RETRATO DE FRANCISCO
Espiritualidad Comienzo, pues, Exmo. y Rvmo. Sr. Obispo, por escribir lo que el buen Dios me quiere hacer recordar de Francisco. Espero que Nuestro Señor le comunique en el cielo lo que escribo en la tierra referente a él, para que, especialmente en estos días, interceda por mí junto a Jesús y María. La amistad que me unía a Francisco era sólo debido al parentesco, era primo carnal de Lucía porque la madre de Francisco y el padre de Lucía eran hermanos. También la que traía consigo las gracias que el Cielo se dignaba concedernos. Francisco no parecía hermano de Jacinta, sino en la fisonomia del rostro y en la práctica de la virtud. No era tan caprichoso y vivo como ella. Al contrario, era de un natural pacífico y condescendiente. Cuando, en nuestros juegos, alguno se empeñaba en negarle sus derechos de ganador, cedía sin resistencia, limitándose a decir sólo: – ¿Piensas que has ganado tú? Está bien. Eso no me importa. No manifestaba, como Jacinta, la pasión por la danza; gustaba más de tocar la flauta, mientras otros danzaban. En los juegos, era muy animado, pero a pocos les gustaba jugar con él, porque perdía casi siempre. Yo misma confieso que simpatizaba poco con él, porque su natural tranquilidad excitaba a veces los nervios de mi excesiva viveza. A veces, cogiéndole por el brazo le obligaba a sentarse en el suelo, o en alguna piedra, mandándole que se estuviera quieto; y él me obedecía como si yo tuviese una gran autoridad. Después sentía pena e iba a buscarlo asiéndole por la mano, y regresaba con el mismo buen humor como si nada hubiera acontecido. Si alguno de los otros niños porfiaba en quitarle alguna cosa que le era propia, decía: – ¡Deja ya!, ¿a mi qué me importa?
Recuerdo que un día llegó a mi casa con un pañuelo en el que estaba pintada Nuestra Señora de Nazaré que le habían traído de esa misma playa. Me lo enseñó con una gran alegría y toda aquellachiquillada le admiró. Andando de mano en mano, al rato el pañuelo desaparició. Se buscó, pero no se encontró. Poco después lo descubrí en el bolsillo de otro pequeño. Intenté quitárselo, pero él porfiaba que era suyo, que también se lo habían traído de la playa. Entonces Francisco, para acabar con la contienda, se acercó diciendo: – ¡Déjalo ya!, ¿qué me importa a mi el pañuelo? Me parece que si hubiera llegado a ser mayor, su defecto principal hubiera sido el de “tú, Tranquilo”. Cuando a los siete años comencé a pastorear mi rebaño, él pareció estar indiferente. Allá iba por la noche a esperarme con su hermanita; pero parecía ir por complacerla y no por amistad. Iban a esperarme en el patio de mis padres. Y mientras Jacinta salía a mi encuentro, corriendo, tan pronto sentía los balidos del rebaño, él me esperaba sentado sobre las gradas de piedra que había delante de la entrada de la casa. Después nos acompañaba a la vieja era a jugar, mientras aguardábamos que Nuestra Señora y los ángeles encendiesen sus candelas. Él se animaba también a contarlas, pero nada le gustaba tanto como el bonito nacer y ponerse el sol. Mientras se viese algún rayo de éste, no investigaba si ya había alguna candela encendida. – Ninguna candela es tan bonita como la de Nuestro Señor, decia él a Jacinta, a la que le gustaba más la de Nuestra Señora; porque, según ella, no hace daño a la vista. Y, entusiasmado, seguía con la vista a todos los rayos que centelleando en los cristales de las casas de las aldeas vecinas, o en las gotas de rocío esparcidas en los árboles y matorrales de la sierra, los hacían brillar como otras tantas estrellas, a su manera de ver mil veces más bonitas que las de los Ángeles. Cuando con tanta insistencia pedía a su madre que le dejase ir con su rebaño para estar conmigo, era más bien por darle gusto a Jacinta que le quería más que a su hermano Juan. Un día que la madre, un poco enfadada, le negaba este permiso, contestó con su paz natural: – A mí, madre, poco me interesa. Es Jacinta la que quiere que yo vaya. En otra ocasión, confirmó esto mismo. Vino a mi casa una de mis antiguas compañeras para invitarme a ir con ella, pues tenía para ese día unos buenos pastos. Como el día se presentaba un 138 tanto feo, fui a casa de mi tía a preguntar si iba Francisco con Jacinta o iba su hermano Juan; porque, caso de que fuera este último, prefería la compañía de la otra antigua compañera. Mi tía había decidido ya, que aquel día, por estar lluvioso, iría Juan. Francisco quiso todavía insistir nuevamente con su madre. Al recibir un no seco y rotundo, respondió: – A mí, tanto me da. Es Jacinta la que tiene más pena.
. Inclinaciones naturales Lo que más le entretenía, cuando andábamos por los montes, era, sentarse en el peñasco más elevado y tocar su flauta o cantar. Si su hermanita bajaba conmigo para echar algunas carreras, él se quedaba entretenido allí con su música y sus cantos.
Lo que cantaba con más frecuencia era:
En nuestros juegos, tomaba parte siempre que le invitábamos, pero a veces manifestaba poco entusiasmo, diciendo: – Voy; pero sé que perderé. Los juegos que sabíamos y en los cuales nos entreteníamos eran: el de las chinas, el de las prendas, pasar el aro, el del botón, el de la cuerda, la malla, la brisca, descubrir los reyes, los condes y las sotas, etc. Teníamos dos barajas: una mía y otra de ellos. El juego de cartas preferido de Francisco era la brisca.
