Historia de Lucia de las segundas memorias de Hermana Lucía

Infancia de Lucía

El Señor puso sus ojos en la pequeñez de su esclava, he aquí por qué los pueblos cantarán las grandezas de su misericordia». Me parece, que nuestro buen Dios se dignó favorecerme cuando comencé a tener uso de razón, todavía muy niña. Me acuerdo de tener conciencia de mis actos desde el regazo materno. Me acuerdo de ser arrullada y adormecerme al son de varios cánticos. Y, como era la más pequeña de las cinco niñas y un niño que Nuestro Señor concedió a mis padres, me acuerdo que hubo entre ellos algunas pendencias porque todos querían tenerme en sus brazos y entretenerse conmigo. En estos casos, para que nadie saliese victorioso, mi madre me libraba de sus manos. Y si ella, por sus quehaceres, no podía, me entregaba a mi padre, el cual también me llenaba de mimos y caricias. La primera cosa que aprendí fue el Ave María, porque mi madre tenía por costumbre tenerme en sus brazos mientras enseñaba a mi hermana Carolina, que era cinco años mayor que yo. Mis dos hermanas mayores eran ya grandes y a mi madre, como yo era un papagayo que todo repetía, le gustaba que me llevasen a todos los sitios donde iban. Ellas eran, como se dice en mi tierra, las cabecillas de la mocedad. Y no había fiesta ni danza donde ellas no estuviesen: carnaval, S. Juan, Navidad; era seguro: tenía que haber baile. Además de esto, estaba la vendimia y la recogida de las aceitunas, por lo que había baile casi todos los días. En las fiestas principales de la Parroquia, como la del Sagrado Corazón de Jesus, Nuestra Señora del Rosario, San Antonio etc., había siempre por la noche la rifa de los pasteles, y el baile no faltaba. Además, está- bamos convidadas para casi todas las bodas que se celebraban Lc. 1,48. Los hermanos se llamaban: (†) María de los Angeles, (†) Teresa, (†) Manuel, (†) Gloria y (†) Carolina. 68 en los contornos, porque mi madre, cuando no era invitada para ser madrina, lo era para ser cocinera. En estas bodas, el baile duraba desde que se terminaba el banquete, hasta el otro día por la mañana. Mis hermanas, como tenían que tenerme siempre a su lado, me arreglaban tanto como a ellas mismas. Y como una de mis hermanas era costurera, no me faltaba ya el traje más elegante usado por las campesinas de mi tierra en aquel tiempo: la falda plisada, el cinturón de encaje, con las puntas caídas para atrás, y el sombrero con sus cuentas doradas y las plumas de varios colores. A veces parecía que vestían a una muñeca en lugar de a una niña.

Diversiones populares En los bailes me ponían encima de un arca o de otra cosa alta, para no ser pisada por los asistentes, y desde allí debía entonar varios cantos al son de la guitarra o del acordeón. Para esto, mis hermanas me adiestraban, así como para bailar algún vals, cuando faltaba alguna pareja. Esto yo lo hacía con una destreza única, atrayendo así la atención y los aplausos de los asistentes. No me faltaban premios y obsequios de algunos que querían dar gusto a mis hermanas. Los domingos por la tarde, toda esta juventud se reunía en nuestro patio: en el verano, a la sombra de tres grandes higueras; y, en el invierno, en un cobertizo que teníamos en el lugar donde está ahora la casa de mi hermana María, para pasar así la tarde, jugando y hablando con mis hermanas. En la Pascua se hacía allí la rifa de las almendras, tocándome la mayor parte de las rifas, porque algunos lo hacían así a propósito para ser agradables. Mi madre se pasaba estas tardes sentada a la puerta de la cocina que daba al pátio, desde donde podía ver lo que sucedía: unas veces, con un libro en las manos leyendo; otras, hablando con algunas de mis tías que venían a pasar el rato con ella. Conservaba siempre su seriedad habitual, y todos sabían que lo que ella dijese era palabra sagrada que era preciso obedecer sin demora. Nunca vi que delante de ella alguien se atreviese a decir una palabra menos respetuosa o con menos consideración. Se decía ordinariamente, entre aquella gente, que mi madre valía más que todas las hijas. Recuerdo haber oído decir varias veces a mi madre: 69 – No sé qué provecho parece encontrar esta gente en andar hablando de las cosas de los otros; para mí no hay nada como una lectura sosegada en mi casa. ¡Estos libros traen cosas tan bonitas! Y la vida de los santos, ¡qué belleza! Me parece que ya dije a V. Excia. Rvma. cómo pasaba los días de la semana rodeada de niños de nuestro pueblo; que las madres para poder ir al campo, le pedían a la mía poderlos dejar junto a mí. También me parece que en el escrito que envié a V. Excia. Revma. sobre mi prima, decía cuáles eran mis juegos y entretenimientos. Por ahora no me entretengo en ellos. Así arrullada de mimos y caricias, llegué a mis seis años. Y, para decir la verdad, el mundo comenzaba a sonreírme y sobre todo la pasión por el baile iba echando en mi pobre corazón hondas raíces. Y confieso que, si nuestro buen Dios no hubiese usado para conmigo su especial misericordia, por ahí el demonio me hubiese perdido. Si no me equivoco, también le conté ya a V. Excia., en el mismo escrito, cómo mi madre acostumbraba a enseñar la doctrina a sus hijos durante las horas de la siesta, en el verano. En el invierno, nuestra lección era por la noche, al sentarnos, después de la cena, junto al fuego de la cocina, mientras asábamos y comíamos casta- ñas y bellotas dulces.

Primera Comunión Se aproximaba, pues, el día que el señor Párroco había fijado para que los niños de la Parroquia hiciesen su Primera Comunión solemne. Mi madre pensó que ya que su hija sabía bien la doctrina y que tenía cumplidos los seis años, podría hacer la Primera Comunión. Para lo cual, me mandó con mi hermana Carolina asistir a la explicación de la doctrina que hacía el Párroco a los niños como preparación para ese día. Allá iba, pues, radiante de alegría con la esperanza de recibir en breve, por primera vez, a mi Dios. El Párroco hacía sus explicaciones sentado sobre una silla que estaba sobre un estrado. Me llamaba junto a él y, cuando algún niño no sabía responder a sus preguntas, para avergonzarlo, me mandaba responder a mí. Llegó, pues, la víspera del gran día, y el Párroco mandó ir a la iglesia a todos los niños por la mañana, para decir definitivamente 70 cuáles eran los que iban a comulgar. ¡Cuál no sería mi tristeza cuando el Párroco, llamándome junto a sí, y acariciándome, me dijo que tenía que esperar hasta los siete años! Comencé entonces a llorar, y como si estuviese junto a mi madre, recliné la cabeza sobre sus rodillas, sollozando. Estaba en esta actitud, cuando entró en la iglesia un sacerdote, que el Párroco había mandado venir de fuera, para que le ayudase en las confesiones. (5 ) El Reverendo preguntó el motivo de mis lágrimas, y al ser informado, me llevó a la sacristía, me examinó con relación a la doctrina y al misterio de la Eucaristía, y después me trajo de la mano hasta el señor Párroco y dijo: – Padre Pena, V. Rvcia. puede dejar comulgar a esta pequeña. Ella entiende lo que hace, mejor que muchas de ésas. – Pero sólo tiene seis años – respondió el buen Párroco. – No importa, esa responsabilidad, si V. Rvcia. quiere, la tomo yo. – Pues bien –me dice el buen Párroco–, ve a decirle a tu madre que sí, que mañana haces tu Primera Comunión. Mi alegría no tenía explicación. Me fui batiendo las palmas de alegría, corriendo todo el camino, para dar la buena noticia a mi madre, que en seguida comenzó a prepararme para llevarme a confesar por la tarde. Al llegar a la iglesia, le dije a mi madre que quería confesarme con aquel sacerdote de fuera. El estaba confesando en la sacristía, sentado en una silla. Mi madre se arrodilló junto a la puerta, en el altar mayor, con otras mujeres que estaban esperando el turno de sus hijos. Y delante del Santísimo me fue haciendo las últimas recomendaciones.

Sonrisa de la Madre de Dios Y cuando llegó mi turno, fui a arrodillarme a los pies de nuestro buen Dios, allí representado por su ministro, a pedir perdón por mis pecados. Cuando terminé, vi que toda la gente se reía. Mi madre me llamó y me dijo: – Hija mía, ¿no sabes que la confesión se hace bajito, que es un secreto? Toda la gente te ha oído. Sólo al final dijiste una cosa que nadie sabe lo que fue. Más tarde fue identificado como el “Santo” Padre Cruz (†1948) 71 En el camino a casa, mi madre hizo varias tentativas para ver si descubría lo que ella llamaba el secreto de mi confesión; pero no obtuvo más que un profundo silencio. Voy, pues, a descubrir ahora el secreto de mi primera confesión. El buen sacerdote, después que me oyó, me dijo estas breves palabras: – Hija mía, tu alma es el Templo del Espíritu Santo. Guárdala siempre pura, para que El pueda continuar en ella su acción divina. Al oír estas palabras me sentí penetrada de respeto interiormente y pregunté al buen confesor cómo lo debía hacer. –De rodillas –dijo– a los pies de Nuestra Señora, pídele con mucha confianza que tome posesión de tu corazón, que lo prepare para recibir mañana dignamente a su querido Hijo, y que lo guarde para Él solo. Había en la iglesia más de una imagen de Nuestra Señora. Pero como mis hermanas arreglaban el altar de Nuestra Señora del Rosario (6), estaba acostumbrada a rezar delante de Ella, y por eso allí fui también esta vez, para pedirle con todo el ardor que fui capaz, que guardase solamente para Dios mi pobre corazón. Al repetir varias veces esta humilde súplica, con los ojos fijos en la Imagen, me parecía que Ella sonreía y que, con su mirada y gesto de bondad, me decía que sí. Quedé tan inundada de gozo, que con dificultad conseguía articular las palabras. 5. Vigilia de esperanza Mis hermanas quedaron trabajando esa noche para hacerme el vestido blanco y la guirnalda de flores. Yo, por la alegría, no podía dormir y no había manera de que pasasen las horas. Constantemente me levantaba para ir junto a ellas y preguntarles si aún no era de día, si me querían probar el vestido, la guirnalda, etc. Amaneció, por fin, el día feliz; pero las nueve ¡cuánto tardaban!. Ya vestida con mi vestido blanco, mi hermana María me llevó a la cocina para que les pidiese perdón a mis padres, besarles las manos y pedirles la bendición. Terminada la ceremonia, mi madre ( 6 ) Esta hermosa imagen aún se encuentra hoy en la Iglesia Parroquial. 72 me hizo las últimas recomendaciones. Me dijo lo que quería que yo pidiese a Nuestro Señor cuando lo tuviese en mi pecho y me despidió con estas palabras: – Sobre todo, pide a Nuestro Señor que te haga una santa; palabras que se me grabaron tan fuertemente en el corazón, que fueron las primeras que dije a Nuestro Señor después que lo recibí. Y aún hoy parece que oigo el eco de la voz de mi madre que me las repite. Allá fui, camino de la iglesia, con mis hermanas; y para que no me manchase con el polvo del camino, mi hermano me subió sobre sus hombros. Cuando llegué a la iglesia, corrí hasta el altar de Nuestra Señora, para renovar mi súplica. Allí me quedé, contemplando la sonrisa del día anterior, hasta que mis hermanas me fueron a buscar, para colocarme en el lugar que me estaba destinado. Los niños eran muchos. Formaban, desde el fondo de la iglesia hasta la balaustrada, cuatro filas: dos de niños, y dos de niñas. Como yo era la más pequeña, me tocó junto a los ángeles, en la grada de la balaustrada. 6. El día grande Comenzó la Misa cantada, y a medida que se aproximaba el momento, mi corazón latía más deprisa esperando la visita del gran Dios que iba a descender del Cielo, para unirse a mi pobre alma. El señor Párroco bajó por entre las filas para distribuir el Pan de los Angeles. Tuve la suerte de ser la primera. Cuando el sacerdote bajaba las gradas del altar, el corazón parecía querer salírseme del pecho. Pero después que puso sobre mis labios la Hostia Divina, sentí una serenidad y una paz inalterables; sentí que me envolvía una átmosfera tan sobrenatural, que la presencia de nuestro buen Dios se me hacía tan sensible como si lo viese y lo oyese con mis sentidos corporales. Entonces le dirigí mis súplicas: – Señor, hazme una santa, guarda mi corazón siempre puro, para Ti solo. Aquí me pareció que nuestro buen Dios me dijo, en el fondo de mi corazón, estas palabras: – La gracia que hoy te ha sido concedida, permanecerá viva en tu alma, produciendo frutos de vida eterna. ¡Cómo me sentía transformada en Dios! 73 Cuando terminó la función religiosa era casi la una de la tarde, debido a que los sacerdotes de fuera habían tardado mucho en venir, y por causa del sermón y de la renovación de las promesas del bautismo… Mi madre vino a buscarme, afligida, creyéndome muerta de flaqueza. Pero yo me sentía tan saciada con el Pan de los Angeles, que me fue imposible, entonces, tomar alimento alguno. Desde entonces, perdí el gusto y atractivo que empezaba a sentir por las cosas del mundo; y solamente me sentía bien en algún lugar solitario, donde pudiese, a solas, recordar las delicias de mi Primera Comunión. 7. Familia de Lucía Este retiro lo conseguía pocas veces, porque, además de ser encargada de vigilar a los niños que las vecinas nos confiaban, como ya dije a V. Excia. Rvma., mi madre tenía también la costumbre de hacer por allí de enfermera. Venían a consultar su parecer cuando tenían alguna cosa de poca importancia y le pedían que fuese a sus casas cuando el enfermo no podía salir. Entonces ella pasaba los días y a veces las noches en casa del enfermo. Y si las enfermedades se prolongaban y el estado de los enfermos así exigía, mandaba a mis hermanas pasar alguna noche también junto a ellos, para que los miembros de la família pudiesen descansar. Y si el enfermo era alguna madre de família que tuviera niños, que por hacer ruidos molestaban a la enferma, se traía a esos niños a nuestra casa, y yo era la encargada de entretenerlos. Entonces los distraía, enseñándoles a devanar, con el retroceder de la devanadera, con las vueltas del embobinador, con los movimientos del huso formando el hilado y guiarlo a la tejedora. De esto teníamos siempre mucho que hacer, porque ordinariamente había siempre en nuestra casa varias jóvenes de fuera, que venían a aprender de tejedoras y costureras. Estas jóvenes, generalmente, testimoniaban un gran afecto por nuestra familia, y acostumbraban a decir que los mejores días de su vida habían sido los que habían pasado en nuestra casa. Como mis hermanas, en alguna época del año, tenían que trabajar durante el día en el campo, tejían y cosían por las tardes. Después de la cena y del rezo que le seguía, dirigido por mi padre, se comenzaba a trabajar. Todos tenían qué hacer: mi hermana María 74 iba al telar; mi padre llenaba las canillas; Teresa y Gloria iban a la costura; mi madre hilaba; Carolina y yo, después de arreglar la cocina, estábamos empleadas en quitar los hilvanes, coser botones, etc.; mi hermano, para espabilarnos del sueño, tocaba el acordeón, al son del cual, cantábamos varias cosas. Los vecinos venían, no pocas veces, a hacernos compañía y solían decir que, a pesar de que no los dejábamos dormir, se sentian alegres y se les pasaban todos los enfados, cuando oían la fiesta que nosotros hacíamos. A varias mujeres oí decir algunas veces a mi madre: – ¡Qué feliz eres tú! ¡Qué encanto de hijos que Nuestro Señor te dio! Teníamos también, a su tiempo, la esfoyaza del maíz a la luz de la luna. Entonces me sentaba en el montón de maíz y era la encargada de dar a todos los asistentes el abrazo cuando aparecía alguna mazorca roja.

