toda clase de explicaciones para que llegasen bien a casa y corrimos a escondernos en el campo, en un zarzal. Jacinta, contenta con el resultado de la experiencia, decía: – Hemos de hacer esto siempre que no nos conozcan. 3. El Padre Cruz Un día fue el señor doctor Cruz de Lisboa (20), a interrogarnos; después de su interrogatorio, nos pidió que le mostrásemos el lugar donde se nos había aparecido Nuestra Señora. Por el camino ibamos cada uno al lado de su reverencia, que iba montado en un burro tan pequeño que casi arrastaba los pies por el suelo. Nos fue enseñando una letanía de jaculatorias, de las cuales Jacinta escogió dos, que después no dejaría de repetir: “¡Dulce Corazón de María, sed la salvación mía!” Un día, durante su enfermedad, me dijo: – ¡Me agrada tanto decirle a Jesús que le amo! Cuando lo digo muchas veces parece como si tuviera fuego en el pecho, pero no me quema. Otras veces decía: – Me encantan tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora, que no me canso de decirles que les amo. (20) P. Francisco Rodrigues da

Gracias alcanzadas por Jacinta Había en nuestro pueblo una mujer que nos insultaba siempre que nos veía. Nos la encontramos cuando salía de la taberna; y la pobre, como no estaba en sí, no se conformó esta vez solamente con insultarnos. Cuando terminó su tarea, Jacinta me dijo: – Tenemos que pedir a Nuestra Señora y ofrecer sacrificios por la conversión de esta mujer; dice tantos pecados, que, como no se confiese, va a ir al infierno. Unos días después pasábamos corriendo por delante de la casa de esta mujer. De repente, Jacinta se detiene y, volviéndose atrás, pregunta: – Oye. ¿Es mañana cuando vamos a ver a esa mujer? – Sí. – Entonces, no juguemos más; hacemos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Y, sin pensar que alguien la podia ver, levanta las manos y los ojos al cielo, y hace el ofrecimiento. La mujercita estaba espiando por el postigo de casa; después dijo a mi madre que le había impresionado tanto aquella acción de Jacinta, que no necesitaba más prueba para creer en la realidad de los hechos. Desde entonces no sólo dejó de insultarnos, sino que también nos pedía continuamente que intercediésemos por ella a Nuestra Señora, para que le perdonase sus pecados. Nos encontró un día una pobre mujer, y, llorando, se puso de rodillas delante de Jacinta, pidiendo que consiguiese de Nuestra Señora ser sanada de una terrible enfermedad. Jacinta, al verla de rodillas, se afligió y le cogió las manos trémulas, para que se levantase. Pero viendo que no lo conseguía, se arrodilló también y rezó con la mujer tres avemarías. Después le pidió que se levantara, que Nuestra Señora había de curarla; y no dejó de rezar nunca por ella, hasta que, pasado algún tiempo, volvió a aparecer para agradecer a Nuestra Señora su curación. En otra ocasión fue un soldado al que encontramos llorando como un niño; había recibido orden de partir a la guerra y dejaba a su mujer enferma en la cama con tres hijos pequeños. El pedía, o la salud de la mujer, o bien la anulación de la orden. Jacinta le invitó a rezar con ella el Rosario. Después le dijo: 57 – No llore; Nuestra Señora es tan buena, que seguro que le concede la gracia que le pide. Y no se olvidó jamás de su soldado. Al final del Rosario, siempre rezaba un avemaría por el soldado. Pasados algunos meses, apareció con su esposa y sus tres hijos para agradecer a Nuestra Señora las dos gracias recibidas. A causa de unas fiebres que le habían dado la víspera de la partida, quedó libre del servicio militar; y su esposa, decía él, fue curada milagrosamente por intercesión de Nuestra Señora.