Participación en las Apariciones del Ángel En la Aparición del Ángel, se postró al igual que su hermana y yo, llevado por una fuerza sobrenatural que a eso nos movía; pero, sin embargo, la oración la aprendió de tanto repetirla nosotras, pues decía que no había oído nada al Ángel. Cuando después nos poniámos de rodillas para rezar esta oración, él puesto en esta postura se cansaba el primero; pero permanecía de rodillas o sentado rezando también hasta acabar con nosotros. Después decía: – Yo no soy capaz de estar así tanto tiempo como vosotras. Me duelen tanto las espaldas, que no puedo. En la segunda Aparición del Ángel, junto al pozo, pasados los primeros momentos siguientes, preguntó: – Tú hablaste con el Ángel; ¿qué fue lo que te dijo? – ¿No oíste? – No, vi que hablaba contigo; oí lo que tú le decías; pero lo que él te dijo no lo sé. Como el ambiente de lo sobrenatural en el que él nos dejaba, no había pasado del todo, le dije que me lo preguntase al día siguiente, o a Jacinta. – Jacinta, cuéntame tú lo que te dijo el Ángel. – Te lo diré mañana. Hoy no puedo hablar. Al día siguiente, tan pronto como llegó junto a mí, me preguntó: – ¿Dormiste esta noche? Yo pensé siempre en el Ángel y en qué sería lo que él os dijo. Le conté entonces lo que el Ángel había dicho en la primera y segunda Apariciones. Pero él parecía no haber comprendido lo que significaban las palabras, y preguntaba: – ¿Quién es el Altísimo?, ¿qué quiere decir los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas? Etc… Y obtenida la respuesta, se quedaba pensativo para luego hacer otra pregunta. Pero mi espíritu todavía no estaba del todo libre y le dije que aguardase hasta el día siguiente. Que, en aquel día aún no podía hablar. Esperó alegre, pero no dejaba perder las primeras oportunidades para otras preguntas, lo que impulsó a Jacinta a decirle: – Atiende, ¡de estas cosas habla más bien poco! 140 Cuando hablábamos del Ángel, no sé lo que sentíamos. Jacinta decía: – No sé lo que siento. Yo no puedo hablar, ni cantar, ni jugar, ni tengo fuerza para nada. – Yo tampoco –respondió Francisco– mas ¿qué importa? El Ángel es más bello que todo esto. Pensemos en él. En la tercera Aparición, la presencia de lo sobrenatural fue todavía mucho más intensa. En muchos días, Francisco ni siquiera se atrevía a hablar. Decía después: – Me alegró mucho ver el Ángel; pero lo malo es que después no somos capaces de nada. Yo ni andar podía. No sé lo que tenía. A pesar de todo fue él quien se dio cuenta, una vez pasada la tercera Aparición del Ángel, de lo próxima que estaba la noche. El fue quien nos lo advirtió y quien pensó en conducir el rebaño a casa. Pasados los primeros días, y recuperado el estado normal, Francisco preguntó: – El Ángel, a ti te dio la Sagrada Comunión; pero a mí y a Jacinta, ¿qué fue lo que nos dio? – Fue también la Sagrada Comunión –respondió Jacinta con una felicidad indecible. ¿No ves que era la Sangre que caía de la Hostia? – ¡Yo sentía que Dios estaba en mí, mas no sabía como era! Y arrodillándose permaneció por largo tiempo, con su hermana, repitiendo la oración del Ángel: Santísima Trinidad… Poco a poco fue pasando aquella atmósfera y el día 13 de mayo jugábamos ya casi con el mismo gusto y con la misma libertad de espíritu.
Influencia de la primera Aparición de Nuestra Señora La Aparición de Nuestra Señora vino a concentrarnos una vez más en lo sobrenatural, pero de una manera más suave. En lugar de aquel aniquilamiento en la presencia divina que nos postraba, incluso físicamente, nos quedó una gran paz y alegría expansiva, que no nos impedía hablar a continuación de cuanto había pasado. Mientras tanto, con respecto al reflejo que nos había comunicado Nuestra Señora con las manos y de todo lo que con él se relacionaba, sentíamos un no sé qué en el interior, que nos movía a callarnos. 141 Inmediatamente contamos a Francisco, todo cuanto Nuestra Señora había dicho. Y él, feliz, manifestando lo alegre que se sentía por la promesa de ir al Cielo, cruzando las manos sobre el pecho, decía: – Querida Señora mía, rezaré todos los rosarios que Tú quieras. Y desde entonces tomó la costumbre de separarse de nosotras como paseando; y, si alguna vez le llamaba y le preguntaba sobre lo que estaba haciendo, levantaba el brazo y me mostraba el rosario. Si le decía que viniese a jugar, que después rezaríamos todos juntos, respondía: – Después rezo también. ¿No recuerdas que Nuestra Señora dijo que tenía que rezar muchos rosarios? Cierto día, me dijo: – Gocé mucho al ver el Ángel, pero más aún me gustó Nuestra Señora. Con lo que más gocé, fue ver a Nuestro Señor, en aquella luz que Nuestra Señora nos introdujo en el pecho. ¡Gozo tanto de Dios! ¡Pero Él está tan disgustado a causa de tantos pecados! Nunca debemos cometer ninguno. Ya dije, en el segundo escrito sobre Jacinta, cómo fue él quien me dio la noticia de que ella había faltado a nuestro acuerdo de no decir nada. Y como él era de la misma forma de pensar sobre la guarda del secreto, añadió con aire triste: – Yo, cuando mi madre me preguntó si era verdad, tuve que decir que sí, para no mentir. A veces decía: – Nuestra Señora dijo que tendríamos que sufrir mucho. No me importa; sufro todo cuanto ella quiera. Lo que yo quiero es ir al Cielo. Cierto día en que yo me mostraba descontenta con la persecución, que tanto dentro como fuera de la familia comenzaba a levantarse, él procuró animarme, diciendo: – Deja ya. ¿No dijo Nuestra Señora que íbamos a tener que sufrir mucho, para reparar a Nuestro Señor y a su Inmaculado Corazón de tantos pecados con que son ofendidos? ¡Ellos están tan tristes…! Si con estos sufrimientos podemos consolarlos, ya quedamos contentos. Pocos días después de la primera Aparición de Nuestra Señora, al llegar al sitio del pasto, subió a un elevado peñasco y nos dijo: – Vosotras no vengáis para acá; dejadme estar solo. – Está bien. Y me puse con Jacinta a correr detrás de las mariposas, que prendíamos para después dejarlas huir y así hacer un sacrificio; sin acordarnos más de Francisco. Llegada la hora de la merienda nos dimos cuenta de su ausencia y allá fui a llamarlo: – Francisco, ¿no quieres venir a merendar? – No; comed vosotras. – ¿Y rezar el rosario? – A rezar, después voy; vuelve a llamarme. Cuando volví a llamarle, me dijo: – Venid a rezar aquí, junto a mí. Subimos a lo alto del peñasco, donde apenas cabíamos los tres puestos de rodillas y le pregunté: – Pero ¿qué estás haciendo aquí durante tanto tiempo? – Estoy pensando en Dios que está muy triste debido a tantos pecados. ¡Si yo fuera capaz de darle alegría! (5 ). Un día nos pusimos a cantar a coro, las alegrías de la sierra.