No sé si los hechos que hace poco acabo de contar de mi primera Comunión, fueron una realidad o una ilusión de niña. Lo que sí sé, es que ellos tuvieron siempre y tienen aún hoy, una gran influencia en la unión de mi alma con Dios. No sé por qué cuento todas estas cosas de mi vida familiar, pero es Dios el que así me lo inspira. El sabe el motivo por el que lo hace. Es tal vez para que V. Excia. Rvma. pueda ver qué sensible iba a ser al sufrimiento que el buen Dios me iba a pedir, después de haber sido tan mimada. Y como V. Excia. me manda decir todos los sufrimientos que Nuestro Señor me pidió y las gracias que, por su misericordia, se dignó concederme, me parece que así me es más fácil decirlas, tal y como me pasaron (7 ). Además, quedo descansada porque sé que V. Excia. Rvma. echa al fuego todo aquello que ve que no tiene utilidad para la gloria de Dios y de María Santísima. (7 ) La total discreción de Lucía revela aún más su sinceridad. 75

LAS APARICIONES

Así, pues, llegué a mis siete años. Mi madre determinó que comenzase a guardar nuestras ovejas. Mi padre no era de esa opinión, ni mis hermanas tampoco. Querían para mí, por el afecto particular que me tenían, una excepción; pero mi madre no cedió. – Es como todas –decía ella–. Carolina tiene ya doce años. Por tanto, puede ya comenzar a trabajar en el campo, o aprender a hilar, tejer o coser, si lo quiere. Así me fue confiada la guarda de nuestro rebaño (8 ). La noticia de que yo comenzaba mi vida de pastora se extendió rapidamente entre los pastores, y casi todos vinieron a ofrecerse para ser mis compañeros. A todos les dije que sí, y con todos hice planes para ir a la sierra. Al día siguiente, la sierra estaba repleta de pastores y rebaños. Parecía una nube que la cubría; pero yo no me encontraba bien en medio de tantos gritos. Escogí, pues, entre ellos, tres para que fueran mis compañeras, y sin decir nada a los demás, escogimos unos pastos apartados. Las tres que escogí eran: Teresa Matias, su hermana María Rosa y María Justino (9 ). Al día siguiente nos fuimos con nuestros rebaños a un monte llamado Cabezo, nos dirigimos a la falda del monte, que queda mirando al norte. En la ladera sur de este monte quedan los Valinhos, que V. Excia. ya debe conocer por el nombre. Y en la ladera que mira al saliente, está la roca de la que ya hablé a V. Excia. Rvma. en el escrito sobre Jacinta. Subimos con nuestros rebaños casi hasta la cima del monte. A nuestros pies, quedaba una extensa arboleda que se extiende en las llanuras del valle: olivas, robles, pinos, encinas, etc. Al llegar el mediodía, comimos nuestra merienda, y después invité a mis compañeras a que rezasen conmigo el Rosario, a lo que ellas se unieron con gusto. Apenas habíamos comenzado, cuando, delante de nuestros ojos, vimos, como suspendida en el aire, sobre el arbolado, una figura como si fuera una estatua de nieve que los rayos del sol volvían como transparente. (8 ) Nos encontramos en 1915. Todas ellas, interrogadas por el P. Kondor, confirmaron las afirmaciones de Lucía. – ¿Qué es aquello? – preguntaron mis compañeras, medio asustadas. – No lo sé. Continuamos nuestro rezo, siempre con los ojos fijos en dicha figura que, en cuanto terminamos, desapareció. Según mi costumbre, tomé la decisión de callar, pero mis compañeras, en cuanto llegaron a casa, contaron lo sucedido a sus famílias. Se divulgó la noticia; y un día, cuando llegué a casa, me interrogó mi madre: – Oye: dicen que viste por ahí no sé qué, ¿qué es lo que viste? – No lo sé. Y como no me sabía explicar, añadí: – Parecía una persona envuelta en una sábana. Y queriendo decir que no le pude ver las facciones, dije: – No se le conocían ojos ni manos. Mi madre terminó con un gesto de desprecio, diciendo: – ¡Tonterías de niños! (10). Pasado algún tiempo, volvimos con nuestros rebaños a aquel mismo sitio, y se repitió lo mismo y de igual manera. Mis compañeras contaron de nuevo lo acontecido. Y lo mismo sucedió, pasado otro espacio de tiempo. Era la tercera vez que mi madre oía hablar fuera de casa de estas cosas, sin yo haber dicho palabra en casa. Me llamó entonces, ya poco contenta, y me preguntó: – Vamos a ver: ¿qué dice la gente que ves por ahí? – No lo sé, madre mía, no sé lo que es. Varias personas comenzaron a burlarse de nosotras. Y como yo, desde mi primera Comunión, me quedaba abstraída por algún tiempo, recordando lo que había pasado, mis hermanas, con algo de desprecio, me preguntaban: – ¿Estás viendo a alguien envuelto en una sábana? Estos gestos y palabras de desprecio afectaban mucho a mi sensibilidad, pues yo solamente estaba habituada a muestras de cariño. Pero esto no era nada. Lo que pasaba es que yo no sabía lo que el buen Dios me tenía reservado para el futuro. ( 10) Estas apariciones, poco claras del Angel, tenían, tal vez, como fin preparar a Lucía para el futuro. 77