 Nuevos sacrificios Un día nos dijeron que vendría un sacerdote santo a interrogarnos, y que adivinaba lo que pasaba en el interior de cada uno, por lo que descubriría si era o no cierto lo que decíamos. Entonces Jacinta llena de alegría decía: – ¿Cuándo llegará ese Señor Padre que adivina? Si adivina, ha de saber bien que lo que decimos es verdad. Jugábamos un día sobre el pozo ya mencionado; la madre de Jacinta tenía allí, lindando, una viña. Cortó algunos racimos y nos los trajo, para que nos los comiésemos; pero Jacinta no se olvidaba de sus pecadores nunca: – No los comamos –nos dijo–, y ofrezcamos este sacrificio por los pecadores. Enseguida corrió a llevar las uvas a unos niños que jugaban en la calle. A la vuelta venía radiante de alegría; aquellos niños que jugaban, eran nuestros antiguos pobrecitos. Otra vez, mi tía nos fue a llamar para que comiésemos unos higos que habían traído y que, en realidad, abrían el apetito a cualquiera; Jacinta se sentó con nosotros, satisfecha, ante la cesta y cogió uno para empezar a comer, pero de repente, acordándose, dijo: – ¡Es verdad!, hoy aún no hemos hecho ningún sacrificio por los pecadores. Tenemos que hacer éste. Puso el higo en la cesta, hizo el ofrecimiento, y nos fuimos dejando allí los higos, para convertir a los pecadores. Jacinta repetía con frecuencia estos sacrificios, pero no me detengo a contar más, porque no acabaría nunca. 58 I

Visión del infierno » que ella se impresionaba muchísimo con algunas de las cosas reveladas en el secreto. Ciertamente, así era. Al tener la visión del infierno, se horrorizó de tal manera, que todas las penitencias y mortificaciones le parecían nada para salvar de allí a algunas almas.Bien; ahora respondo yo al segundo punto de interrogación que, de muchos sitios, hasta aquí me han llegado. ¿Cómo es que Jacinta, siendo tan pequeñita, se dejó poseer y llegó a comprender tan gran espíritu de mortificación y penitencia? Me parece a mí que fue debido: primero, a una gracia especialísima que Dios, por medio del Inmaculado Corazón de María, le concedió; segundo, viendo el infierno y las desgracias de las almas que allí padecen. Algunas personas, incluso piadosas, no quieren hablar a los niños pequeños sobre el infierno, para no asustarlos; sin embargo Dios no dudó en mostrarlo a tres y una de ellas contando apenas seis años; y Él bien sabía que había de horrorizarse hasta el punto de, casi me atrevería a decir, morirse de susto. Con frecuencia se sentaba en el suelo o en alguna piedra y, pensativa, comenzaba a decir: – ¡El infierno! ¡El infierno! ¡qué pena tengo de las almas que van al infierno! ¡Y las personas que, estando allí vivas, arden como la leña en el fuego! Y, asustada, se ponía de rodillas, y con las manos juntas, rezaba las oraciones que Nuestra Señora nos había enseñado: – ¡Oh Jesús mío, perdónamos, líbranos del fuego del infierno, lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a aquellas que más lo necesitan! Ahora, Exmo. y Rvmo. Señor Obispo, ya V. Excia. Rvma. comprenderá por qué a mí me daba la impresión de que las últimas palabras de esta oración, se referían a las almas que se encuentran en mayor peligro, o más inminente, de condenación. Y permanecía así, durante largo tiempo, de rodillas, repitiendo la misma oración. De vez en cuando me llamaba a mí o a su hermano (como si despertara de un sueño): – Francisco, Francisco, ¿vosotros rezáis conmigo? Es preciso rezar mucho, para librar a las almas del infierno. ¡Van para allá tantas! ¡tantas! Otras veces preguntaba: – ¿Por qué Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? ¡Si ellos lo vieran, no pecarían para no ir allá! Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente (referíase a los que se encontraban en Cova de Iría en el momento de la aparición). Verás cómo se convierten. Después, medio descontenta, me preguntaba: – ¿Por qué no dijiste a Nuestra Señora que mostrase el infierno a aquella gente? – Lo olvidé – respondí. – También yo lo he olvidado – decía ella con aire triste. Algunas veces, preguntaba todavía: – ¿Qué pecados son los que esa gente hace para ir al infierno? – No sé. Tal vez el pecado de no ir a Misa los Domingos, de robar, el decir palabras feas, maldecir, jurar. – ¿Y sólo así por una palabra van al infierno? – ¡Claro! Es pecado… – ¡Qué trabajo les costaría el estar callados e ir a Misa! ¡Qué lástima me dan los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno! Algunas veces, de una manera repentina, se agarraba a mí y me decía: – Yo voy al Cielo; pero tú te quedas aquí; si Nuestra Señora te lo permitiera, di a todo el mundo cómo es el infierno, para que no cometan pecados y no vayan allá. Otras veces, después de estar un poco de tiempo pensando, decía: – ¡Tanta gente que va al infierno! ¡Tanta gente en el infierno! Para tranquilizarla, yo le decía: – No tengas miedo. Tú irás al Cielo. – Voy, voy –decía con paz–, pero yo quisiera que todas aquellas gentes fueran también para allá. Cuando ella, por mortificarse, no quería comer, yo le decía: – ¡Jacinta!, anda, ahora come. – No. Ofrezco este sacrificio por los pecadores que comen más de la cuenta. Cuando durante la enfermedad iba algún día a Misa, le decía: – Jacinta, ¡no vengas! Tú no puedes. ¡Hoy no es domingo! – ¡No importa! Voy por los pecadores que no van ni los domingos. Si alguna vez oía algunas de esas palabras, que alguna gente hacía alarde de pronunciar, se cubría la cara con las manos y decía: – ¡Dios mío! ¿No sabrán estas gentes que por pronunciar estas cosas pueden ir al infierno? Jesús mío, perdónalas y conviértelas. Cierto es que no saben que con esto ofenden a Dios. ¡Qué lástima, Jesús mío! Yo rezo por ellos.  Y ella repetía la oración enseñada por Nuestra Señora: – ¡Oh, Jesús mío, perdónanos! etc.