CORO Ai, trai lai, lai, lai, trai lari, lai, lai, lai, lai, lai. 1 Todo canta en esta vida, conmigo, al desafío: la pastora, allá en la sierra, la lavandera, en el río. 2 Es la voz del petirrojo que me viene a despertar, luego de nacer el sol cantando en el zarzal. (5 )
Se puede afirmar que Francisco fue el que gozó de una gracia de contemplación más alta. 143 3 De noche, canta la lechuza que me quiere asustar y en la esfoyaza canta la niña al claror lunar. 4 El ruiseñor en la campiña, pasa el día cantando; canta el mirlo en el bosque, canta el carro chirriando. 5 La sierra es un jardín, que sonríe todo el día, son las gotas de rocío. que en las montañas brillan. Terminada la primera vez, íbamos a repetirla, pero Francisco interrumpió: – No cantemos más. Desde que vino el Ángel y Nuestra Señora, ya no me apetece cantar.
Influencia de la segunda Aparición En la segunda Aparición, el día 13 de junio de 1917, se impresionó mucho con la comunicación del reflejo que, ya dije en el segundo escrito; fue en el momento en que Nuestra Senõra dijo: – Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te llevará a Dios. El parecía no tener, por el momento, la comprensión de los hechos, tal vez por no haber oído las palabras que los acompanãban. Por eso preguntaba después: – ¿Por qué Nuestra Señora estaba con el Corazón en la mano, esparciendo por el mundo esa luz tan grande que es Dios? Tú estabas con Nuestra Señora en la luz que descendía a la tierra, y Jacinta conmigo en la que subía para el Cielo. 144 – Es que –le respondí– tú, con Jacinta, irás en breve al Cielo, y yo quedo algún tiempo más en la tierra con el Corazón Inmaculado de María. – ¿Cuántos años quedarás aquí? – preguntaba. – No sé; bastantes. – ¿Fue Nuestra Señora quien lo dijo? – Fue. Yo lo entendí en esa luz que nos introducía en el pecho. Y Jacinta afirmaba esto diciendo: – Es así. Yo igualmente lo entendí así. A veces, decía: – Estas gentes quedan tan felices solamente porque nosotros les decimos que Nuestra Señora nos mandó rezar el rosario y que aprendamos a leer. ¿Qué sería si supiesen lo que Ella nos mostró en Dios, en su Corazón Inmaculado, en esa luz tan grande? Pero eso es secreto; no se le dice. Es mejor que nadie lo sepa. Desde esta aparición, comenzamos a decir, cuando nos preguntaban si Nuestra Señora no nos había dicho nada más: – Si que dijo; pero es secreto. Si nos preguntaban el motivo por el cual era secreto, nos encogíamos de hombros y, bajando la cabeza, guardábamos silencio. Pero pasado el día 13 de julio, decíamos: – Nuestra Señora nos dijo que no se lo dijéramos a nadie – refiriéndonos entonces al secreto impuesto por Nuestra Señora.Francisco anima a Lucía En el transcurso de este mes, aumentó la afluencia de gente de una manera considerable; y también los contínuos interrogatorios y censuras. Francisco sufría bastante con esto y se lamentaba diciendo a su hermana: – ¡Qué pena! Si tú te hubieras callado, nadie lo sabría. Si no fuese por ser mentira, diríamos a toda la gente que no vimos nada, y todo acababa. Pero eso no puede ser. Cuando me veía perpleja con la duda, echaba a llorar diciendo: – ¿Pero, cómo es que tú puedes pensar que es el demonio? ¿No viste a Nuestra Señora y a Dios en aquella luz tan grande? ¿Cómo es que vamos a ir sin ti, si tú eres quien tiene que hablar? Ya de noche, después de la cena, volvió otra vez a mi casa. Me llamó a la vieja era y me dijo: – Escucha, ¿tú vas mañana? 145 – No voy; ya dije que no vuelvo más. – ¡Pero, qué tristeza! ¿Por qué tú piensas ahora así? ¿No ves que no puede ser el demonio? Dios ya está tan triste con tantos pecados y ahora, si tú no vas, estará todavía más triste. Anda, ven. – Ya te dije que no voy más; es inútil insistir. Y bruscamente entré en casa. Pasados algunos días, me decía: – ¡Dios mío! Aquella noche no dormí nada; pasé toda la noche rezando y llorando, para que Nuestra Señora te hiciese ir. 7. Influencia de la tercera Aparición En la tercera Aparición, Francisco parece que fue el que menos se impresionó con la vista del infierno, a pesar de que también le causase una sensación grande. Lo que más le impresionó y absorbió era Dios, la Santísima Trinidad, en esa luz inmensa que nos penetraba hasta en lo más íntimo del alma. Después decía: – Estábamos ardiendo en aquella luz y no nos quemábamos. ¡Cómo es Dios! ¡No se puede decir! Esto sí que nadie lo puede decir. Da pena que esté tan triste. ¡si yo le pudiese consolar! Cierto día me preguntaron si Nuestra Señora nos había mandado rezar por los pecadores. Yo respondí que no. Luego cuando pudo, mientras interrogaban a Jacinta, me llamó y me dijo: – Tú ahora mentiste. ¿Como es que dijiste que Nuestra Señora no nos mandó rezar por los pecadores? – Por los pecadores, ¡no! Nos mandó rezar por la paz, para que terminara la guerra. Por los pecadores nos ordenó hacer sacrificios. – ¡Ah!, es verdad. Ya estaba pensando que habías mentido. 8. Comportamiento en Ourém Ya dije anteriormente cómo pasó el día llorando y rezando con una aflicción en cierto modo mucho mayor que la mía, cuando mi padre fue intimado a llevarme a Vila Nova de Ourém (6 ). ( 6 ) Se trata de la primera vez que Lucía fue Ilevada por su padre a Ourém, el día 11 de agosto de 1917. 146