Apariciones del Ángel en 1916 Por este tiempo, Francisco y Jacinta pidieron y obtuvieron, permiso de sus padres para comenzar a guardar sus rebaños. Dejé, pues, estas buenas compañeras y las sustituí por mis primos: Francisco y Jacinta. Entonces acordamos pastorear nuestros rebaños en las propiedades de mis tíos y de mis padres, para no juntarnos en la sierra con los otros pastores. Un bello día fuimos con nuestras ovejas a una propiedad de mis padres, situada al fondo de dicho monte, mirando al saliente. Esa propiedad se llama «Chousa Velha». Alrededor de media ma- ñana comenzó a caer una lluvia fina, algo más que orvallo. Subimos la falda del monte seguidas por nuestras ovejas, buscando un resguardo que nos sirviese de abrigo. Fue entonces cuando, por primera vez, entramos en nuestra caverna bendita. Queda en medio de un olivar que pertenece a mi padrino Anastasio. Desde allí se ve la pequeña aldea donde nací, la casa de mis padres, los lugares de Casa Velha y Eira da Pedra. El olivar, perteneciente a varios dueños, continúa hasta confundirse con estos pequeños lugares. Allí pasamos el día, a pesar de que la lluvia había cesado y el sol había aparecido, hermoso y claro. Comimos nuestra merienda, rezamos nuestro Rosario, y no recuerdo si no fue uno de aquellos Rosarios que solíamos rezar, cuando teníamos ganas de jugar, como ya dije a V. Excia. Rvma., pasando las cuentas y diciendo solamente las palabras: “Padre nuestro y Ave María”. Terminado nuestro rezo, comenzamos a jugar a las chinas. Hacía poco tiempo que jugábamos, cuando un viento fuerte sacudió los árboles y nos hizo levantar la vista para ver lo que pasaba, pues el día estaba sereno. Vemos, entonces, que, desde el olivar (11) se dirige hacia nosotros la figura de la que ya hablé. Jacinta y Francisco aún no la habían visto, ni yo les había hablado de ella. A medida que se aproximaba, ibamos divisando sus facciones: un joven de unos 14 ó 15 años, más blanco que la nieve, el sol lo hacía transparente, como si fuera de cristal, y de una gran belleza. Al llegar junto a nosotros, dijo: – ¡No temáis! Soy el Angel de la Paz. Rezad conmigo. (11) Fue la primera aparición del Angel. 78 Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo y nos hizo repetir por tres veces estas palabras: – ¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman. Después, levantándose, dijo: – Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas. Sus palabras se grabaron de tal forma en nuestras mentes, que jamás se nos olvidaron. Y, desde entonces, pasábamos largos ratos así, postrados, repitiéndolas muchas veces, hasta caer cansados. Entonces, les recomendé que era preciso guardar silencio, y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso. Pasado bastante tiempo (12), en un día de verano, en que habíamos ido a pasar el tiempo de siesta a casa, jugábamos al lado de un pozo que tenía mi padre en la huerta, a la que llamábamos “Arneiro’, (en el escrito sobre Jacinta, también hablé ya a V. Excia. de este pozo). De repente vimos junto a nosotros la misma figura o Ángel, como me parece que era, y dijo: – ¿Qué hacéis? Rezad, rezad mucho. Los Santísimos Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios. – ¿Cómo nos hemos de sacrificar? – le pregunté. – En todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio como acto de reparación por los pecados con que El es ofendido y como sú- plica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra Patria la paz. Yo soy el Angel de su guarda, el Angel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad, con sumisión, el sufrimiento que el Señor os envie. Pasó bastante tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres, que queda en la falda del mencionado monte, un poco más arriba que los Valinhos. Es un olivar al que llamábamos «Pregueira». Después de haber merendado, acordamos ir a rezar a la gruta que queda al otro lado del monte; para lo cual, dimos una vuelta por la cuesta y tuvimos que subir un roquedal que queda en lo alto de la «Pregueira». Las ovejas consiguieron pasar con muchas dificultades. (12) Fue la segunda aparición del Ángel. 79 Después que llegamos, de rodillas, con los rostros en tierra, comenzamos a repetir la oración del Ángel: ¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo, etc. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración, cuando vimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos levantamos para ver lo que pasaba y vimos al Ángel (13), que tenía en la mano izquierda un Cáliz, sobre el cual había suspendida una Hostia, de la que caían unas gotas de Sangre dentro del Cáliz. En Ángel dejó suspendido en el aire el Cáliz, se arrodilló junto a nosotros, y nos hizo repetir tres veces. – Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Después se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia. Me da la Sagrada Hostia a mí y la Sangre del Cáliz la divide entre Jacinta y Francisco (14), diciendo al mismo tiempo: – Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crimenes y consolad a vuestro Dios. Y, postrándose de nuevo en tierra, repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: «Santisima Trinidad… etc.», y desapareció. Nosotros permanecimos en la misma actitud, repitiendo siempre las mismas palabras; y cuando nos levantamos, vimos que era de noche y, por tanto, hora de irnos a casa. 3. Problemas familiares Heme aquí, Exmo. y Rvmo. Señor, llegada al fin de mis tres años de pastora – de los siete a los diez –. Durante estos tres años nuestra casa, y casi me atrevería a decir, nuestra parroquia, había mudado casi completamente de aspecto. El Rdo. Señor P. Pena había dejado de ser nuestro Párroco, había sido sustituido por el (13) La tercera y última aparición del Angel. (14) Francisco y Jacinta aún no habían hecho la primera comunión. Por eso no consideraron esta como la comunión sacramental. 80 Rdo. Señor P. Boicinha (15). Este celosísimo sacerdote, al tener conocimiento de las costumbres paganas que existían en la feligresia, de bailes y danzas, comenzó en seguida a predicar contra ello en el púlpito, en las homilías de los domingos; en público y en particular, aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para combatir esta mala costumbre. Mi madre, desde que oyó al buen Párroco hablar así, prohibió a mis hermanas ir a tales diversiones. Y como el ejemplo de mis hermanas arrastró a otras, esta costumbre fue poco a poco extinguiéndose. Lo mismo entre los niños que, celebraban sus danzas aparte. Hubo alguien que un día dijo a mi madre: – Pero hasta aquí no era pecado bailar. Y ahora, porque viene un párroco nuevo, ¿ya es pecado? ¿Cómo se entiende? – No lo sé –respondió mi madre–. Lo que sé es que el Señor Párroco no quiere que se baile y, por tanto, mis hijas no vuelven a esas reuniones. Como mucho, las dejaba bailar algunas cosas en família, porque decía el Señor Párroco que en familia no estaba mal. En el transcurso de este periodo de tiempo, mis dos hermanas mayores dejaron la casa paterna, por haber contraído Matrimonio. Mi padre se había dejado arrastrar por las malas compañías y había caído en los lazos de una triste pasión, a causa de la cual habíamos perdido ya algunos de nuestros terrenos (16). Mi madre, al ver que escaseaban los medios de subsistencia, decidió que mis dos hermanas, Gloria y Carolina, fuesen a servir. Quedó entonces en casa mi hermano, para cuidar los campos que nos quedaban; mi madre que cuidaba de las cosas de casa y yo que pastoreaba nuestro rebaño. Mi pobre madre vivía sumergida en una profunda amargura y, cuando por la noche nos juntábamos los tres en el hogar, esperando a mi padre para cenar, mi madre, al ver los lugares de sus otras hijas vacíos, decía con una profunda tristeza: ( 15) Conocido por P. Boiciña, su verdadero nombre era: Manuel Marques Ferreira. Falleció en enero de 1945. ( 16) En la vida del padre de Lucía, no se debe exagerar su “propensión al vino”. No era un alcohólico. En cuanto a sus deberes religiosos, es verdad que, durante algunos años, no cumplió con el precepto pascual, en la Parroquia de Fátima, porque no se entendía con el Párroco. Pero lo hacía en Vila Nova de Ourém. 81 – ¡Dios mío! – ¿Adónde fue la alegría de esta casa? E inclinando la cabeza sobre una pequeña mesa que tenía a su lado, lloraba amargamente. Mi hermano y yo llorábamos con ella. Era una de las escenas más tristes que he presenciado. Y yo sentía el corazón desgarrado de tristeza por mis hermanas y por la amargura de mi madre. A pesar de ser niña, comprendía perfectamente la situación en que nos encontrábamos. Recordaba, entonces, las palabras del Angel: «Sobre todo, aceptad, sumisos, los sacrificios que el Señor os envía». Me retiraba, entonces, a un lugar solitario para no aumentar con mi sufrimiento el de mi madre. (Este lugar era, ordinariamente, nuestro pozo). Allí, de rodillas, de bruces sobre las losas que lo cubrían, juntaba a sus aguas mis lágrimas y ofrecía a Dios mis sufrimientos. A veces, Jacinta y Francisco venían y me encontraban así, entristecida. Y como yo, a causa de los sollozos, estaba casi sin voz y no podía hablar, ellos sufrían también conmigo hasta el punto de derramar también abundantes lágrimas. Entonces, hacía Jacinta en alta voz nuestro ofrecimiento: “Dios mío, es en acto de reparación y por la conversión de los pecadores, por lo que te ofrecemos todos estos sufrimientos y sacrificios”. (La fórmula del ofrecimiento no era siempre exacta, pero el sentido era siempre éste). Tanto sufrimiento comenzó a minar la salud de mi madre. Esta, no pudiendo ya trabajar, mandó venir, para hacerse cargo de la casa, a mi hermana Gloria. La visitaron cuantos cirujanos y médicos había por allí; se emplearon infinidad de remedios sin obtenerse mejoría alguna. El buen Párroco se ofreció para llevar a mi madre a Leiría en su carro de mulas, para que la viesen allí los médicos. Allá fue, acompañada de mi hermana Teresa, pero llegó a casa medio muerta por el cansancio del camino y molida de las consultas, sin haber obtenido resultado alguno. Por fin, se consultó a un cirujano que tenía su consulta en S. Mamede, que declaró que mi madre tenía una lesión cardíaca, un hueso de las vértebras dislocado y los riñones caídos. La sometió a un riguroso tratamiento de puntas de fuego, y varios medicamentos, con los que obtuvo alguna mejoría. Este era el estado en que nos encontrábamos, cuando llegó el día 13 de mayo de 1917. Por este tiempo, a mi hermano le había llegado la edad de asentar plaza en la vida militar; y como gozaba 82 de perfecta salud era de esperar que fuese reclutado. Además, se estaba en guerra y era difícil conseguir librarlo. Con el temor de quedar sin alguien que cuidase las tierras, mi madre mandó venir también a casa a mi hermana Carolina. Entretanto, el padrino de mi hermano prometió librarlo. Lo recomendó al médico de la inspección, y nuestro buen Dios se dignó, por entonces, dar a nuestra madre este alivio.

Apariciones de Nuestra Señora No me detengo a describir la aparición del día 13 de mayo;Las palabras que la Santísima Virgen nos dijo en este día, y que acordamos no revelar nunca, fueron (después de decirnos que iríamos al Cielo): – ¿Queréis ofreceros a Dios, para suportar todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores? – Sí, queremos – fue nuestra respuesta. – Tendréis, pues, que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza. El día 13 de junio se celebraba en nuestra parroquia la fiesta de S. Antonio. Era costumbre en este día sacar los rebaños muy de madrugada; y, a las nueve de la mañana, se encerraban ya en los corrales, para ir a la fiesta. Mi madre y mis hermanas que sabían lo mucho que me gustaba la fiesta, me decían entonces. – ¡Vamos a ver si tú dejas la fiesta para ir a Cova de Iría para hablar allí con esa Señora! En ese día nadie me dirigió la palabra, portándose conmigo como quien dice: “Déjala, vamos a ver lo que hace”. Saqué, pues, mi rebaño de madrugada, con la intención de encerrarlo en el corral a las nueve, ir a Misa de diez, y en seguida irme a Cova de Iría. Pero he aquí que, poco después de salir el sol, me viene a llamar mi hermano: que fuese a casa porque varias personas que estaban allí me querían hablar. Quedó, pues, él con el rebaño y yo fui a ver para qué me querían. Eran algunas mujeres y hombres que 83 venían de Minde, de los lados de Tomar, Carrascos, Boleiros, etc. (17), y que deseaban acompañarme a Cova de Iría. Les dije que aún era temprano y les invité a que vinieran conmigo a la Misa de ocho. Después volví a casa. Esta buena gente me esperó en nuestro patio a la sombra de nuestras higueras. Mi madre y mis hermanas mantuvieron su actitud de desprecio que, en verdad, me afectaba mucho y me dolía tanto como los insultos. Alrededor de las once salí de casa, pasé por casa de mis tíos, donde Jacinta y Francisco me esperaban, y nos fuimos a Cova de Iría a esperar el momento deseado. Toda aquella gente nos seguía, haciéndonos mil preguntas. En este día yo me sentía amargadísima: veía a mi madre afligida, que quería a toda costa obligarme, como ella decía, a confesar mi mentira. Yo quería satisfacerla, pero no encontraba cómo hacerlo sin mentir. Ella nos había infundido a nosotros, sus hijos, desde pequeños, un gran horror a las mentiras y castigaba severamente a aquel que dijese alguna. – Siempre –decía ella– conseguí que mis hijos dijesen la verdad; y ahora, ¿he de dejar pasar una cosa de éstas a la más joven? Si todavía fuese una cosa más pequeña…; pero ¡una mentira de éstas que trae a tanta gente engañada…! Después de estas lamentaciones, se volvía a mí y decía: – Dale las vueltas que quieras, o tú desengañas a esa gente, confesando que mentiste, o te encierro en un cuarto, donde no podrás ver ni la luz del sol. A tantos disgustos, sólo faltaba que se viniese a juntar una de estas cosas. Mis hermanas se ponían a favor de mi madre; y a mi alrededor se respiraba una atmósfera de verdadero desdén y desprecio. Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba a mí misma: ¿dónde está el cariño que hasta hace poco mi familia me tenía? Y mi único desahogo eran las lágrimas derramadas delante de Dios, ofreciéndole mi sacrificio. En este día, pues, la Santisima Virgen, como adivinando lo que me pasaba, además de lo que ya narré, me dijo: – Y tú, ¿sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te abandonaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios. ( 17) Estos lugares están situados en un área de 25 kms de Fátima 84 Jacinta, cuando me veía llorar, me consolaba diciendo: – No llores. Seguramente son éstos los sacrifícios que el Ángel dijo que Dios nos enviaría. Por esto, tus sufrimientos son para reparar y convertir a Él los pecadores.

Dudas de Lucía (18 ) Por este tiempo, el Párroco de mi feligresía supo lo que pasaba, y mandó decir a mi madre que me llevase a su casa. Esta respiró al fin, juzgando que el Párroco iría a tomar la responsabilidad de los acontecimientos. Por eso, me decía: – Mañana vamos a Misa muy de mañanita. Y luego, vas a casa del señor Cura. Que él te obligue a confesar la verdad, sea lo que fuere; que te castigue; que haga de ti lo que quiera; con tal de que te obligue a confesar que has mentido, yo quedo contenta. Mis hermanas también tomaron el partido de mi madre; e inventaron un sinnúmero de amenazas para asustarme con la entrevista del Párroco. Informé a Jacinta y a su hermano de lo que pasaba; los cuales me respondieron: – Nosotros también vamos. El señor Cura también mandó decir a mi madre que nos llevara; pero mi madre nunca nos dice nada de estas cosas ¡Paciencia! Si nos castigan, sufriremos por amor de Nuestro Señor y por los pecadores. Al día siguiente, fui allá, detrás de mi madre, quien por el camino no dijo ni una palabra. Yo confieso que temblaba, a la espera de lo que iba a suceder. Durante la Misa, ofrecí a Dios mis sufrimientos; y después, atravesé el atrio detrás de mi madre, y subí las escaleras del porche de la casa del Sr. Párroco. Al subir las primeras gradas, mi madre se volvió hacia mi y me dijo: – No me enfades más. Ahora dices al Sr. Párroco que mentiste, para que él pueda el domingo en la Misa decir que fue una mentira, y así pueda acabar todo. Esto no tiene ni pies ni cabeza; ¡toda la gente corriendo a Cova de Iría a rezar delante de una carrasca! (18) Conviene anotar que se trata simplemente de un estado de confusión o perplejidad, provocado por las circunstancias familiares y por la prudente actitud del Párroco. De ninguna manera puede considerarse como una auténtica duda de Lucía. 85 Sin más, llamó a la puerta. Vino la hermana del buen Párroco, que nos mandó sentarnos en un banco y esperar un poco. Por fin vino el Señor Párroco. Nos mandó entrar en su despacho, hizo señal a mi madre para que se sentase en un banco y a mí me llamó junto a su escritorio. Cuando vi a su Rvcia. interrogándome con tanta paz y amabilidad, quedé admirada. No obstante, me quedé a la expectativa de lo que viniera. El interrogatorio fue muy minucioso y, casi me atrevería a decir, agobiante. Su Rvcia. me hizo una pequeña advertencia; porque, decía: – No me parece una revelación del Cielo. Cuando se dan estas cosas, de ordinario, el Señor manda a esas almas, a las que se comunica, dar cuenta de lo que pasa a sus confesores o párrocos; ésta, por el contrario, se retrae cuanto puede. Esto también puede ser un engaño del demonio. Vamos a ver. El futuro nos dirá lo que tenemos que pensar.

