respuesta a la La Virgen María en nuestra vida espiritual Dra Deyanira Flores

D. Nuestra respuesta a la presencia y la acción de La Virgen María en nuestra vida espiritual

Dra Deyanira Flores

 

I. El deber de dar una respuesta

 

El cuarto aspecto de la Espiritualidad Mariana es nuestra respuesta personal a la presencia y acción de la Virgen María en nuestra vida espiritual. Es una consecuencia directa de los otros tres puntos que hemos tratado.

Si en Su infinita misericordia y sabiduría quiso Dios desde toda la eternidad pedirle a esta hermana nuestra, María de Nazaret, una cooperación única e indispensable en la Economía de la Salvación, de parte nuestra necesariamente debe darse el reconocimiento y aceptación de esta Voluntad Divina, así como una profunda veneración y agradecimiento “a la que más le debemos, después de Dios, por nuestra Redención” (117). Practicar y promover el culto de hiperdulía a la Madre de Dios (118) es deber de todo cristiano.

Unida a la veneración debe ir el amor. Bien decía la Beata María Romero Meneses (+ 1977): “No nos consideremos satisfechos honrando solamente a María. Lleguemos a algo más: ¡amémosla!” (119). Este amor crece en proporción a nuestro conocimiento y amor de Jesucristo, y al conocimiento que tenemos de Ella misma: a un conocimiento superficial, corresponde un amor superficial; a menudo se quieren más los favores que la Virgen concede que a Ella misma. En cambio, entre más profundo sea el conocimiento de María, más sólido y sincero será el amor hacia Ella.

La veneración y el amor van unidos a la invocación constante y confiada. La poderosa intercesión de la Virgen María está claramente fundada en la Escritura: lo que hizo en Caná, es lo que continúa haciendo ahora. Toda la Tradición lo afirma. Baste recordar la conocida oración del siglo III, Bajo tu amparo, por medio de la cual millones de cristianos de Oriente y Occidente se han dirigido a lo largo de los siglos a la Theotokos con plena seguridad de ser socorridos por ella.

Si Dios ha querido que la Virgen María ejerza un influjo constante en el desarrollo de la vida divina de todos los redimidos por Cristo, de forma que ella coopera con el Espíritu Santo en la gran obra de nuestra santificación, nosotros debemos responder de forma concreta a su acción materna. Es más, en la medida en que recurramos y nos encomendemos constantemente a Ella, que nos sirvamos para todo de su mediación, y nos abramos a esta acción suya, dejándola actuar cada vez más en nosotros y cooperando activamente con Ella, más aumentará su eficacia. Como afirma San Luis de Montfort (+ 1716): “Se adelanta más en poco tiempo de sumisión y obediencia a María que en años enteros de hacer nuestra propia voluntad y apoyarnos en nosotros mismos” (120).

Este mismo autor, uno de los más grandes maestros de la Espiritualidad Mariana (121), enseña que la verdadera devoción a María es interior, pues procede de la gran estima y amor que se le tiene; es tierna, llena de confianza en la Santísima Virgen, recurriendo a su ayuda en todas las necesidades, sin temor de importunarla ni desagradar a Jesucristo; es santa, porque lleva a evitar el pecado e imitar sus virtudes; es constante, pues consolida en el bien, elimina la veleidad, melancolía, escrúpulos y cobardía, y hace vivir sólo de fe y no de gustos sensibles; y es desinteresada, sirviendo a María no por interés, sino únicamente porque Ella merece ser servida y sólo Dios en Ella; amándola no por los favores que concede, sino porque Ella es amable: por eso se la ama con la misma fidelidad en el Calvario que en Caná (122).

Entre las diferentes prácticas de verdadera devoción a la Virgen María que existen (123), San Luis de Montfort nos insta a escoger la más perfecta, “que exija más sacrificios por Dios, libre más de sí mismo y del egoísmo, conserve más fielmente en la gracia, una más prefecta y fácilmente a Jesucristo y sea más agradable a la Virgen, gloriosa para Dios, santificadora para sí mismo y útil al prójimo” (124). Esa es la que él enseña: Una forma de vida que consiste en hacerlo todo por María, en Ella, con Ella y para Ella, a fin de hacerlo por Jesucristo, en Él, con Él y para Él, nuestro único fin (125). Vivida con fidelidad, esta práctica, que consiste en una perfecta renovación de los votos bautismales (126), conduce a la plena transformación en Jesucristo (127), meta de la vida espiritual.

La consagración a la Virgen María que enseña San Luis de Montfort es una forma de devoción mariana sumamente antigua, que ha sido constante a lo largo de toda la historia de la Iglesia, y está avalada clara y repetidamente por el Magisterio. Se ha presentado en diferentes formas: consagrarse como esclavo, hijo o propiedad suya. Todas quieren subrayar una entrega completa, una disponibilidad sin límites, una confianza total en María; todas tienen como meta a Jesucristo y han dado grandes frutos de santidad.

Uno de los primeros testimonios lo encontramos en San Juan Damasceno (+ 749), el cual utiliza el verbo griego ἀνατίθημι, que claramente significa “consagrar”:

 

“… A ti vinculamos nuestras almas, en la esperanza, como a un áncora solidísima y totalmente segura. Te consagramos enteramente nuestra inteligencia, nuestra alma, nuestro cuerpo y todo nuestro ser …” (128).

 

Otro importante testimonio es San Ildefonso de Toledo (+ 667), uno de los primeros autores en explicar admirablemente bien la “santa esclavitud mariana”, la cual se basa en el ejemplo del mismo Jesucristo, que al nacer, se hizo súbdito de la sierva que Él mismo creó. Esta consagración se hace a Cristo y a María, al primero como a nuestro Dios, a la segunda como a la Madre de Dios, y lejos de ser algo forzado, es un título nobilísimo de libertad, que tiene como propósito servir mejor a Cristo y ser más perfectamente Suyo, seguros de que siempre redunda en honor del Hijo lo que se tributa a la Madre (129).

Finalmente, si la Virgen María es la criatura que, por gracia de Dios y fiel respuesta suya, más perfectamente ha vivido la Espiritualidad Cristiana, necesariamente es nuestro mejor modelo después de Cristo, y debemos imitarla. De hecho, la imitación es prueba de que realmente la veneramos y la amamos (130). El Papa Pablo VI se refiere varias veces en su Carta Apostólica Marialis Cultus a los motivos por los cuales debemos imitar a María (131). Recordamos sólo uno: María es “maestra de vida espiritual”, y los fieles deben fijarse en ella “para hacer de su propia vida un culto y una ofrenda a Dios”. El sí de María (Lc.1, 38) “es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y medio de santificación propia” (132).

Pero María no es un modelo estático: es nuestra Maestra. Ella conoce perfectamente el camino y es feliz de guiarnos por él. Como hija predilecta del Padre, nos enseña y ayuda a ser verdaderos hijos de Dios. Como Madre amorosa, fiel Colaboradora y perfecta discípula del Hijo, nos enseña a amarlo, seguirlo, y servirlo de verdad. Como fiel esposa del Espíritu Santo, nos ayuda a ser cada día más dóciles a su acción en nosotros.

 

II. El ejemplo de los Santos

 

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