En la prisión mostróse muy animado, y procuraba animar a Jacinta en las horas de mayor tristeza. Cuando rezábamos el rosario en la prisión, él vio que uno de los presos estaba puesto de rodillas con la boina en la cabeza. Se fue junto a él y le dijo: – Señor, si quiere rezar, haga el favor de quitarse la boina. Y el pobre hombre sin más se la entrega, y él la pone encima de su caperuza sobre un banco. Mientras interrogaban a Jacinta, él me decía con inmensa paz y alegría: – Si nos matan como dicen, dentro de poco tiempo estamos en el Cielo. Pero, ¡qué bien! No me importa nada. Y pasado un momento de silencio, decía: – Dios quiera que Jacinta no tenga miedo. Voy a rezar un Avemaría por ella. Sin más, se quita la caperuza y reza. El guardia, al verlo en actitud de oración, le pregunta: – ¿Qué estás diciendo? – Estoy rezando un Avemaría para que Jacinta no tenga miedo. El guardia hizo un gesto de desprecio y le dejó actuar. Cuando después del regreso de Vila Nova de Ourém, comenzamos a sentir que la presencia de lo sobrenatural nos envolvía, sintiendo que alguna comunicación del Cielo se aproximaba, Francisco se mostraba preocupado por no estar presente Jacinta. – Qué pena –decía–, si Jacinta no llega a tiempo. Y pedía al hermano que fuese corriendo: – Dile que venga deprisa. Después que partió el hermano, me decía: – Jacinta, si no llega a tiempo, se va a quedar muy triste. Después de la Aparición dijo a la hermana, que quería quedarse allí por todo el resto de la tarde: – No. Tú tienes que marcharte, porque madre hoy no te ha dejado venir con las ovejas. Y, para animarla, iba acompañándola a casa. Cuando en la prisión vimos que se pasaba la hora del mediodía y que no nos dejaban ir a Cova de Iría, Francisco dijo: –Tal vez Nuestra Señora se nos aparezca aquí. 147 Pero, al día siguiente, manifestaba una gran pena y decía casi llorando: – Nuestra Señora puede haberse quedado triste porque no hemos ido a Cova de Iría, y no volverá más a aparecérsenos. Y ¡me gustaba tanto verla! Cuando Jacinta lloraba en la prisión con la añoranza de su madre y de la familia, él procuraba animarla, diciéndole: – A madre, si no la volvemos a ver, paciencia. Lo ofreceremos por la conversión de los pecadores. Lo peor es que Nuestra Señora no vuelva más. Esto es lo que más me cuesta, pero también esto lo ofrezco por los pecadores. Después, me preguntaba: – ¡Oye!: ¿Nuestra Señora no volverá más a aparecérsenos? – No lo sé. Pienso que sí. – Tengo tanta añoranza de Ella… La Aparición en los Valinhos fue, pues, para él de doble alegría. Se sentía con angustia por el recelo de que Ella no volviese, Después decía: – Ciertamente, no se nos apareció el día 13 para no ir a casa del señor Administrador, tal vez porque él es tan malo.
Influencia de las últimas Apariciones Cuando, después del día 13 de septiembre, le dije que también en octubre vendría Nuestro Señor, él manifestó una gran alegría: – Ay ¡qué bien! Sólo lo hemos visto dos veces , y a mí me gusta tanto ver a Nuestro Señor… De vez en cuando, preguntaba: – ¿Todavía faltan muchos días para el día 13? Estoy ansioso de que llegue, para ver otra vez a Nuestro Señor. Después pensaba un poco y decía: – Pero, ¡oye!: ¿estará Él todavía tan triste? Tengo tanta pena de que esté así tan triste. Le ofrezco todos los sacrificios que puedo hacer. A veces, ya no huyo de esa gente, para hacer sacrificios. Francisco está refiriéndose a la Luz que les comunicaba la Virgen, en junio y julio. De ella dice Lucía que «era el mismo Dios». Después del día 13 de octubre, decía: – Gocé mucho al ver a Nuestro Señor. Pero me gustó más verle en aquella luz donde también estábamos nosotros. De aquí a poco tiempo, el Señor me llevará junto a Él, y entonces sí que le veré para siempre. Cierto día le pregunté: – ¿Por qué cuando te interrogan sobre alguna cosa, bajas la cabeza y no quieres responder? – Porque deseo mejor que lo digas tú o Jacinta. Yo no oí nada. Solamente puedo decir que sí, que vi. Y después, ¿si digo alguna de esas cosas que tú no quieres? De vez en cuando, se alejaba de nosotros de una manera disimulada; y, cuando le echábamos de menos, nos poníamos a buscarlo, llamándole. Entonces nos contestaba desde alguna tapia, o de una mata o árbol, donde rezaba postrado de rodillas. – ¿Por qué no nos avisas para que recemos contigo? –le preguntábamos a veces. – Porque prefiero rezar solo. Ya escribí en las notas para el libro «Jacinta», lo que ocurrió en una propiedad llamada Várzea. Me parece que no es preciso repetirlo aquí. Un día, pasábamos camino de casa por delante de la vivienda de mi madrina de Bautismo. Ella acababa de hacer aguamiel y nos llamó para darnos un vaso. Entramos; y Francisco fue el primero a quien le dio el vaso para que bebiese. El lo tomó y, sin beber, lo pasó a Jacinta para que bebiese primero conmigo, y entretanto, dando un rodeo, desapareció. – ¿Dónde está Francisco? – preguntó la madrina. – No lo sé. Hace un rato todavía estaba aquí. No apareció, y Jacinta y yo fuimos a buscarle, no dudando ni un momento que estaría sentado junto al pozo ya tantas veces mencionado. – Francisco, no bebiste el aguamiel. La madrina te llamó muchísimas veces, pero no apareciste. – Cuando tomé la copa, recordé de pronto hacer ese sacrificio para consolar a Nuestro Señor; y mientras bebíais, me escapé aquí. 149