Jacinta y Francisco animan a Lucía Lo que esta reflexión me hizo sufrir, sólo el Señor puede saberlo, porque sólo Él puede penetrar en nuestro interior. Comencé, entonces, a dudar si las manifestaciones serían del demonio que procuraba, por ese medio, perderme. Y como había oído decir que el demonio traía siempre la guerra y el desorden, comencé a pensar que, de verdad, desde que veía estas cosas, no había habido ya más alegría ni bienestar en nuestra casa. ¡Qué angustia la que sentía! Manifesté a mis primos mis dudas. Jacinta respondió: – No es el demonio, ¡no! El demonio dicen que es muy feo y que está debajo de la tierra, en el infierno; ¡y aquella Señora es tan bonita!, y nosotros la vimos subir al Cielo. Nuestro Señor se sirvió de esto para desvanecer algo mis dudas. Pero en el transcurso de este mes, perdí el entusiasmo por la práctica de los sacrificios y mortificaciones, y titubeaba si decir que había mentido, y así terminar con todo. Jacinta y Francisco me decían: – ¡No hagas eso! ¿No ves que ahora es cuando tú vas a mentir, y que mentir es pecado? En este estado tuve un sueño, que vino a aumentar las tinieblas en mi espíritu: vi al demonio que, riéndose por haberme enga- 86 ñado, hacía esfuerzos para arrastrarme al infierno. Al verme en sus garras, comencé a gritar de tal forma, llamando a Nuestra Señora, que acudió mi madre, la cual, afligida, me llamó preguntándome lo que tenía. No recuerdo lo que le respondí, de lo que sí me acuerdo es que en aquella noche no pude dormir más, pues quedé tullida de miedo. Este sueño dejó en mi espíritu una nube de verdadero miedo y aflicción. Mi único alivio era verme sola, en algún rincón solitario, para llorar allí libremente. Comencé a sentir aborrecimento hasta de la compañía de mis primos; por eso, comencé a esconderme también de ellos. ¡Pobres criaturas! a veces andaban buscándome, llamándome por mi nombre, y yo cerca de ellos sin responderles, oculta, a veces, en algún rincón hacia donde ellos no atinaban a mirar. Se aproximaba el día 13 de julio y yo dudaba si iría allá. Pensaba: si es el demonio, ¿para qué he de ir a verlo? Si me preguntan por qué no voy, digo que tengo miedo que sea el demonio el que se nos aparece y que por eso no voy. Jacinta y Francisco que hagan lo que quieran; yo no vuelvo más a Cova de Iría. La resolución estaba tomada, y yo, decidida a ponerla en práctica. El día 12 por la tarde, comenzó a juntarse la gente que venía a asistir a los acontecimientos del día siguiente. Llamé, entonces, a Jacinta y Francisco y los informé de mi resolución. Ellos respondieron: – Nosotros vamos. Aquella Señora nos mandó ir allá. Jacinta se ofreció para hablar con la Señora. Pero le dolía que yo no fuese y comenzó a llorar. Le pregunte por qué lloraba: – Porque tú no quieres ir. – No; yo no voy. Oye: si la Señora te pregunta por mí, dile que no voy porque tengo miedo de que sea el demonio. Y los dejé solos para irme a esconder y, así, no tener que hablar con las personas que me buscaban para preguntarme. Mi madre que me creía jugando con los otros niños, durante todo este tiempo que me escondía detrás de unas matas de un vecino, que lindaba con nuestro Arneiro, un poco al este del pozo, ya tantas veces mencionado, cuando llegaba a casa por la noche, me reprendía diciendo: – Esta sí que es una santita, de ficción. Todo el tiempo que le sobra de estar con las ovejas, lo pasa en los juegos, de tal forma que nadie la encuentra. 87 Al día siguiente, al llegar la hora en la que debía partir, me sentí de repente impulsada a ir, por una fuerza extraña y que no me era fácil resistir. Me puse entonces en camino, pasé por la casa de mis tíos para ver si aún estaba allí Jacinta. La encontré en su cuarto, con su hermano Francisco, de rodillas, a los pies de la cama, llorando. – Entonces, ¿vosotros no vais?, les pregunté. – Sin ti, no nos atrevemos a ir. Anda, ven. – Allá voy, les respondí. Entonces, con el semblante alegre, partieron conmigo. El pueblo, en masa, nos esperaba por los caminos. Con esfuerzo conseguimos llegar allá. Fue este el día en que la Santísima Virgen se dignó revelarnos el secreto. Después, para reanimar mi fervor decaído, nos dijo: – Sacrificaos por los pecadores, y decid a Jesús muchas veces, especialmente siempre que hagáis algún sacrifício: Oh Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.

. Incredulidad de la madre de Lucía Gracias a nuestro buen Dios, en esta aparición se desvanecieron las nubes de mi alma y recupere la paz. Mi pobre madre se afligía cada vez más, al ver la gran cantidad de gentes que allí venían de todas las partes: – Esta pobre gente –decía ella– viene, con certeza, enganãda por vuestros embustes; y realmente no sé qué hacer para desengañarla. Un pobre hombre que se jactaba de hacernos burla, de insultamos y de llegar, a veces, a ponernos las manos encima, un día le preguntó: – Entonces tú, María Rosa, ¿qué me dices de las visiones de tu hija? – No lo sé –le respondió–, me parece que no deja de ser una embustera que trae a medio mundo engañado. – No digas eso muy alto, porque alguien sería capaz de matarla. Me parece que por ahí hay alguien que no la quiere bien. – ¡Ah! ¡No me importa!, con tal que la obliguen a confesar la verdad. Yo he de decir siempre la verdad, sea contra mis hijos o contra quien fuere, aunque fuera contra mi misma. Y verdaderamente así era. Mi madre decía siempre la verdad, aunque fuera contra sí misma. Este buen ejemplo le debemos sus hijos. Un día, pues, determinó de nuevo obligarme a desmentirme, como ella decía; y por ello decidió llevarme al día siguiente (19), otra vez, a casa del Sr. Párroco para que yo le confesara que había mentido, pedirle perdón y hacer las penitencias que su Rvcia. juzgase y quisiese imponerme. Realmente el ataque, esta vez, era fuerte y yo no sabía qué hacer. En el camino pasé por casa de mis tíos, dije a Jacinta, que aún estaba en la cama, lo que me pasaba, y me fui detrás de mi madre. En el escrito sobre Jacinta, ya dije a V. Excia. la parte que ella y el hermano tomaron en esta prueba que el Señor nos envió, y cómo me esperaban en oración junto al pozo, etc. Por el camino, mi madre me fue predicando su sermón. En cierto momento, yo le dije temblando: – Pero, madre mía, ¿cómo he de decir que no vi, si yo vi? Mi madre se calló; y, al llegar junto a la casa del Párroco, me dijo: – Tú escúchame: lo que yo quiero es que digas la verdad: si viste, dices que viste; pero si no viste, confiesa que mentiste. Sin más, subimos las escaleras y el buen Párroco nos recibió en su despacho, con toda amabilidad y yo diría que hasta con cari- ño. Me interrogó con toda seriedad y delicadeza, sirviéndose de algún artifício, para ver si yo me desmentía, o si cambiaba una cosa por otra. Por fin, nos despidió, encogiéndose de hombros, como diciendo: “No sé qué decir ni qué hacer de todo esto”.

. Las amezanas del Administrador Pasados no muchos días, mis tíos y mis padres reciben orden de las autoridades para comparecer en la Administración, al día siguiente, a la hora marcada; con Jacinta y Francisco, mis tíos; y conmigo, mis padres. La Administración está en Vila Nova de Ourém; por eso, había que andar unas tres leguas, distancia bien considerable para unos niños de nuestra edad. Y los únicos medios de viajar en aquel tiempo, por allí, eran los pies de cada uno, o alguna (19) El mencionado ‘día siguiente’ fue el 11 de agosto de 1917. 89 burrita. Mi tío respondió enseguida que comparecía él; pero que a sus hijos no los llevaba: – Ellos, a pie, no aguantan el camino –decía él– y montados no irían seguros encima del animal, porque no están acostumbrados. Además, no tengo por qué presentar en un tribunal a dos niños de tan corta edad. Mis padres pensaban lo contrario: – La mía, va; que responda ella. Yo de estas cosas no entiendo nada. Y, si miente, está bien que sea castigada. Al día siguiente, muy de mañana, me montaron encima de una burra, de la que me caí tres veces en el camino, y allá fui acompa- ñada de mi padre y de mi tío. Me parece que ya conté a V. Excia. Rvma. cuánto sufrieron en este día Jacinta y Francisco pensando que me habían matado. A mí lo que más me hacía sufrir era la indiferencia que mostraban por mí mis padres; esto lo veía más claro cuando observaba el cariño con que mis tíos trataban a sus hijos. Recuerdo que en este viaje me hice esta reflexión: “¡Qué diferentes son mis padres de mis tíos! Para defender a sus hijos se entregan ellos mismos. Mis padres muestran la mayor indiferencia para que hagan de mí lo quieran; pero, paciencia –decía en el interior de mi corazón–, así tengo la dicha de sufrir más por tu amor, oh Dios mío, y por la conversión de los pecadores”. Con esta reflexión encontraba siempre consuelo. En la Administración fui interrogada por el Administrador en presencia de mi padre, mi tío y varios señores más, que no sé quiénes eran. El Administrador quería forzosamente que le revelase el secreto, y que le prometiese no volver más a Cova de Iría. Para conseguir esto, no se privó ni de promesas ni de amenazas. Viendo que nada conseguía, me despidió manifestando que lo había de conseguir, aunque para ello tuviese que quitarme la vida. Mi tío recibió una buena reprensión por no haber cumplido la orden; después de todo esto, nos dejaron volver a nuestra casa.

. Más disgustos familiares En el seno de mi familia había todavía otro disgusto, del que yo era la culpable, según decían ellos. Cova de Iría era una propiedad perteneciente a mi padre. En el fondo tenía un poco de terreno bastante fértil, en el cual se cultivaba bastante maíz, legumbres, 90 hortalizas, etc. En las laderas había algunos olivos, encinas y robles; pero desde que la gente comenzó a ir allá, nunca más pudimos cultivar cosa alguna. La gente lo pisaba todo. Gran cantidad iba a caballo, y los animales terminaban comiéndoselo y destrozándolo. Mi madre, lamentando estas pérdidas, me decía: – ¡Tú ahora cuando quieras comer, se lo vas a pedir a esa Señora! Mis hermanas añadían: –Tú ahora sólo debías comer de lo que se cultiva en Cova de Iría. Estas cosas me dolían tanto, que yo no me atrevía a coger ni un pedazo de pan para comer. Mi madre, para obligarme a decir la verdad, como ella decía, llegó, no pocas veces, a hacerme sentir el peso de algún palo destinado a la lumbre, que se encontrase en el montón de leña, o el de la escoba. Pero, como al mismo tiempo era madre, procuraba después levantarme las fuerzas decaídas, y se afligía al verme consumir con la cara paliducha, temiendo que fuese a enfermar. ¡Pobre madre!; ahora sí que comprendo de verdad la situación en que se encontraba y tengo pena de ella. En verdad ella tenía razón en juzgarme indigna de un favor así, y por ello me creía mentirosa. Por una gracia especial de nuestro Señor, nunca tuve el menor pensamiento ni movimiento en contra de su modo de proceder en relación a mi persona. Como el Ángel me había anunciado que el Señor me enviaría sufrimientos, vi siempre en todo ello la acción de Dios, que así lo quería. El amor, la estima y el respeto que le debía continuó siempre aumentando, como si me acariciase mucho. Y ahora le estoy más agradecida por haberme tratado así, que si hubiese continuado criándome entre mimos y caricias.

. Primer Director Espiritual Me parece que fue en el transcurso de este mes (20) cuando se presentó por primera vez el P. Formigão para hacerme su interrogatorio. Me preguntó seria y minuciosamente. Me agradó mucho, porque me habló bastante de la práctica de las virtudes, enseñándo- (20) El Dr. Manuel Nunes Formigão Junior, gran apóstol de Fátima, no vino en agosto sino el 13 de septiembre, por primera vez a Cova de Iría. 91 me algunos modos de praticarlas. Me mostró una estampa de Santa Inés, me contó su martírio y me animó a imitarla. Su Rvcia. continuó yendo allí todos los meses para hacerme su interrogatorio, al fin del cual, siempre me daba un buen consejo, con el que me hacía algun bien espiritual. Un día me dijo: – Tienes obligación de amar mucho a Nuestro Señor, por tantas gracias y beneficios que te está concediendo. Se grabó tan profundamente esta frase en mi alma, que desde entonces adquirí el hábito de decir continuamente a Nuestro Se- ñor: “Dios mío, yo te amo, en agradecimiento a las gracias que me has concedido”. Comuniqué a Jacinta y a su hermano esta jaculatória que a mí tanto me agradaba, y ella la tomó tan en serio, que cuando, más entretenida estaba en medio de los juegos, preguntaba: – Oíd, ¿se os ha olvidado decir a Nuestro Señor que le amamos por las gracias que nos ha concedido?