ENFERMAD Y MUERTE DE JACINTA 1. Jacinta, cuando fue a los hospitales de Vila Nova de Ourém y de Lisboa, sabía que no iba para sanar sino para sufrir. Mucho antes de que nadie hablase de su ingreso en el hospital de Vila Nova de Ourém me dijo ella un día: – Nuestra Señora quiere que yo vaya a dos hospitales; pero no es para curarme, es para sufrir más por amor a Nuestro Señor y por los pecadores. Las palabras exactas de Nuestra Señora, en estas apariciones a ella sola, no las sé, porque nunca las pregunté. Me limitaba a escuchar sólo estas frases sueltas que ella me decía. Jacinta, víctima de la gripe epidémica Pasaban así los días de Jacinta, cuando nuestro Señor le mandó la neumonía que la postró en cama, con su hermano (21). En las vísperas de la enfermedad decía: – ¡Me duele tanto la cabeza y tengo tanta sed! Pero no quiero beber para sufrir por los pecadores. Todo el tiempo que me quedaba libre de la escuela y de alguna otra cosa que me mandasen hacer, iba junto a ellos. Un día, cuando pasaba hacia la escuela, me dijo Jacinta: – Oye, dile a Jesús escondido que le recuerdo mucho y le amo mucho. Otras veces decía: – Dile a Jesús que le mando muchos saludos. Cuando iba primero a su cuarto, me decía: – Vete a ver a Francisco; yo hago el sacrificio de quedarme aquí sola. Un día su madre le llevó una taza de leche y le dijo que la tomara. – No quiero, madre mía – respondió, apartando la taza con las manos. Mi tía insistió un poco, y después se retiró diciendo: – No sé cómo hacerle tomar alguna cosa con tan poco apetito. Después que quedamos solas, le pregunté: – ¿Por qué desobedeces a tu madre y no ofreces este sacrificio al Señor? Dejando caer algunas lágrimas, que tuve la dicha de limpiar, dijo: – ¡Ahora no me acordé! Llamó a su madre y, pidiéndole perdón, le dijo que tomaría todo cuanto ella quisiera. La madre le trajo la taza de leche y la tomó sin mostrar la más leve repugnancia. Después me dijo: – ¡Si tú supieses cuánto me cuesta tomarla! En otra ocasión me dijo: (21) Casi toda la familia –menos el padre– cae enferma de la peste, a fines de octubre de 1918. 59 – Cada vez me cuesta más trabajo tomar la leche y los caldos; pero lo hago sin decir nada, por amor a Nuestro Señor y al Inmaculado Corazón de María, nuestra Madrecita del Cielo. – ¿Estás mejor?, Ie pregunté un día. – Ya sabes que no mejoro. Y añadió: – ¡Tengo tantos dolores en el pecho!, pero no digo nada; sufro por la conversión de los pecadores. Cuando un día llegué junto a ella me preguntó: – ¿Has hecho hoy muchos sacrificios? Yo he hecho muchos. Mi madre ha salido, y yo quise ir muchas veces a visitar a Francisco y no fui