. Anécdota Entre mi casa y la de Francisco vivía mi padrino Anastasio, casado con una mujer de bastante edad a quien el Señor no había dado descendencia. Labradores muy ricos, no necesitaban trabajar. Mi padre le llevaba las cuentas y se hacía cargo de la labor y de los jornaleros. En agradecimiento por eso, tenían especial predilección para conmigo, sobre todo la dueña de la casa a quien llamaba madrina Teresa. Si no iba a su casa durante el día, tenía que ir a dormir durante la noche, pues ella decía que no podía pasar sin su «terroncito de carne» – así me llamaba. En los días de fiesta, gustaba de adornarme con su cadena de oro y grandes pendientes que me caían hasta los hombros, y un precioso sombrerito en la cabeza, cubierto de bolas de oro que sujetaban grandes plumas de diversos colores. Nunca aparecía otra más adornada; y mis hermanas y la madrina Teresa estaban orgullosas de mí. Para decir verdad, a mí también me gustaban mucho las fiestas; y la vanidad era mi peor adorno. Todos mostraban hacia mí simpatía y estima, menos una huérfana de la que se había encargado la madrina Teresa, al morir su madre. Ella parecía temer que viniese a quitar algo de la herencia que ella esperaba, y por cierto no se habría equivocado si el buen Dios no me hubiese destinado otra herencia mucho más preciosa. Cuando se estaba difundiendo la noticia de las apariciones, el padrino se mostró indiferente y la madrina totalmente contrariada. Se mostró descontenta por semejantes invenciones, como ella misma decía. Comencé por esto a escaparme de su casa cuando podía; y también conmigo empezaron a desaparecer esos grupos de niños que allí con mucha frecuencia se juntaban; y que la madrina tanto gustaba de ver danzar y cantar, dándoles higos pasos, nueces, almendras, castañas, frutas, etc… Pasando, pues, una de las tardes de domingo, por delante de su casa, con Francisco y Jacinta, nos llamó diciendo: – Venid acá, pequeños embusteros, venid acá. Ya hace mucho tiempo que no pasáis por aquí. Y, de nuevo, nos hizo muchos mimos. Pareciendo haber adivinado nuestra llegada, los otros niños empezaron a llegar. La buena madrina, contenta de ver otra vez en 150 su casa la reunión que hacía tanto tiempo se había dispersado, después de mimarnos con muchas cosas, quiso una vez más vernos cantar y bailar. – ¡Vamos ya! ¿Qué ha de ser?, ¿qué no ha de ser? Escogió ella por fin: – Los parabienes desengañados. Un desafío: los pequeños a un lado, las pequeñas a otro
. Francisco, el pequeño moralista Al compás del animoso cante iban juntándose las vecinas; y al terminar, pidieron se repitiera nuevamente. Pero Francisco se me aproximó y me dijo: – No cantemos más eso. Ciertamente no gusta a Nuestro Se- ñor que ahora cantemos estas cosas. Y nos escapamos como pudimos por en medio de esta chiquillada hacia nuestro pozo predilecto. Verdaderamente, yo ahora que por obediencia acabo de escribir eso, me tapo la cara de vergüenza. Pero V. E. Rvma., a petición del señor Dr. Galamba, tuvo a bien mandarme escribir los cantares profanos que sabíamos. ¡Allá van! No sé para qué, pero me es suficiente saber que es para cumplir la voluntad de Dios. Entretanto, se aproximó el carnaval de 1918. Chicas y chicos volvieron a reunirse una vez más ese año en las acostumbradas comilonas y jolgorios de esos días. Cada cual llevaba de su casa alguna cosa: unos aceite; otros harina; otros carne, etc., y reunido todo en una casa para ello preparada, las muchachas fueron poco a poco cocinando un gran banquete. Y en esos días todo era cuestión de comer y bailar hasta la más avanzada hora de la noche, sobre todo en el último dia. Las muchachas de catorce años para abajo tenían su fiesta en otra casa aparte. Vinieron pues, varias de ellas a invitarme a organizar con ellas la fiesta. No quise en un principio; pero, llevada por una cobarde condescendencia, cedí a las peticiones de éstas, especialmente de una hija y dos hijos de un hombre de Casa Velha, José Carreira, que puso su casa a nuestra disposición. Él mismo, junto con su mujer, insistieron para que fuese. Transigí y allá me fui con un buen grupo a ver el local: una buena sala o casi un salón para los juegos y un buen patio para la comida. Se combinó todo, y de ahí me vine, exteriormente, de una gran fiesta, pero en lo íntimo, con la conciencia dándome gritos de reprobación. Al llegar junto a Francisco y Jacinta, les dije lo que había pasado. – Y ¿has vuelto a esas cocinadas y esos jaleos? –me preguntó Francisco con mucha seriedad– ¿Ya te olvidaste que hicimos el propósito de no volver nunca más a esas fiestas? – Yo no quería ir. Pero como te darás cuenta, no dejan de pedirme que vaya. Yo no sé cómo hacerlo. Ciertamente las insistencias eran bastantes, y las amigas que se reunían para jugar conmigo también eran muchas. Venían incluso de algunas aldeas distantes: de Moita, Rosa y Ana Caetano y Ana Brogueira; de Fátima, dos hijas de Manuel Caracol; de Boleiros (Montelo), dos hijas de Manuel de Ramira y dos de Joaquín Chapeleta; de Amoreira, dos de Silva; de Currais, una, Laura Gato, Josefa Valinho y varias otras de Lomba; de Pederneira, etc., etc., y esto sin contar las que se juntaban de Eira da Pedra, Casa Velha y Aljustrel. ¿Cómo, así de repente, desengañar a tanta gente, que parecían no saber divertirse sin mí, y hacerles comprender que era necesario terminar para siempre con todas estas reuniones? Dios se lo inspiró a Francisco: – ¿Sabes cómo vas a hacerlo? Toda la gente sabe que Nuestra Señora se te apareció. Por eso dices que le prometiste no volver más a bailar y que ésa es la causa por la que no vas. Después, en estos días, nos escapamos para el roquedal del Cabezo. Allí nadie nos encuentra. Acepté la referida propuesta; y una vez que di mi decisión, nadie pensó en organizar tal reunión. Dios lo hizo. Esas amigas que antes me buscaban para divertirse, ahora me seguían e iban a casa a buscarme los domingos por la tarde, para ir con ellas a rezar el rosario a Cova de Iría.