La prisión de Ourém Entretanto, amanecía el día 13 de agosto. Las gentes llegaban de todas partes desde la víspera. Todos querían vernos e interrogarnos y hacernos sus peticiones para que las transmitiésemos a la Santísima Virgen. Eramos, en las manos de aquellas gentes, como una pelota en las manos de los niños. Cada uno nos empujaba para su lado y nos preguntaba por sus cosas, sin darnos tiempo a responder a ninguno. En medio de esta lucha, aparece una orden del Sr. Administrador, para que fuera a casa de mi tía, que me esperaba allí. Mi padre era el intimidado y fue a llevarme. Cuando llegué, estaba él en un cuarto con mis primos. Allí él nos interrogó e hizo nuevas tentativas para obligarnos a revelar el secreto y a prometer que no volveríamos a Cova de Iría. Como nada consiguió, dio orden a mi padre y a mi tío para que nos llevasen a casa del Sr. Cura. Todo lo que nos pasó después en la prisión, no me detengo ahora a contarlo, porque V. Excia. Rvma. lo conoce ya. Como ya dije a V. Excia., a lo que en ese tiempo fui más sensible y lo que más me hizo sufrir, lo mismo que a mis primos, fue el abandono completo de nuestra família. 92 A la vuelta de este viaje o prisión, que no sé cómo lo he de llamar –que a mi parecer fue el día 15 de agosto,– como satisfechos de mi llegada a casa, me mandaron inmediatamente sacar el rebaño y llevarlo a pastar. Mis tíos quisieron quedarse con sus hijos en casa, y por ello mandaron en su lugar a su hermano Juan. Como ya era tarde, nos quedamos junto a nuestra aldea, en los Valinhos. V. Excia. Rvma. ya conoce también cómo pasó esta escena, por ello no me detengo a describirla. La Santísima Virgen nos recomendó de nuevo la práctica de la mortificación, diciendo al final de todo: – Rezad, rezad mucho y haced sacrifícios por los pecadores; que van muchas almas al infierno, porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas.

Mortificaciones y sufrimientos Pasados algunos días, íbamos con las ovejas por un camino, donde encontré un trozo de cuerda de un carro. La cogí y jugando la até a uno de mis brazos. No tardé en notar que la cuerda me lastimaba; dije entonces a mis primos: – Oíd: esto hace daño. Podíamos atarla a la cintura y ofrecer a Dios este sacrificio. Las pobres criaturas aceptaron mi idea, y tratamos enseguida de divirla para los tres. Las aristas de una piedra, a la que pegábamos con otra, fue nuestra navaja. Fuese por el grosor o aspereza de la cuerda, fuese porque a veces la apretábamos mucho, este instrumento nos hacía, a veces, sufrir horriblemente. Jacinta deja-ba, en ocasiones, caer algunas lágrimas debido al daño que le causaba; yo le decía entonces que se la quitase; pero ella me respondía: – ¡No!, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor en reparación y por la conversión de los pecadores. Otro día, jugábamos cogiendo de las paredes unas hierbas, que producen un estallido cuando se aprietan con las manos. Jacinta, al recoger estas hierbas, cogió sin querer también una ortiga, con la que se produjo picor. Al sentir el dolor, las apretó más con las manos, y nos dijo: – Mirad, mirad, otra cosa con la que nos podemos mortificar. 93 Desde entonces quedamos con la costumbre de darnos, de vez en cuando, con las ortigas un golpe en las piernas, para ofrecer a Dios también aquel sacrificio. Si no me engaño, fue también en el transcurso de este mes cuando adquirimos la costumbre de dar nuestra merienda a nuestros pobrecitos, como ya conté a V. Excia. Rvma., en el escrito sobre Jacinta. Mi madre comenzó, también, en el transcurso de este mes, a estar más en paz. Ella solía decir: – Si hubiese, aunque sólo fuera una persona, que viese alguna cosa, yo tal vez creería: ¡pero, entre tantas gentes, ver sólo ellos! Ahora, en este último mes, varias personas decían que veían algunas cosas: unos, que habían visto a Nuestra Señora; otras, varias señales en el sol, etc., etc. Mi madre decía entonces: – A mí antes me parecía que si hubiese otras personas que también viesen algo, creería; pero, ahora, hay tantas que dicen que ven, y yo no acabo de creer. Mi padre comenzó también, por entonces, a tomar mi defensa, imponiendo silencio siempre que comenzaban a reñir conmigo; y solía decir: – No sabemos si es verdad; pero tampoco sabemos si es mentira. Por este tiempo mis tíos, cansados de las impertinencias de las personas de fuera, que continuamente pedían vernos y hablarnos, comenzaron a mandar a su hijo Juan a pastorear el rebaño, quedando ellos con Jacinta y Francisco en casa. Poco después, acabaron por venderlo. Y yo comencé a ir sola con mi rebaño, porque no me gustaba andar con otra compañía. Como ya conté a V.Excia., Jacinta y su hermano iban conmigo, cuando yo iba cerca; y si el pastoreo era lejos, iban a esperarme al camino. Puedo decir que fueron verdaderamente felices esos días para mí en que, sola, en medio de mis ovejas, desde la cima de un monte o desde las profundidades de un valle, yo contemplaba los encantos del cielo y agradecía a nuestro buen Dios las gracias que desde allá me había mandado. Cuando la voz de alguna de mis hermanas interrumpía mi soledad, llamándome para que fuera a casa para hablar con tal o cual persona que me buscaba, yo sentía un profundo disgusto, y sólo me consolaba el poder ofrecer a nuestro buen Dios, una vez más, este sacrificio. 94 Vinieron un día a hablarnos tres caballeros. Después de su interrogatório, bien poco agradable, se despidieron diciendo: – Mirad si os decidís a decir ese secreto; si no, el señor Administrador está dispuesto a quitaros la vida. Jacinta, dejando traslucir su alegría en el rostro, dijo: – ¡Qué bien! ¡Con lo que me agradan Nuestro Señor y Nuestra Señora! ¡Así vamos a verlos enseguida! Corriendo el rumor de que, efectivamente, el Administrador nos quería matar, una de mis tías, casada en Casais, vino a nuestra casa, con la intención de llevarnos a la suya, porque decía ella: – Yo vivo en otro Ayuntamiento y por eso el Administrador no os puede ir a buscar allí. Pero su intención no se realizó, debido a que nosotros no quisimos ir y respondimos: – Si nos matan, es lo mismo; vamos al Cielo.

El trece de septiembre Así se aproximó el día trece de septiembre. En este día la Santísima Virgen, después de lo que ya he narrado, nos dijo: – Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda. Ponéosla solamente durante el día. Excusado será decir que obedecimos puntualmente sus órdenes. Como en el mes pasado Nuestro Señor, según parece, había querido manifestar alguna cosa extraordinaria, mi madre tenía la esperanza de que en ese día, esos hechos serían más claros y evidentes. Pero como nuestro buen Dios, tal vez para darnos la ocasión de poder ofrecerle algún sacrificio más, permitió que en este día no trasluciese ningún rayo de su gloria, mi madre se desanimó de nuevo y la persecución en casa comenzó otra vez. Eran muchos los motivos por los que se aflijía. A la pérdida total de Cova de Iría, que era un bonito pastizal para nuestro rebaño, y de los comestibles que allí se recogían, se venía a juntar la convicción, casi cierta, como ella decía, de que los acontecimientos no pasaban de simples quimeras y fantasías de imaginaciones infantiles. Una de mis hermanas no hacía otra cosa que ir a llamarme y quedar en mi lugar pastoreando nuestro rebaño, para que yo fuese a 95 hablar con las personas que pedían verme y hablarme. Esta pérdida de tiempo, para una familia rica, no sería nada; pero para nosotros, que teníamos que vivir de nuestro trabajo, era algo importante. Mi madre se vio obligada, pasado no mucho tiempo, a vender nuestro rebaño, que hacía, para el sustento de la família, no poca falta. De todo esto se me culpaba y todos me lo echaban en cara en los momentos críticos. Espero que nuestro buen Dios me lo haya aceptado todo, pues yo se lo ofrecí, siempre contenta, por poder sacrificarme por Él y por los pecadores. A su vez, mi madre sufría todo esto con una paciencia y resignación heroicas; y si me reprendía y castigaba, era porque me creía mentirosa. A veces, completamente conforme con los disgustos que Nuestro Señor le enviaba, decía: – ¿Será todo esto el castigo que Dios me manda por mis pecados? Si así es, bendito sea Dios

Sin espíritu de lucro Una vecina se acordó un día, no sé cómo, de decir que unos señores me habían dado, no recuerdo qué cantidad de dinero. Mi madre, sin más, me llamó y me preguntó por ello. Como yo le dije que no lo había recibido, quiso entonces obligarme a entregarlo; y, para ello, se sirvió del palo de la escoba. Cuando yo ya tenía el polvo de la ropa bien sacudido, intervino una de mis hermanas, Carolina, con otra muchacha, vecina nuestra, llamada Virgínia, diciendo que habían asistido al interrogatório de esos senõres y que habían visto que ellos no me habían dado nada. Pude, así defendida, retirarme a mi pozo predilecto y ofrecer, una vez más, este sacrificio a nuestro buen Dios.

Una visita curiosa Si no me engaño, fue también en el trascurso de este mes, cuando apareció por allí un joven que, por su elevada estatura, me hizo temblar de miedo (21). Cuando vi entrar en casa, buscándome, a ( 21) Se refiere a la visita del Dr. Carlos de Azevedo Mendes, el día 8 de septiembre de 1917. 96 un señor que tuvo que inclinarse para poder entrar por la puerta, me creí en la presencia de un alemán. Y como en ese tiempo estábamos en guerra y las famílias solían meter miedo a los niños diciendo: “Ahí viene un alemán a matarte”, yo pensé que había llegado mi último momento. Mi susto no pasó desapercibido a dicho joven que procuró tranquilizarme, sentándome en sus rodillas, y preguntándome con toda amabilidad. Terminado su interrogatório, pidió a mi madre que me dejara ir a enseñarle el sitio de las apariciones y rezar allí con él. Mi madre accedió a su petición y nos fuimos allá. Pero yo me estremecía de pavor al verme sola, por aquellos caminos, en compañía del desconocido. Me tranquilizó, sin embargo, la idea de que si me mataba iría a ver a Nuestro Señor y Nuestra Señora. Llegados al lugar, puestos de rodillas, me pidió que rezase un Rosario con él para pedir a la Santísima Virgen una gracia que él deseaba mucho: que una tal muchacha consintiese recibir con él el sacramento del matrimonio. Me extrañó la petición, y pensé: “si ella te tuviese tanto miedo como yo, nunca te diría que sí”. Terminado el rezo de nuestro Rosario, el buen joven me acompañó hasta cerca de nuestro pueblo y me despidió amablemente recomendándome su intención. Empecé entonces una carrera desenfrenada hasta llegar a casa de mis tíos, temiendo que él volviese atrás. Cuál no fue mi espanto cuando el día 13 de octubre, me encontré de repente, después de las apariciones, en los brazos de dicho personaje, nadando por encima de las cabezas de la gente. Realmente estaba bien para que todos pudiesen satisfacer su curiosidad de verme; al poco rato, como el buen señor no veía donde ponía los pies, tropezó en unas piedras, y cayó; yo no caí porque quedé apretujada entre el gentío que me rodeaba. Otras personas me recibieron y dicho personaje desapareció, hasta que pasado algún tiempo apareció de nuevo allí, con dicha muchacha, ya entonces su esposa, para agradecer a la Santísima Virgen la gracia recibida y pedirle una abundante bendición. Este joven es hoy el señor Dr. Carlos Mendes, de Torres Novas. 97

El trece de octubre Todo lo que pasó en este día (22). De esta aparición, las palabras que más se me grabaron en el corazón, fue la petición de Nuestra Santísima Madre del Cielo: – No ofendan más a Dios, Nuestro Señor, que ya está muy ofendido. ¡Qué amorosa queja y qué tierna petición! ¡Cómo me gustaría que los hombres de todo el mundo y todos los hijos de la Madre del Cielo escuchasen su voz! Se había extendido el rumor de que las autoridades habían decidido hacer explotar una bomba junto a nosotros, en el momento de la aparición. No sentimos, por ello, miedo alguno y hablando de esto con mis primos, dijimos: – ¡Qué bien si nos fuera concedida la gracia de subir, desde allí con Nuestra Señora al Cielo! Sin embargo, mis padres se asustaron, y por primera vez quisieron acompañarme, diciendo: – Si mi hija va a morir, yo quiero morir a su lado. Mi padre me llevó, entonces, de la mano hasta el lugar de las apariciones. Pero, desde el momento de las apariciones, no lo volví a ver más, hasta que por la noche me encontré en el seno de la familia. La tarde de este día la pasé con mis primos, como si fuésemos algún bicho raro que la multitud procuraba ver y observar. Llegué a la noche verdaderamente cansada de tantas preguntas e interrogatorios, los cuales no acabaron ni con la noche. Varias personas, porque no habían podido interrogarme, quedaron haciendo turno para la mañana siguiente. Aún quisieron algunos hablarme por la noche; pero yo, vencida por el sueño, me dejé caer en el suelo para dormir. Gracias a Dios, el respeto humano y el amor propio en aquella edad aún no los conocía, y por ello estaba tranquila ante cualquier persona, como si estuviese con mis padres. Al día siguiente continuaron los interrogatorios, o, mejor dicho, en los días siguientes, porque, desde entonces, casi todos los días ( 22) Tenemos el precioso informe del Párroco de Fátima; en los interrogatorios se mencionan los mismos acontecimientos. iban personas a implorar la protección de la Madre del Cielo a Cova de Iría, y todos querían ver a los videntes, hacerles sus preguntas y rezar con ellos el Rosario. A veces me sentía tan cansada de tanto repetir lo mismo y de rezar, que buscaba un pretexto para excusarme y escapar. Pero aquella pobre gente insistía tanto, que yo tenía que hacer un esfuerzo, a veces no pequeño, para satisfacerla. Repetía, entonces, mi oración habitual en el fondo de mi corazón: “Es por tu amor, Dios mío, en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, por la conversión de los pecadores y por el Santo Padre”.