Visitas de Nuestra Señora Por entonces, se recuperó un poco; y a veces se levantaba y se sentaba en la cama de su hermano. Un dia me mandó llamar, para que fuese junto a ella deprisa. Allí fui corriendo, y me dijo: – Nuestra Señora. ha venido a vernos, y ha dicho que muy pronto vendrá a buscar a Francisco para llevárselo al Cielo. A mí me preguntó si todavía quería convertir más pecadores. Le dije que sí. Y me contestó que iría a un hospital, y que allí sufriría mucho, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María y por amor a Jesús. Le pregunté si tú vendrías conmigo. Dijo que no. Esto es lo que más me cuesta. Dijo que iría mi madre a llevarme y después quedaría allí solita. Quedó un rato pensativa y añadió: – ¡Si tú fueses conmigo! Lo que más me cuesta es ir sin ti. Tal vez, el hospital es una casa muy oscura donde no se ve nada y yo estaré alli, sufriendo sola. Pero no importa; sufro por amor al Se- ñor, para reparar al Inmaculado Corazón de María, por la conversión de los pecadores y por el Santo Padre. Cuando llegó el momento de partir para el Cielo su hermanito ( 22), ella le hizo sus recomendaciones: – Da muchos saludos míos a Nuestro Señor y Nuestra Señora; y diles que sufriré todo lo que ellos quieran para convertir a los pecadores y para reparar al Inmaculado Corazón de María. ( 22) Francisco muere santamente, después de confesarse y recibir el Santísimo Viático, el día 4 de abril de 1919. 60 Sufrió mucho con la muerte de su hermano. Quedaba mucho tiempo pensativa y, si se le preguntaba en qué estaba pensando, respondía: – En Francisco. ¡Quién me diera verlo! Y los ojos se le llenaban de lágrimas. Un día le dije: – A ti ya te queda poco para ir al Cielo, pero ¿yo? – ¡Pobrecita!, no llores; allí he de pedir mucho por ti. Nuestra Señora lo quiere así. Si me escogiese a mí, quedaría contenta, para sufrir más por los pecadores.

En el Hospital de Ourém Llegó el día de ir al hospital (23), donde de verdad tuvo que sufrir mucho. Cuando su madre fue a visitarla, le preguntó si quería alguna cosa; le dijo que quería verme. Mi tía, a pesar de los muchos sacrificios, me llevó. En cuanto me vió, me abrazó con alegría y pidió a su madre que me dejase con ella y se fuese a hacer algunas compras. Le pregunté si sufría mucho. – Sufro, sí, pero lo ofrezco todo por los pecadores y para reparar al Inmaculado Corazón de María. Después habló entusiasmada de Nuestro Señor y de Nuestra Señora. Y decía: – ¡Me agrada tanto sufrir por su amor, para darles gusto! A ellos les agradan mucho los que sufren por la conversión de los pecadores. El tiempo dedicado a las visitas pasó rápido; y mi tía había llegado ya para recogerme. Preguntó a Jacinta si quería alguna cosa; sólo le pidió que me volviese a traer en la próxima visita, y mi buena tía, que quería dar gusto a su hija, me volvió a llevar otra vez. La encontré con la misma alegría por poder sufrir por amor a nuestro buen Dios, para reparar el Inmaculado Corazón de María, por los pecadores y por el Santo Padre. Todo esto era su ideal, era de lo que hablaba. (23) Se trata del primer hospital donde estuvo internada un mes: el de Vila Nova de Ourém. 61

Regreso a Aljustrel Volvió aún por algún tiempo a casa de sus padres. Tenía una gran herida abierta en el pecho, cuyas curas diarias sufría sin una queja, sin mostrar las menores señales de enfado. Lo que más le costaba eran las frecuentes visitas e interrogatorios de las personas que la buscaban, de las que ahora no podía esconderse. – Ofrezco también este sacrificio por los pecadores –decía con resignación: ¡Quién pudiera ir otra vez al Cabezo para poder rezar un Rosario en nuestra gruta! Pero ya no soy capaz. Cuando vayas a Cova de Iría, reza por mí. Ciertamente nunca más volveré allí –decía llorando. Un dia me dijo mi tía: – Pregunta a Jacinta qué es lo que piensa cuando está tanto tiempo con las manos en la cara, sin moverse; yo ya se lo he preguntado, pero sonríe y no responde. Le hice la pregunta. – Pienso en Nuestro Señor, en Nuestra Señora, en los pecadores y en… (nombró algunas cosas del secreto); me agrada mucho pensar. Mi tia me preguntó por la respuesta de su hijita; con una sonrisa lo tenía todo dicho. Entonces dijo mi tía a mi madre: – No lo entiendo; la vida de estos niños es un enigma. Y mi madre añadía: – Cuando están solas, hablan por los codos, sin que la gente sea capaz de entenderles una palabra, por más que escuchen; y cuando llega alguien, bajan la cabeza y no dicen nada. ¡No puedo comprender este misterio!