Amor al recogimiento y a la oración Francisco era de pocas palabras; y para hacer su oración y ofrecer sus sacrificios, le gustaba ocultarse hasta de Jacinta y de mí. No pocas veces le sorprendíamos detrás de una pared o de un matorral, donde, de una manera disimulada, se había escapado de los juegos para de rodillas, rezar o pensar, como él decía, en Nuestro Señor, que estaba triste por causa de tantos pecados. Si le preguntaba: 155 – Francisco, ¿por qué no me llamas para rezar contigo y también a Jacinta? – Me gusta más –respondió– rezar solo, para así poder pensar y consolar a Nuestro Señor, que está muy triste. Un día le pregunté: – Francisco, a ti, ¿qué te gusta más: consolar a Nuestro Se- ñor, o convertir a los pecadores para que no vayan más almas al infierno? – Me gusta mucho más consolar a Nuestro Señor. ¿No te fijaste como Nuestra Señora, en el último mes, se puso tan triste cuando dijo que no se ofendiese más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido? Yo deseo consolar a Nuestro Señor, y después convertir a los pecadores para que nunca más lo vuelvan a ofender. Cuando íbamos a la escuela, a veces, al llegar a Fátima, me decía: – Ahora, tú vas a la escuela. Yo quedo aquí en la iglesia, junto a Jesús escondido. No vale la pena aprender a leer, pues dentro de muy poco me marcho al Cielo. Cuando regreséis, pasad por aquí a llamarme. El Santísimo estaba, entonces, a la entrada de la iglesia al lado izquierdo. El se metía entre la pila bautismal y el altar; y allí le encontraba cuando regresaba. (El Santísimo estaba allí porque la iglesia estaba en obras). Después de enfermar, con frecuencia me decía cuando, camino de la escuela, pasaba por su casa: – Atiende, ve a la iglesia y saluda de mi parte a Jesús escondido. De lo que más pena tengo es de no poder ir ya a estar algún rato con Jesús escondido. Cierto día, al estar cerca de su casa, me despedí de un grupo de la escuela que venía conmigo, para hacerle una visita a él y a su hermana. Como había sentido el barullo me preguntó: – ¿Tú venías con todos esos? – Sí. – No andes con ellos que puedes aprender a hacer pecados. Cuando salgas de la escuela, vete un rato junto a Jesús escondido y después vente sola. Un día le pregunté: – Francisco, ¿te encuentras muy mal? – Sí, pero sufro para consolar a Nuestro Señor. 156 Al entrar un día con Jacinta en su cuarto nos dijo: – Hoy hablad poco que me duele mucho la cabeza. – No te olvides de ofrecerlo por los pecadores – le dijo Jacinta. – Sí, pero en primer lugar lo ofrezco para así poder consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora; y sólo después lo ofrezco por los pecadores y por el Santo Padre. Otro día, al llegar lo encontré muy contento: – ¿Estás mejor? – No; me siento mucho peor; ya me falta poco para ir al Cielo. Allí voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora. Jacinta va a pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por ti; y tú te quedas acá, porque Nuestra Señora así lo quiere. Escucha: haz todo lo que Ella te diga. Mientras que Jacinta parecía preocupada con el único pensamiento de convertir a los pecadores y salvar almas del infierno, él parecía sólo pensar en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Se- ñora, que le habían parecido estar tan tristes.
Visión del demonio Bastante diferente es el hecho que ahora se me viene a mi memoria. Estuvimos cierto día en un lugar llamado la Pedreira, y mientras que las ovejas pastaban, nosotros saltábamos de roca en roca, haciendo eco con la voz en el fondo de esos grandes barrancos. Francisco, como era su costumbre, se retiró a la cavidad de una roca. Cuando pasó un buen rato, le oímos gritar llamándonos a nosotras y a Nuestra Señora. Asustados por lo que pudiera haberle pasado, nosotras comenzamos a buscarlo llamándole. – ¿Dónde estás? – ¡Aquí, aquí! Pero todavía tardamos mucho tiempo en encontrarlo, por fin dimos con él temblando de miedo; aún estaba de rodillas, conmocionado de tal forma que no había sido capaz de ponerse de pie. – ¿Qué tienes? ¿qué fue? Con la voz medio sofocada por el susto, dijo: – Era uno de aquellos bichos grandes que estaban en el infierno, que estaba aquí arrojando fuego. 1No vi nada, ni Jacinta; y por eso me sonreí y le dije: – Tú no quieres pensar nunca sobre el infierno, para no pasar miedo, y ahora eres el primero en tenerlo. Él, cuando Jacinta se mostraba muy impresionada con el recuerdo del infierno, acostumbraba a decirle: – No pienses tanto en el infierno. Piensa en Nuestro Señor y en Nuestra Señora. Yo no pienso en el infierno para así no pasar miedo. Y manifestaba no ser nada miedoso. Iba de noche solo a cualquier lugar oscuro, sin dificultad; jugaba con los lagartos; las culebras que se encontraba las hacía enrollarse alrededor de un palo. Echaba en las piedras de las cuevas leche de oveja para que la bebiesen. Se metía en dichas guaridas en busca de la cría de las raposas, de conejos, de ginetas, etc…
Florecillas de Fátima Los pajarillos le gustaban mucho; no podía ver que les robasen los nidos. Hacía migas siempre con una parte del pan que llevaba de merienda en lo alto de las piedras, para que ellos se lo comiesen; y apartándose, los llamaba, como si lo entendiesen; no quería que nadie se acercase para no meterles miedo. – ¡Pobrecitos!, están muertos de hambre –decía hablando con ellos–; ¡venid a comer, venid a comer! Y ellos, con el ojo vivo que tienen, no se hacían de rogar e iban en grandes bandadas. El se alegraba mucho al verlos volar a lo alto de los árboles con el buche lleno, a cantar sus alegres trinos; él los imitaba con arte haciendo coro con ellos. Cierto día encontramos a un pequeño que traía en su mano un pajarito que había cazado. Lleno de pena Francisco le prometió dos monedas si lo dejaba volar. El niño aceptó el trato, pero antes quería ver el dinero en la mano. Francisco volvió entonces a casa, desde la Lagoa da Carreira, que está un poco más abajo de Cova de Iría, a buscar las dos monedas para dar la liberdad al prisionero. Cuando un poco después, lo vio volar, batía las palmas de contento y decía: – Ten cuidado, no te vuelvan a cazar. Había allí una viejecita a quien llamábamos tía María Carreira, a la que los hijos a veces mandaban pastorear un rebaño de cabras y ovejas. Éstas, poco domadas, se le dispersaban cada una por su lado. Cuando la encontrábamos, Francisco era el primero en correr en su auxilio. Le ayudaba a llevar el rebaño al pasto juntándole las que se habían escapado. La pobre viejecita se deshacía en mil agradecimientos y le llamaba su ángel de la guarda. Cuando veía por ahí a algún enfermo sentía mucha pena y decía: – No puedo ver a esta gente así; me da mucha pena. Cuando nos llamaban para hablar con algunas personas que nos buscaban, preguntaba si estaban enfermos y decía: – Si están enfermos, no voy. No los puedo ver así; me da mucha pena. Díganles que rezo por ellos. Un día querían llevarnos a Montelo, a casa de un hombre llamado Joaquín Chapeleta. Francisco no quiso ir. – Yo no voy. No puedo ver esa gente que quiere hablar y no puede. (Este hombre tenía la madre muda). Cuando volví por la noche con Jacinta, pregunté a mi tía por él. – No lo sé. Me cansé buscándole esta tarde. Vinieron aquí dos señoras que os querían ver. Vosotras no estabais. El se escondió y no apareció. Ahora, a ver si lo encontráis vosotras. Nos sentamos un poco en un banco del camino, pensando ir después a la Loca do Cabezo, no dudando que ahí estaría. Pero apenas mi tía salió de su casa, nos habló desde un agujero que había en el desván, donde estaba el granero. Había subido allá cuando sentía que venía gente. Desde allí mismo había visto todo lo que pasó, y nos decía después: – ¡Era tanta gente! ¡Dios me libre que me cojan aquí solo! ¿Qué les podía yo decir? (Había en la cocina una puerta falsa por donde, desde lo alto de una mesa y encima una silla, era fácil subir al desván). 