. Interrogatorios de sacerdotes Dos venerables sacerdotes, quienes nos hablaron de Su Santidad y de la necesidad que tenía de oraciones. Desde entonces, no ofrecíamos a Dios oración o sacrificio alguno, en que no dirigiésemos una súplica por Su Santidad. Y concebimos un amor tan grande al Santo Padre que, cuando un día el Sr. Cura dijo a mi madre que seguramente yo iba a tener que ir a Roma, para ser interrogada por el Santo Padre, batía las palmas de alegría y decía a mis primos: – ¡Qué bien, si voy a ver al Santo Padre! Y a ellos se les caían las lágrimas, y decían: – Nosotros no vamos, pero ofrecemos este sacrificio por él. El Sr. Párroco me hizo también su último interrogatorio. El tiempo determinado para los hechos había concluido y su Rvcia. no sabía qué decir a todo esto. Comenzó también a demostrar su descontento: – ¿Para qué va esa cantidad de gente a postrarse en oración a un descampado, cuando el Dios Vivo, el Dios de nuestros altares, sacramentado, permanece solitario, abandonado en el Tabernáculo? ¿Para qué ese dinero que dejan, sin fin alguno, debajo de esa carrasca, mientras la iglesia en obras no hay manera de acabarla, por falta de medios? Se puede afirmar, por los documentos de entonces, que una de las razones de la salida del Párroco fueron las dificultades en la construcción de la nueva iglesia. 99 Yo comprendía perfectamente la razón de sus reflexiones; pero, ¿qué podía yo hacer?; si yo fuese la señora de los corazones de estas personas, los inclinaría, ciertamente, hacia la iglesia. Pero como no lo era, ofrecía también a Dios este sacrificio. Como Jacinta tenía la costumbre en los interrogatórios de bajar la cabeza, poner los ojos en el suelo y no decir casi nada, yo era la llamada casi siempre para satisfacer la curiosidad de los peregrinos. Era, por ello, continuamente llamada a casa del Sr. Cura para ser interrogada por ésta o aquella persona, por éste o aquel sacerdote. Vino en una ocasión a interrogarme un sacerdote de Torres Novas.(24)Me hizo un interrogatorio tan minucioso, tan lleno de enredos, que quedé con algunos escrúpulos, por creer haber ocultado alguna cosa. Consulté con mis primos el caso: – No sé –les dije– si estamos haciendo mal, en no decir todo cuanto nos preguntan sobre si Nuestra Señora nos dice alguna cosa más. No sé si con decir que tenemos un secreto, no mentimos callando el resto. – No sé –respondió Jacinta–, ¡mira a ver!, tú eres la que quieres que no se diga. – Ya se ve que no quiero, no –le respondí–; ¡para que comiencen a preguntamos qué mortificaciones hacemos!, ¡sólo nos faltaba eso! Oye, si tú te hubieses callado y no hubieras dicho nada, ahora nadie sabría que habíamos visto a Nuestra Señora y hablado con Ella, como con el Ángel. Nadie precisaba saberlo. La pobre niña, al oír mis razones, comenzó a llorar y, como en mayo, según lo que ya le escribí en su historia, me pidió perdón. Quedé, pues, con mis escrúpulos, sin saber cómo resolver mi duda. Pasado poco tiempo, se presentó otro sacerdote de Santarém. Parecía hermano del primero o, al menos, que se habían ensayado juntos: las mismas preguntas y enredos, los mismos modos de reír y hacer burla; hasta la estatura y facciones parecían las mismas. Después de este interrogatorio, mis dudas aumentaron, y no sabía verdaderamente qué hacer. Pedía constantemente a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que me dijesen cómo debía actuar: ( 24) El cánonigo Ferreira, en aquel tiempo Vicario de Torres Novas, manifestó, un día, que él mismo había sido uno de estos interrogadores. – ¡Oh mi Dios y mi Madrecita del Cielo! ¡Vosotros sabéis que no os quiero ofender con mentiras, pero bien veis que no es bueno decir todo lo que me dijisteis! En medio de esta perplejidad, tuve la suerte de hablar con el Vicario de Olival (25). No sé por qué su Rvcia. me inspiró confianza y le expuse mis dudas. Ya escribí en el escrito sobre Jacinta cómo su Rvcia. nos enseñó a guardar nuestro secreto. Nos dio, además, algunas instrucciones más sobre la vida espiritual. Sobre todo, nos enseñó la manera de dar gusto a Nuestro Señor en todo, y la manera de ofrecerle un sin fin de pequeños sacrificios: – Si os apetece comer una cosa, hijitos míos, la dejáis y en su lugar os coméis otra, y ofrecéis a Dios un sacrificio; si os interrogan y no os podéis excusar, es Dios que así lo quiere; ofrecedle también este sacrifício. Comprendi, verdaderamente, el lenguaje de este venerable sacerdorte y quedé satisfecha de él. Su Rvcia. no perdió jamás de vista mi alma y de vez en cuando se dignaba, o pasar por allí, o se valía de una piadosa viuda que vivía en un pueblecito cerca de Olival (26); se llamaba señora Emilia. Esta piadosa mujer iba con frecuencia a Cova de Iría para rezar. Después, pasaba por mi casa, pedía que me dejasen ir varios días con ella y después me llevaba a casa del Sr. Vicario. Su Rvcia.tenía la bondad de mandarme quedar varios días en su casa, diciendo que era para hacer compañía a su hermana. Tenía, entonces, la paciencia de pasar a solas conmigo largas horas, enseñándome a practicar las virtudes y guiándome con sus sabios consejos. Sin que yo, por entonces, comprendiese nada de la vida espiritual, puedo decir que fue mi primer director espiritual. Conservo, pues, de este venerable sacerdote gratos y santos recuerdos. ( 25) Se trata del P. Faustino ( 26) El lugar se llama Soutaria. La casa de la sra. Emilia fue transformada en capilla. .

DESPUES DE LAS APARACIONES Lucía va a la escuela Estoy escribiendo hasta aquí, sin ton ni son, como se suele decir; y ya voy dejando atrás algunas cosas. Pero estoy haciendo lo que V. Excia. Rvma. me dijo: que escribiese según lo fuera recordando con toda sencillez. Pues así lo quiero hacer, sin que me importe el orden ni el estilo. Me parece que así mi obediencia es más perfecta; y, por tanto, más agradable a Nuestro Señor y al Inmaculado Corazón de María. Vuelvo, pues, a la casa paterna. Ya dije a V. Excia. que mi madre tuvo que vender nuestro rebaño, quedando sólo con tres ovejas que llevábamos con nosotros al campo; y, cuando no íbamos, les dábamos de comer algunas cosas en el corral. Mi madre me mandó, entonces, a la escuela; y, en el tiempo que me quedaba libre, quería que aprendiese a tejer y a coser. Así, me tenía segura en casa y no tenía que perder tiempo en buscarme. Un hermoso día hablaban mis hermanas de ir a hacer la vendimia de un rico señor de Pé de Cão con otras chicas. Mi madre decidió que ellas irían, pero que yo iría también con ellas. (También ya dije al principio, que mi madre tenía la costumbre de no dejarlas ir a ningún sitio sin que me llevasen).

Actitud del Párroco Por entonces, el Sr. Cura comenzó también a preparar a los niños para una Comunión solemne. Como desde los seis años yo repetía la Comunión solemne, mi madre decidió que este año yo no la haría, por lo cual no fui a la explicación de la doctrina. Al salir de la escuela, cuando los demás niños iban para la puerta del Sr. Cura, yo me marchaba para mi casa a seguir con mi costura o con mi tejido. Al buen Párroco no le agradó mi falta a la doctrina; y su hermana, al salir yo de la escuela, mandó a llamarme por otra niña. Esta propiedad, en las proximidades de Torres Novas, perteneció al ingeniero Mario Godinho. El mismo hizo, el día 13 de julio de 1917, la primera fotografía que tenemos de los niños. Ésta me encontró ya camino de Aljustrel, junto a la casita de un pobre hombre, al que llamaban ‘el Caracol’; me dijo que la hermana del Sr. Cura me mandaba llamar; y que, por tanto, fuera hacia allá. Pensando que era para algún interrogatorio, me disculpé diciendo que mi madre me había mandado ir enseguida a casa; y, sin más, eché a correr como una tonta a través de los campos, en busca de un escondrijo, donde no pudiese ser encontrada. Pero esta vez el juego me salió caro. Pasados algunos días, hubo en la feligresía una fiesta, cuya Misa vinieron a cantar varios sacerdotes de fuera. Al terminar la fiesta, el Sr. Cura me mandó llamar, y delante de todos aquellos sacerdotes me reprendió severamente por no haber ido a la doctrina, y por no haber acudido al llamamiento de su hermana; en fin, todas mis debilidades aparecieron allí y el sermón se fue prolongando por largo rato. Por fin, no sé cómo apareció allí un venerable sacerdote que procuró defender mi causa. Quiso disculparme, diciendo que tal vez fue mi madre la que no me dejaba. Pero el buen Párroco respondió: – ¿La madre? ¡La madre es una santa! ¡Esta sí que es una criatura que aún estamos por ver lo que va a salir de aquí! El buen sacerdote, que venía a ser Sr. Vicario de Torres Novas, me preguntó entonces amablemente el motivo de no haber ido a la doctrina. Expuse entonces la determinación que había tomado mi madre. No creyéndome el Sr. Cura, me mandó que llamase a mi hermana Gloria, que estaba en el atrio, para informarse de la verdad. Después de saber que las cosas eran como yo acababa de decir, concluyó: – Pues bien, o la niña viene ahora, estos días que faltan, a la doctrina, y, después de hacer la confesión conmigo, recibe la Comunión solemne con los demás niños, o, bien, en la feligresía no vuelve a recibir la Comunión. Al oír tal propuesta, mi hermana manifestó que, cinco días antes yo debía partir con ellas y que nos hacía un gran transtorno; que si su Rvcia. quería, yo iría a confesar y comulgar un día antes de partir. El buen Párroco no entendió la petición y se mantuvo firme en su propuesta. Al llegar a casa, informamos a mi madre, que, al enterarse de lo ocurrido, fue también a pedir a su Rvcia., que me confesara y diese la comunión otro día. Pero todo fue inútil. Mi madre decidió, entonces, que a pesar de la distancia del viaje y de las dificultades de hacerlo –porque, además de ser larguísimo, era necesario ir por caminos malos, atravesar montes y sierras–, después del día de la Comunión solemne, mi hermano haría el viaje para llevarme allá. Yo creo que sudaba tinta, sólo con la idea de tenerme que confesar con el Sr. Cura. ¡Qué miedo el que le tenía! Lloraba de aflicción. Llegó la víspera, y su Rvcia. mandó que todos los niños fuesen por la tarde a la iglesia para confesarse. Allá fui, pues, con el corazón más encogido que si estuviese en una prensa; al entrar en la iglesia, vi que había varios sacerdotes confesando. En un confesionario, al fondo, estaba el Padre Cruz, de Lisboa. Yo ya había hablado con su Rvcia. y me había agradado mucho. Sin tener en cuenta que en un confesionario abierto, en medio de la iglesia, estaba el Sr. Cura fijándose en todo, pensé: primero voy a confesarme con el P. Cruz y a preguntarle cómo he de hacer; y, después, voy al Sr. Cura. El P. Cruz me recibió con toda amabilidad, y después de oírme, me dio consejos, diciéndome que si no quería ir al Sr. Cura que no fuese; que, por ello, el Sr. Cura no podría negarme la Comunión. Radiante de alegría con estos consejos, recé la penitencia y me escapé de la iglesia con miedo de que alguien me llamara. Al día siguiente, fui allí con mi vestido blanco, recelando aún de que la Comunión me fuese negada. Pero su Rvcia. se contentó, por entonces, con hacerme saber, al fin de la fiesta, que no le había pasado desapercibida mi falta de obediencia en irme a confesar con otro sacerdote. El buen Párroco continuó mostrándose cada vez más descontento y confuso con relación a los hechos; y, un buen día, dejó la parroquia. Se extendió, entonces, la noticia de que su Rvcia. se había ido por mi culpa, por no haber querido asumir la responsabilidad de los hechos. Como era un párroco celoso y querido por el pueblo, no me faltaron, por ello, motivos para sufrir. Algunas piadosas mujeres, cuando me encontraban, desahogaban su disgusto, dirigiéndome insultos, y, a veces, me despedían con un par de bofetadas o puntapiés. Ciertamente esa no fue la razón de su salida. La dificultad que el Párroco tenía con sus feligreses, en la construcción de la iglesia, habría sido la verdadera causa.. Comunión en el sufrimiento Jacinta y Francisco pocas veces tomaban parte en estos mimos que el Cielo nos enviaba, porque sus padres no consentían que nadie les tocase. Pero sufrían al verme sufrir, y no pocas veces las lágrimas les corrían por la cara al verme afligida y mortificada. Un día Jacinta me decía: – Ojalá mis padre fueran como los tuyos, para que esta gente también me pudiera pegar, porque así tendría más sacrificios que ofrecer a Nuestro Señor. No obstante, ella sabía aprovechar bien las ocasiones de mortificarse. También teníamos por costumbre, de vez en cuando, ofrecer a Dios el sacrificio de pasar un novenario o un mes sin beber. Una vez hicimos este sacrificio en pleno mes de agosto, en el que el calor era sofocante. Volvíamos un día, después de rezar nuestro Rosario, de Cova de Iría, y al llegar junto a una laguna que queda al lado del camino, me dijo Jacinta – ¡Oye: tengo tanta sed y me duele tanto la cabeza! Voy a beber un poco de este agua. – De ésta no –le respondí–, mi madre no quiere que bebamos de aquí, porque hace daño. Vamos allá, a pedir una poquita a tía María dos Anjos. (Era una vecina nuestra que hacía poco tiempo se había casado y vivía allí en una casita). – No, de esa agua buena no quiero. Beberé de ésta, porque en vez de ofrecer a Nuestro Señor la sed, le ofreceré el sacrificio de beber de esta agua sucia. Verdaderamente, el agua de esta laguna era muy sucia. Varias personas lavaban allí la ropa, y los animales iban a beber y a ba- ñarse. Por ello, mi madre tenía el cuidado de recomendar a sus hijos que no bebiesen de esta agua. Otras veces decía: – Nuestro Señor debe de estar contento con nuestros sacrificios, porque yo ¡tengo tanta, tanta sed!; pero no quiero beber, quiero sufrir por su amor. Un día estábamos sentados en el portal de la casa de mis tíos, cuando nos dimos cuenta que se aproximaban varias personas. Francisco y yo, enseguida, corrimos cada uno a nuestro cuarto a escondernos debajo de las camas. Jacinta dijo: – Yo no me escondo; voy a ofrecer a Dios este sacrificio. Y aquellas personas se aproximaron, hablaron con ella, esperaron mucho tiempo mientras me buscaban y, por fin, se marcharon. Salí entonces de mi escondrijo y le pregunté: – ¡Qué respondiste cuando te preguntaron si sabías dónde estábamos? – No respondí nada; bajé la cabeza y los ojos hacia el suelo y no dije nada. Hago siempre así cuando no quiero decir la verdad. Y mentir tampoco quiero, porque es pecado. En verdad, ella tenía mucho la costumbre de proceder así, y era inútil cansarse de hacer preguntas, que no obtenían ni la mínima respuesta. Sacrificios de esta clase, de ordinario, si nosotros podíamos escapar, no estábamos dipuestos a ofrecerlos. Otro día, estábamos sentados a unos pasos de su casa, a la sombra de dos higueras que hay sobre el camino. Francisco se apartó un poco, jugando. Notando que se aproximaban varias se- ñoras, corre a darnos la noticia. Como en aquel tiempo se usaban unos sombreros con unas alas casi del tamaño de una criba, pensamos que con semejantes cartapacios no nos verían; y, sin más, subimos a la higuera. Después que las señoras pasaron, descendimos apresuradamente y, en precipitada fuga, fuimos a escondernos en un campo de maíz. Esta manera nuestra de escaparnos siempre que podíamos, constituía también un motivo de queja del Sr. Cura; y en especial su Rvcia.se quejaba de que nos escapábamos de los sacerdotes. Era cierto y su Rvcia. tenía razón. Pero era porque también los sacerdotes nos interrogaban, nos reinterrogaban y nos volvían a interrogar. Cuando nos veíamos en la presencia de un sacerdote, ya nos disponíamos a ofrecer a Dios uno de nuestros mayores sacrificios.