 Nuevas visitas de la Virgen De nuevo la Santisima Virgen visitó a Jacinta para anunciarle nuevas cruces y sacrificios. Me dio la noticia y me dijo: – Nuestra Señora me ha dicho que voy a ir a Lisboa, a otro hospital, que no volveré a verte, ni a mis padres; que después de sufrir mucho, moriré sola; pero que no tenga miedo: Ella me irá a buscar para llevarme al Cielo. – Y abrazándome, decía llorando: – Nunca más volveré a verte; tú no irás a visitarme allí. ¡Oye! reza mucho por mí, que moriré solita. 62 Hasta que llegó el día de ir a Lisboa sufrió enormemente; se abrazaba a mí y decía llorando: – Nunca volveré a verte, ni a mi madre, ni a mis hermanos, ni a mi padre. Nunca más os volveré a ver; después, he de morir sola! – No pienses en eso – le dije un día. – Déjame pensar, porque cuanto más pienso, sufro más. Y yo quiero sufrir por amor a Nuestro Señor y por los pecadores. Y, además, no me importa; Nuestra Señora me irá a buscar allí para llevarme al Cielo. A veces, besaba un crucifijo y abrazándolo decía: – ¿Y voy a morir sin recibir a Jesús escondido? ¡Si me lo trajese nuestra Señora cuando me viniese a buscar! Una vez le pregunté: – ¿Qué vas a hacer en el Cielo? – Voy a amar mucho a Jesús, al Inmaculado Corazón de María; pediré mucho por ti, por los pecadores, por el Santo Padre, por mis padres y hermanos, y por todas esas personas que me han dicho que pida por ellas. Cuando la madre se mostraba triste al verla tan enferma, decía: – No se aflija, madre, voy al Cielo; allí he de pedir mucho por usted. Otras veces decía: – No llore, yo estoy bien. Si le preguntaban si necesitaba alguna cosa, respondía: – Muchas gracias; no necesito nada. Y cuando se retiraban, decía: – Tengo mucha sed, pero no quiero beber; se lo ofrezco a Jesús por los pecadores. Un día que mi tía me hacía algunas preguntas, me llamó y me dijo: – No quiero que digas a nadie que sufro mucho; ni a mi madre, porque no quiero que se aflija. Otro día la encontré abrazando una estampa de Nuestra Se- ñora y diciendo: – ¡Oh Madrecita mía del Cielo!, entonces ¿yo he de morir sola? La pobre niña parecía asustarse con esta idea. Para animarla, le dije: – ¿Qué te importa morir solita, si Nuestra Señora te viene a buscar? 63 – Es verdad, no me importa nada; pero no sé cómo será; a veces no recuerdo que ella viene a buscarme; sólo recuerdo que moriré sin que tú estés a mi lado. 6. Partida para Lisboa Llegó por fin el día de salir para Lisboa (24); la despedida partía el corazón. Permaneció mucho tiempo abrazada a mi cuello, y decía llorando. – Nunca más volveremos a vernos. Reza mucho por mí hasta que yo vaya al Cielo; después, cuando yo esté allí, pediré mucho por ti. No digas nunca el secreto a nadie, aunque te maten. Ama mucho a Jesús y al Inmaculado Corazón de María; y haz muchos sacrificios por los pecadores. De Lisboa me mandó todavía decir que Nuestra Señora ya la había ido a ver; que le había dicho la hora y el día en que moriría, y me recomendaba que fuese muy buena.

 

Oh tú que la tierra pasaste volando, Jacinta querida,

en vivo dolor a Jesús amando, no olvides la oración que yo te pedía.

Sé mi amiga junto al trono de la Virgen María.

Lirio de candor, perla brillante

¡Oh! allá en el Cielo donde vives triunfante, Serafín de amor, con tu hermanito, ruega por mí a los pies del Señor (7 ).

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