15. Otros casos Como ya dije, mi tía vendió su rebaño antes que mi madre. Desde entonces, por la mañana y antes de salir, enseñaba a Jacinta y a Francisco el lugar donde tenían que pastar los animales; y ellos tan pronto como podían escaparse, me iban a buscar allí. Un día, al llegar, los encontré allí esperándome. – ¿Cómo habéis venido tan pronto? 159 – He venido –respondió Francisco–, pero no sé por qué; antes no me importabas mucho; venía a causa de Jacinta; pero ahora por las mañanas ya no puedo dormir con tanta prisa como tengo de estar contigo. Pasados los días 13 de las apariciones, en vísperas de otros días 13, nos decía: – Atended: mañana me escapo al roquedal del Cabezo, y vosotras lo más pronto posible os vais allá. ¡Ay Dios mío!, yo estaba ya escribiendo las cosas de su enfermedad, ya muy cerca de la muerte; y ahora mismo veo que vuelvo a los tiempos alegres cuando estábamos en la sierra, entre el suave trinar de los pájaros. Pido perdón. Anoto aquí todo lo que voy recordando al igual que un cangrejo que anda para atrás y para adelante, sin preocuparse de la meta que tiene que alcanzar. El trabajo lo dejo al Señor Dr. Galamba, si acaso quiere aprovechar algo de aquí. Supongo que poco o nada será. Vuelvo, pues, a su enfermedad. Pero aún pongo otra cosa de su breve tiempo escolar: cierto día salía de casa y me encontré con mi hermana Teresa, casada desde hacía poco tiempo en Lomba. Venía a petición de otra mujer de un lugarejo vecino, a quien habían cogido preso un hijo, acusándole, no sé de qué crimen, por el cual, si no se justificaba que era inocente, sería condenado al destierro, o al menos a un número considerable de años de encarcelamiento. Ella me pedía con insistencia, en nombre de la pobre mujer, a quien ella deseaba complacer, que le alcanzase esta gracia de Nuestra Señora. Recibido el recado, me marché a la escuela; y por el camino conté a mis primos lo que pasaba. Al llegar a Fátima, me dice Francisco: – ¡Oye!, mientras vas a la escuela, yo quedo con Jesús escondido, y le pido eso. Al salir de la escuela fui a llamarle y le pregunté: –¿Has pedido aquella gracia a Nuestro Señor? – Sí, la he pedido. Dile a tu hermana Teresa que dentro de pocos días él regresará a casa. Efectivamente, de allí a algunos días el pobre rapaz estaba en casa, y el día 13 fue con toda la familia a agradecer a Nuestra Señora la gracia que había recibido. Otro día, al salir de casa noté que Francisco andaba muy despacio. 160 – ¿Qué tienes? –le pregunté–. Parece que no puedes andar. – Me duele mucho la cabeza y me parece que me voy a caer. – Entonces no vengas; quédate en casa. – No me quedo. Prefiero quedarme en la iglesia con Jesús escondido, mientras tú te vas a la escuela. Uno de aquellos días, cuando Francisco, ya estando enfermo, conseguía todavía dar sus paseos, fui con el a la roca del Cabezo, y a los Valinhos. Al volver a casa, la encontramos llena de gente, y a una pobrecita mujer que junto a una mesa, fingía que daba la bendición a numerosos objetos de piedad, rosarios, medallas, crucifijos, etc. Jacinta y yo fuimos en seguida rodeados de muchísimas personas que nos querían hacer preguntas. Francisco fue llamado por esta mujer de las bendiciones que le invitó a ayudarle. – Yo no puedo bendecir –respondió muy serio–; y usted tampoco. Sólo lo pueden hacer los sacerdotes. Las palabras del pequeño se extendieron inmediatamente por entre la gente como por medio de algún altavoz y la pobre mujer tuvo que marcharse inmediatamente entre los insultos de los que le exigían los objetos que acababan de entregarle. Ya dije en el escrito sobre Jacinta, cómo él pudo ir alguna vez más a Cova de Iría; cómo usó y entregó la cuerda; cómo en un día de tanto calor sofocante fue el primero en ofrecer el no beber, y también cómo a veces recordaba a su hermana la idea de sufrir por los pecadores, etc. Supongo por eso que no es necesario repetirlo aquí. Un día, estaba haciéndole un poco de compañía junto a su cama con Jacinta que se había levantado un poco. De pronto, viene su hermana Teresa a avisar que por la calle venía una gran multitud de personas sin lugar a dudas para hablar con ellos. Apenas había salido, les dije: – Bien, vosotros esperaos aquí, yo voy a esconderme. Jacinta consiguió aún correr detrás de mí, y nos fuimos a meter en una cuba que estaba junto a la puerta que da al huerto. No tardamos en escuchar el ruido de las personas que visitaban la casa y salieron al huerto, y estuvieron recostados en la misma cuba que nos salvó por tener la boca hacia el lado opuesto. Cuando notamos que se habían marchado, salimos de nuestro escondrijo y fuimos a ver a Francisco que nos informó de todo lo que había pasado. Era muchísima gente y querían que yo les dijese dónde estabais vosotras; pero yo tampoco lo sabía. Querían vernos y pedirnos muchas cosas. Había también una señora de Alqueidão que deseaba la curación de un enfermo y la conversión de un pecador. Yo pido por esta mujer; vosotras pedid por todos los demás que son muchos. Esta mujer apareció, poco después de haber muerto Francisco, y me pidió que le dijese cuál era su sepultura pues deseaba ir a agradecerle las dos gracias que le había concedido. Íbamos un día camino de Cova de Iría y a la salida de Aljustrel fuimos sorprendidos por un grupo de gente en una curva de la carretera, que, para vernos y oírnos mejor, pusieron a Jacinta junto conmigo encima de un muro. Francisco no quiso dejarse colocar encima. Después fue escapándose poco a poco y se arrimó a un muro viejo que había enfrente. Una pobre mujer y un niño al ver que no conseguían hablarnos en particular como deseaban, fueron a arrodillarse delante de él para pedirle que les consiguiera de Nuestra Señora la cura del padre y la gracia de no ir a la guerra (eran madre e hijo). Francisco se arrodilla también, se quita la caperuza y pregunta si quieren rezar con él el Rosario. Ellos dicen que sí; y empiezan a rezar; al poco tiempo toda aquella gente, dejándose de interrogantes curiosos, están también de rodillas rezando. Más tarde nos acompañan a Cova de Iría. Durante el camino rezan con nosotros otro Rosario; y, allá en el lugar de las apariciones, otro; y se despiden satisfechos. La pobre mujer promete volver allí para agradecer a Nuestra Señora las gracias que piden, si las alcanzan, Y volvió varias veces, en unión no sólo del hijo, sino también del marido ya curado. (Eran de la feligresía de San Mamede, y les llamábamos los Casaleiros).