Prohibición de la peregrinación Entretanto, el Gobierno no se conformaba con la marcha de los acontecimientos. Se habían puesto en el lugar de las apariciones unos palos, a modo de arcos, con unas linternas que algunas personas tenían el cuidado de mantener encendidas. Mandaron, pues, una noche a algunos hombres con un automóvil para derribar dichos palos, cortar la encina donde se había dado la aparición y llevarla arrastrando detrás del automovil. Por la mañana, se extendió rápidamente la noticia del hecho. Allá fui corriendo para ver si era verdad. Pero cuál no sería mi alegría al ver que los pobres hombres se habían equivocado, y en lugar de la encina auténtica habían arrancado una de las colindantes. Pedí, entonces, a Nuestra Señora perdón por aquellos pobres hombres y recé por su conversión. Pasado algún tiempo, en un día 13 de mayo, no recuerdo si de 1918 o 19 al amanecer, corrió la noticia de que en Fátima había una fuerza de caballería, para impedir al pueblo la ida a Cova de Iría. Toda la gente, muy asustada, me iba a dar la noticia, diciendo que seguramente aquel día era el último de mi vida. Sin hacer caso de lo que me decían, me puse en camino de la iglesia. Al llegar a Fátima, pasé por entre los caballos que llenaban la plaza, entré en la iglesia, oí la Misa que celebró un sacerdote desconocido, comulgué y, después de dar gracias, volví en paz a casa, sin que nadie me dijese una sola palabra. No sé si no me vieron o si no me dieron importancia. Por la tarde, a pesar de las noticias que constantemente llegaban, de que la tropa hacía esfuerzos para apartar al pueblo, sin conseguirlo, allá fui también para rezar mi Rosario. En el camino, se juntó conmigo un grupo de mujeres que habían venido de fuera. Cuando me aproximaba ya al lugar, vienen al encuentro del grupo dos militares, fustigando apresuradamente sus caballos para alcanzarnos. Al llegar junto a nosotros, preguntaron para dónde íbamos. Al oír la respuesta osada de las mujeres – “que no les importaba” -, fustigaron los caballos, haciendo intención de querer atropellarnos. Las mujeres huyeron, cada una por su lado, y en un momento me encontré sola en la presencia de los jinetes. Me preguntaron entonces mi nombre, a lo que respondí sin tardar. Entonces me preguntaron si yo era la tal vidente. Respondí que sí. Me dieron entonces la orden de ponerme en medio del camino y de caminar en medio de los dos caballos, indicándome el camino a Fátima. Al aproximarme a la laguna, de la que ya hablé, una pobre Fue el 13 de mayo de 1920. Hay fechas que ni la misma Lucía puede identificar. alguna distancia, así entre los caballos, salió al medio del camino y, como si fuera otra Verónica, procuró inculcarme coraje. Los soldados la obligaron a retirarse sin pérdida de tiempo y la pobre mujer quedó deshecha en llanto, lamentando mi desgracia. Algunos pasos más adelante, me mandaron parar y me preguntaron si aquella mujer era mi madre. Respondí que no. Ellos no lo creyeron y preguntaron si aquella casa no era la mía. De nuevo, les dije que no. Ellos entonces, que parecía que no me creían, me mandaron seguir un poco más adelante, hasta la casa de mis padres. Al llegar a un terreno, que queda un poco antes de entrar en Aljustrel, junto a una pequeña fuente, al ver allí abiertos unos hoyos para plantar árboles, me mandaron parar y, tal vez para asustarme, le dijo el uno al otro: – Aquí hay hoyos abiertos. Con una de nuestras espadas le cortamos la cabeza y aquí la dejamos, ya enterrada. Así acabamos con esto de una vez para siempre. Al oír estas palabras, creí realmente llegado mi último momento; pero quedé tan tranquila, como si nada de aquello fuese conmigo. Pasado un momento, en que pareció quedaron pensativos, el otro respondió: – No, no tenemos autorización para eso. Y me mandaron continuar mi camino. Atravesé así, nuestra pequeña aldea, hasta llegar a casa de mis padres. Toda la gente salía a las puertas y ventanas para ver lo que pasaba. Unos se reían con burla, otros lamentaban con pena mi suerte. Al llegar a mi casa, me mandaron llamar a mis padres. No estaban. Uno se bajó, entonces, para ver si estaban escondidos. Dio una vuelta por la casa; y después, al no encontrarlos, me dio la orden de no salir de allí más en aquel día; y, montando en sus caballos, se fueron. Al caer la tarde, corrió la noticia de que la tropa se había retirado, vencida por el pueblo; y al ponerse el sol, yo rezaba mi Rosario en Cova de Iría, acompañada por centenares de personas. Según me contaron después, cuando yo iba prisionera, algunas personas fueron a avisar a mi madre de lo que pasaba; ella respondió: – Si es cierto que ella vio a Nuestra Señora, Nuestra Señora la defenderá; y si ella miente, está bien que sea castigada. Y permaneció, como antes, tranquila. Ahora, alguien me ha de preguntar: – Y mientras pasó todo eso, ¿qué fue de tus compañeros? No lo sé. No recuerdo nada de ellos en este momento. Tal vez los padres, en vista de las noticias que corrían, no los dejaron salir de casa en ese día.

La madre de Lucía enferma gravemente El Señor debía complacerse en verme sufrir, pues me preparaba aún un cáliz mucho más amargo, que dentro de poco me daría a beber: mi madre cayó gravemente enferma, hasta tal punto que un día la creíamos agonizante. Fuimos, entonces, todos sus hijos junto a su cama, para recibir su última bendición y besarle su mano moribunda. Por ser la más joven fui la última. Mi pobre madre, al verme, se reanimó un poco, me echó los brazos al cuello y, suspirando, exclamó: – ¡Mi pobre hija!, ¿qué será de ti sin madre? Muero con el corazón atravesado por ti. Y, prorrumpiendo en amargos sollozos, me apretaba cada vez más a su pecho. Mi hermana mayor me arrancó de sus brazos a la fuerza; y, llevándome a la cocina, me prohibió volver más al cuarto de la enferma; y concluyó diciendo. – Madre muere amargada con los disgustos que tú le has dado. Me arrodillé, incliné la cabeza sobre un banco y con una profunda amargura, como nunca había experimentado, ofrecí a nuestro buen Dios este sacrificio. Pocos momentos después, mis dos hermanas mayores, viendo el caso perdido, vuelven junto a mí y me dicen: – Lucía, si es cierto que viste a Nuestra Señora, vete ahora a Cova de Iría. Pídele que cure a nuestra madre. Prométele lo que quieras, que lo haremos; y entonces, creeremos. Sin detenerme un momento, me puse en camino. Para no ser vista, me fui por un atajo que hay entre los campos, rezando hasta allí el Rosario. Hice a la Santísima Virgen mi petición; desahogué allí mi dolor, derramando copiosas lágrimas, y volví a casa, confortada con la esperanza de que mi querida Madre del Cielo me daría la salud de la madre de la tierra. Al entrar en casa, mi madre ya sentía alguna mejoría; y, pasados tres días, ya podía desempeñar sus trabajos domésticos. Yo había prometido a la Santísima Virgen, si Ella me concedía lo que yo le pedía, ir allá, durante nueve días seguidos, acompañada de mis hermanas, rezar el Rosario e ir de rodillas desde lo alto del camino hasta los pies de la encina; y el último día llevar nueve niños pobres y darles al fin una comida. Fuimos, pues, a cumplir mi promesa, acompañadas de mi madre, que decía: – ¡Qué cosa!, Nuestra Señora me curó, y yo parece que aún no creo. No sé cómo es esto.

Muerte del padre Nuestro buen Dios me dio este consuelo, pero de nuevo llamaba a la puerta con otro sacrificio, no menos pequeño. Mi padre era un hombre sano, robusto, que no sabía qué era un dolor de cabeza. Y, en menos de 24 horas, casi de repente, una pulmonía doble, lo llevó a la eternidad. Mi dolor fue tal que creí que moría. El era el único que continuaba mostrándose mi amigo, y en las discusiones que contra mí se levantaban en familia, era el único que me defendía. – ¡Dios mío, Dios mío! –exclamaba yo retirada en mi cuarto– nunca pensé que me tuvieses guardado tanto sufrimiento. Pero sufro por tu amor, en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, por el Santo Padre y por la conversión de los pecadores.

Enfermedad y muerte de Jacinta y Francisco Por este tiempo, Jacinta y Francisco comenzaron también a empeorar (31). Jacinta me decía algunas veces: – ¡Siento un dolor tan grande en mi pecho! Pero no digo nada a mi madre; quiero sufrir por Nuestro Señor, en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, por el Santo Padre y por la conversión de los pecadores. Cuando un día por la mañana llegué junto a ella, me preguntó: – ¿Cuántos sacrificios ofreciste esta noche a Nuestro Señor? – Tres: me levanté tres veces para rezar las oraciones del Ángel. El padre de Lucía falleció el 31 de julio de 1919. Francisco y Jacinta enferman casi al mismo tiempo, a finales de octubre de 1918. Pues yo le ofrecí muchos, muchos; no sé cuántos fueron, porque tuve muchos dolores y no me quejé. Francisco era más callado. Hacía habitualmente todo lo que nos veía hacer a nosotras, y raras veces sugería algo. En su dolencia sufría con una paciencia heroica, sin dejar nunca escapar ningún gemido, ni la más leve queja. Le pregunté un día poco antes de morir. – Francisco, ¿sufres mucho? – Sí; pero lo sufro todo por amor de Nuestro Señor y de Nuestra Señora. Un día me dio la cuerda de la que ya hablé y me dijo: – Toma, llévatela antes que mi madre la vea. Ahora ya no soy capaz de ponermela en la cintura. Tomaba todo lo que la madre le llevaba, y nunca llegué a saber si alguna cosa le repugnaba. Así llegó el día feliz de partir para el Cielo La víspera nos dijo, a mí y a su hermanita: – Voy al Cielo, pero allí he de pedir mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que os lleve también allá en breve

Paciencia de Jacinta en la enfermedad Jacinta se quedó, pues, allí con su dolencia que poco a poco se fue agravando. Tampoco voy ahora a describirla, porque también lo hice ya. Sólo voy a contar algún que otro acto de virtud que le vi practicar y que me parece que aún no describí. Su madre sabía que le repugnaba la leche. Un día le llevó, junto con la taza de leche, un hermoso racimo de uvas. – Jacinta, le dijo, toma; si no puedes tomar la leche, déjala y tómate las uvas. – No, madre mía; las uvas no las quiero, llévatelas; dame más bien la leche, que si la tomo. ( 32) Francisco murió en la casa de sus padres, en Aljustrel, el 4 de abril de 1919. 111 Y, sin mostrar la mínima repugnancia, la tomó. Mi tía se retiró contenta, pensando que el fastidio de su hijita iba desapareciendo. Jacinta se volvió después a mí y me dijo: – ¡Me apetecían tánto aquellas uvas y me costó tánto tomar la leche! Pero quise ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor. Otro día, por la mañana, la encontré muy desfigurada y le pregunté si se encontraba peor. – Esta noche, dijo, tuve muchos dolores, y quise ofrecer a Nuestro Señor el sacrificio de no moverme en la cama; por eso no dormí nada. Otra vez me dijo: – Cuando estoy sola, dejo la cama para rezar las oraciones del Ángel; pero ahora ya no soy capaz de llegar con la cabeza al suelo, porque me caigo. Rezo sólo de rodillas. Un día, en que tuve ocasión de hablar con el Sr. Vicario, su Rvcia. me preguntó por Jacinta y su estado de salud. Le dije lo que me parecía de su estado de salud, y después, conté a su Rvcia. lo que ella me había dicho: que ya no era capaz de inclinarse hasta el suelo para rezar. Su Rvcia. me mandó, entonces, decirle que no quería que descendiese más de la cama para rezar; que echada en la cama rezase sólo lo que pudiese, sin cansarse. Le di el recado en la primera ocasión que tuve y ella me preguntó: – ¿Y Nuestro Señor quedará contento? – Sí, le respondí; Nuestro Señor quiere que se haga lo que el Sr. Vicario nos manda. – Entonces está bien, nunca más me volveré a levantar. A mí me agradaba, siempre que podía, ir al Cabezo, a nuestra cueva predilecta, para rezar. Como a Jacinta le agradaban mucho las flores, a la vuelta cogía un ramo, en la cuesta, de lirios y peonias, cuando las había, y se lo llevaba, diciendo: – Toma, son del Cabezo: Ella las abrazaba, y a veces decía, con el rostro bañado en lágrimas: – ¡Nunca más volveré allá, ni a los Valinhos, ni a Cova de Iría; y tengo tántas añoranzas! – Pero, ¿qué te importa, si vas al Cielo a ver a Nuestro Señor y a Nuestra Señora? – Pues es verdad, respondía. 112 Y quedaba contenta, deshojando su ramo de flores, y contando los pétalos de cada flor. Pocos días después de enfermar, me entregó la cuerda que usaba, diciendo: – Guárdamela, que tengo miedo que me la vea mi madre. Si mejoro, la quiero otra vez. Esta cuerda tenía tres nudos y estaba algo manchada de sangre. La conservé escondida hasta que salí definitivamente de casa de mi madre. Después, no sabiendo qué hacer con ella, la quemé junto con la de su hermanito.

Enfermedad y viajes de Lucía Varias personas de fuera que iban allí, al verme con una cara amarillenta y medio anémica, pedían a mi madre que me dejase ir unos días a sus casas, diciendo que tal vez el cambio de aire me haría bien. Por este motivo, mi madre daba su consentimiento y así me llevaban, ya a unos sitios, ya a otros. En estos viajes no siempre encontraba estima y cariño. Al lado de personas que me admiraban y creían santa, había siempre otras que me vituperaban y me llamaban hipócrita, visionaria y hechicera. Era nuestro buen Dios que echaba sal en el agua, para que ésta no se corrompiese. Así, gracias a esta Divina Providencia, pasé por el fuego sin quemarme, ni llegar a conocer aquel bichillo de vanidad que acostumbra a carcomer todo. En estas ocasiones, yo solía pensar: “Todos se engañan: ni soy una santa, como dicen algunos; ni una mentirosa, como dicen otros; sólo Dios sabe lo que soy”. Al volver, corría junto a Jacinta, que me decía: – Oye, no vuelvas a irte, ya tenía tantas ganas de verte; desde que te fuiste no he hablado con nadie; con los otros, no sé hablar. Llegó, por fin, para ella el día de partir a Lisboa.

¡Qué tristeza la que yo sentí al verme sola! En tan poco tiempo, nuestro buen Dios me llevó al Cielo a mi querido padre, en seguida a Francisco, y ahora a Jacinta, que yo no volvería a ver en este mundo. Enseguida que pude me retiré al Cabezo, me interné en la cueva de Rocas, para desahogar allí, a solas con Dios, mi dolor y derramar con abundancia las lágrimas de mi llanto. Al descender la cuesta, todo me recordaba a mis queridos compañeros: las piedras, donde tantas veces nos habíamos sentado; las flores, que yo ya no cogía, por no tener a quién llevarlas; los Valinhos, donde juntos habíamos gozado las delicias del Paraiso. Tanto recordaba a Jacinta que, dudando de la realidad y medio abstraída, entré un día en casa de mi tía, y dirigiéndome al cuarto de Jacinta, la llamé. Su hermanita Teresa, al verme así, me impidió el paso, diciéndome que Jacinta ya no estaba ahí. Pasado poco tiempo, llegó la noticia de que había volado al Cielo. Trajeron, entonces, su cadáver a Vila Nova de Ourém. Mi tía me llevó allá un día, junto a los restos mortales de su hijita, con la esperanza de que así me distraería. Pero, durante mucho tiempo, parecía que mi tristeza aumentaba cada vez más. Cuando encontraba el cementerio abierto, me sentaba junto al sepulcro de Francisco, o de mi padre, y allí pasaba largas horas. Gracias a Dios que, pasado algún tiempo, mi madre decidió ir a Lisboa y llevarme consigo. Por mediación del Señor Doctor Formigão, una piadosa señora nos recibió en su casa y se ofreció a pagar mi educación en un colegio si yo quería quedarme allí. Mi madre y yo aceptamos, agradecidas, la caritativa oferta de la señora, de nombre doña Asunción Avelar. Mi madre, después de haber consultado a los médicos, y de oír que necesitaba una operación de riñones y espalda, pero que ellos no se responsabilizaban de su vida, en vista de que también tenía una lesión de corazón, volvió a casa, dejándome entregada a los cuidados de aquella señora. Cuando ya lo tenía todo preparado y señalado el día para entrar en el colegio, dijeron que el Gobierno había sabido que yo estaba en Lisboa y me buscaba. Me llevaron, entonces, a Santarém, a casa del señor Dr. Formigão, donde estuve algunos días escondida, sin que ni siquiera me dejaran ir a Misa. Y por fin, la hermana de su Rvcia. vino a traerme a casa de mi madre, prometiendo arreglar mi entrada en un colegio, que enton- (y que, después que estuviese todo arreglado, me irían a buscar. Con todas estas cosas, me distraje un poco, y aquella tristeza abrumadora me fue pasando.

Primer encuentro con el Obispo Por estas fechas, V. Excia. Rvma. entraba en Leiría (35) y nuestro buen Dios confiaba a sus cuidados un pobre rebaño largos años sin pastor. No faltó quien pensó asustarme con la llegada de V. Excia. Rvma., como ya habían hecho otra vez con un venerable sacerdote, diciendo que V. Excia. lo sabía todo, que adivinaba y penetraba en lo íntimo de la conciencia, y que ahora iba a descubrir todos mis embustes. En lugar de asustarme, ansiaba hablarle y pensaba: “si es cierto que lo sabe todo, sabe que digo la verdad”. Así, después de que una buena señora de Leiría se ofreció a llevarme junto a V. Excia. Rvma., acepté gustosa la propuesta. Allá me fui en la expectativa del feliz momento, Llegó, por fin, ese día. Y al llegar a palacio me mandaron entrar con aquella señora a una sala y esperar un poco. Vino, pasado algunos momentos, el Secretario (36) de V. Excia. Rvma., que habló amablemente con la señora doña Gilda, que me acompañaba, haciéndome, de vez en cuando, algunas preguntas. Como ya me había confesado dos veces con su Rvcia., ya le conocía; y por ello, su conversación me resultó agradable. Pasado un rato, vino el señor doctor Marques dos Santos (37), con sus zapatos de hebilla, y envuelto en su gran capa. Era la primera vez que yo veía vestido así a un sacerdote, por ello me llamó mucho más la atención. Comenzó, pues, a desenvolver su repertorio de preguntas, que me parecía no tener fin. De vez en cuando se reía, con un aire como de burla, de mis respuestas; y el momento de hablar con el Señor Obispo no había manera de que llegara. Por fin vino de nuevo el Secretario de V. Excia., a decir a la señora que me acompañaba que, cuando el señor Obispo llegase, (35) El nuevo Obispo, D.José Alves Correia da Silva, entró en la Diócesis el 5 de agosto de 1920 ( 36) Padre Augusto Maia (†1959). ( 37) Mons. Manuel Marques dos Santos (1892-1971). 115 se disculpase diciendo que tenía que ir a hacer algunos recados, y que se retirase: porque, decía su Rvcia., puede ser que su Excia. le quiera alguna cosa en particular. Al oír este recado, exulté de alegría y pensé: El Señor Obispo, como lo sabe todo, no me hará muchas preguntas y estará sólo conmigo: ¡qué bien! La buena señora supo hacer muy bien su papel cuando V. Excia. Rvma. llegó; y así, tuve la dicha de hablar a solas con V. Excia.. En verdad, cuando os vi, Exmo. y Rvmo. Señor, recibirme con tanta bondad, sin hacerme la más mínima pregunta curiosa o inútil, interesándoos sólo por el bien de mi alma, y comprometiéndoos a tener cuidado de la pobre ovejita que el Señor acababa de confiaros quedé, más que nunca, creyendo que V. Excia. Rvma. lo sabía todo; y que no dudé ni un momento en abandonarme a vuestras manos. Las condiciones impuestas por V. Excia. Rvma. para conseguirlo, para mi forma natural de ser, eran fáciles: guardar completo secreto de todo lo que V. Excia. Rvma. me había dicho, y ser buena. Allá me fui, guardando para mi mi secreto, hasta el día en que V. Excia. Rvma. mandó pedir el consentimento de mi madre.

.Lucía se despide de Fátima Se señaló, por fin, el día de mi partida. La víspera fui, pues, con el corazón encogido por la nostalgia, a despedirme de todos nuestros lugares, bien segura de que era la última vez que los pisaba: el Cabezo, el Roquedal, los Valinhos, la iglesia parroquial, donde el buen Dios había comenzado la obra de su misericordia, y el cementerio, donde dejaba los restos mortales de mi querido padre y de Francisco, que no había podido olvidar. De nuestro pozo me despedí ya iluminado por la pálida luz de la luna; y de la vieja era, donde tantas veces había pasado largas horas contemplando el lindo cielo estrellado y las maravillosas salidas y puestas de sol, que de cuando en cuando me encantaba, haciendo brillar sus rayos en las gotas de rocio, que por las mAñanas cubrían las montañas, como si fuesen perlas; y por las tardes, los copos de nieve, cuando ésta caía durante el día pendientes de los pinos que hacían recordar las bellezas del Paraíso. Sin despedirme de nadie, al día siguiente a las dos de la mañana, acompañada de mi madre y de un pobre trabajador que iba a Leiría, llamado Manuel Correia, me puse en camino, llevando inviolable mi secreto. Pasamos por Cova de Iría para hacer allí mis últimas despedidas. Recé allí, por última vez, mi Rosario; y, hasta que pude distinguir el lugar, me fui volviendo para atrás, como para decirle mi último adiós. Llegamos a Leiria sobre las nueve de la mañana. Allí me encontré con la señora doña Filomena Miranda, que sería después mi madrina de confirmación, encargada por V. Excia. Rvma. para que me acompañase. El tren partía a las dos de la tarde, y allí estaba yo, en la estación, para dar a mi pobre madre mi abrazo de despedida que la dejó envuelta en abundantes lágrimas. El tren partió; y, con él, mi pobre corazón quedó sumergido en un mar de nostalgias y recuerdos, que me era imposible olvidar.

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