Francisco enferma Durante la enfermedad, Francisco se mostró siempre alegre y contento. A veces le preguntaba: – Francisco, ¿sufres mucho? – Bastante; pero no importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor; y después, de aquí a poco iré al Cielo. 162 – Allí no te olvides de pedir a Nuestra Señora que me lleve también pronto allá. – Eso no lo pido. Bien sabes tú que Ella no te quiere allí aún. En vísperas de morir me dijo: – ¡Escucha!, estoy muy mal, ya me falta poco para ir al Cielo. – ¡Entonces mira! Allí no te olvides de pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre, por mí y Jacinta. – Sí, lo pediré; pero escucha: esas cosas pídelas antes a Jacinta, que yo tengo miedo de olvidarme cuando llegue junto al Señor. Y después, ante todo, lo quiero consolar. Un día, de madrugada, temprano, su hermana Teresa viene a llamarme: – Ven deprisa, Francisco está muy grave y dice que te quiere decir una cosa. Me vestí corriendo y allá fui. Pidió a la madre y a los hermanos que saliesen del cuarto, puesto que era secreto lo que me quería comunicar. Salieron y entonces él me dijo: – Es que me voy a confesar para comulgar y morir después. Quería que me dijeses si me viste hacer algún pecado y que fueses a interrogar a Jacinta si ella me vio hacer alguno. – Desobedeciste alguna vez a tu madre –le dije–, cuando ella te decía que te quedases en casa y tú te escapabas para estar conmigo o para irte a esconder. – Ciertamente, tengo éste. Ahora vete a preguntar a Jacinta, si ella se acuerda de alguno más. Marché, y Jacinta, después de pensar un poco, me dijo: – Escucha: dile que, todavía antes de aparecérsenos Nuestra Señora, robó 10 centavos a nuestro padre para comprarle una armónica a José Marto de Casa Velha; que, cuando los muchachos de Aljustrel tiraron piedras a los de Boleiros, él también tiró algunas. Cuando le di este recado de su hermana, respondió: — Estos ya los confesé; pero vuelvo a confesarlos. Tal vez es a causa de estos pecados que yo hice, por los que Nuestro Señor está triste. Pero yo aunque no muriese, nunca más los volvería a cometer. Y poniendo las manos juntas, rezó la oración: – ¡Oh Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infiemo, lleva a todas las almas al Cielo, especialmente a las que más lo necesitan…! 163 – Escucha, pide tú también al Señor que me perdone mis pecados. – Sí, pido, quédate tranquilo. Si el Señor no te los hubiese perdonado ya, la Virgen no hubiera dicho aún el otro día a Jacinta que te venía a buscar muy en breve para el Cielo. Y ahora voy a Misa y ahí pido a Jesús escondido por ti. – Escucha; pídele para que el señor Cura me dé la Sagrada Comunión. – De acuerdo. Cuando regresé de la iglesia ya Jacinta se había levantado y estaba sentada al lado de su cama. Al verme me preguntó: – ¿Pediste al Señor escondido para que el señor cura me dé la Sagrada Comunión? – Lo pedí. – Después en el Cielo pediré por ti. – ¿Vas a pedir? pues el otro día me dijiste que no ibas a pedir. – Eso era para llevarte allá en breve. Pero si tú lo deseas, yo pido, y después que Nuestra Señora haga lo que Ella quiera. – Pues quiero; tú pide. – Pues sí, quédate tranquila, que yo pido. Los dejé allí y me marché para hacer mis ocupaciones diarias de trabajo y escuela. Cuando volví al anochecer ya estaba radiante de alegría. Se había confesado y el Cura había prometido llevarle al día siguiente la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente, decía a su hermanita: – Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido. Yo me voy al cielo; pero desde allí voy a pedir mucho al Señor y a la Virgen para que pronto os lleve también allí. Ese día, casi todo lo pasé con Jacinta junto a su cama. Como ya no podía rezar, nos pedía que rezásemos nosotros el Rosario por él. Después me dijo: – Sin lugar a dudas, en el Cielo voy a tener muchas añoronzas de tí. ¡Quién diera que Nuestra Señora te llevase también para allá muy pronto! – No las tendrás, no; ¡fíjate! ¡Al pie del Señor y de la Virgen, que son tan buenos! – Pues es cierto. Tal vez ni me acuerde. Y ahora añado yo: tal vez no se acordó más. ¡¡¡Paciencia!!!
. Muerte santa Cuando era de noche, me despedí de él. – Francisco, adiós. Si fueras esta misma noche al Cielo, no te olvides de mí. ¿Has escuchado? – No me olvido, no. Quédate tranquila. Y agarrándome la mano derecha, la apretó con mucha fuerza durante un buen rato, mirándome con lágrimas en los ojos. – ¿Deseas alguna cosa más? –le pregunté con lágrimas que también me corrían por las mejillas. – No –me respondió con voz apagada. Como la escena estaba poniéndose demasiado conmovedora, mi tía me pidió que saliese del dormitorio. – Entonces, adiós, Francisco, hasta el Cielo. – Adiós, hasta el Cielo. Y el Cielo se aproximaba. Allá voló al día siguiente a los brazos de la Madre Celestial. No se puede describir mi nostalgia. Es una espina triste que atraviesa mi corazón a lo largo de los años. Es el recuerdo del pasado que siempre resuena en la eternidad.