Hemos cobrado claridad sobre el hecho de que los 14 años que van de 1951 a 1965 constituyen un incomparable período de lucha. Pasemos a enfocar el sentido de esos catorce años y el cumplimiento de ese sentido. Sabemos también por qué tal lucha fue conjurada a propósito por mí. En este contexto (y porque ustedes lo deseaban) quiero decir algunas palabras sobre la audiencia con el Papa.
En ese período de luchas se distinguen fácilmente dos etapas:
La primera etapa de la lucha: 1951- 1963
Reinaba una gran confusión. Uno tras otro fracasaba todo intento de generar claridad o de distender de alguna manera las cosas en Roma. Dije por entonces que aún cuando personas encumbradas se pusieron de nuestra parte, tampoco serviría: Apenas éstas comenzaban a hacer algo, Dios las llamaba a su presencia.
En realidad yo era neófito en lo atingente a todos estos métodos corrientes en Roma. Yo siempre pensaba que allí estaban apasionados de dar con la verdad, como yo personalmente lo había sido siempre. En enero de 1952 me fui de Roma habiendo tomado conocimiento de dos cosas.
La primera procede de Monseñor Kaas. En cierta ocasión me dijo que Pío XII había hecho muchos esfuerzos para reformar las congregaciones romanas, sobre todo el Santo Oficio; pero su intento fracasó por completo. Fue la primera vez que pude ver un poco lo que sucedía detrás de las bambalinas.
La segunda me llegó a través del Cardenal Lavitrano, por entonces Prefecto de la Congregación para los Religiosos. También él era un fiel amigo de Schoenstatt y siempre nos apoyó. Yo tenía contacto con él. En aquella época se había desatado la primera lucha entre la Congregación para los religiosos y el Santo Oficio, por causa nuestra. En mayo de 1948, con relativa rapidez, las Hermanas de María fueron reconocidas oficialmente. Pasaron a ser de derecho diocesano. En ese mismo año debíamos llegar a ser derecho pontificio. Por entonces se buscó un título propio: quasi juris papalis. Pero el Santo Oficio intervino y protestó, alegando no haber sido consultado. Ahí “arriba” pasa exactamente lo que pasa en el cuarto de los niños. Y así se observa también en todas las situaciones de la vida, en Dachau y en todas partes: donde hay seres humanos suceden cosas humanas. El Cardenal Lavitrano se puso por completo de nuestra parte; y cuando comenzó a defendernos, falleció repentinamente. Ley general: Bastaba con que una persona quisiera hacer algo por nosotros, para que enseguida tuviera la sentencia de muerte en su bolsillo.
De él conservo una declaración muy amarga y sugestiva: Si yo hubiera sabido cómo se administra el derecho en Roma, jamás habría aceptado el puesto de Prefecto de la Congregación para los Religiosos.
Se trata pues de dos percepciones que tuve: por un lado, la fuerte necesidad de reformar las Congregaciones o al menos los métodos que allí se suele aplicar y, por otro, el modo como se procedía con el derecho.
Eso me llevó a pensar lo siguiente: Ahora te mantienes retirado por años y reúnes material que, tarde o temprano, pondrás a disposición del Papa como material informativo. Por supuesto, todo para el caso de que él efectivamente pudiera y quisiera apoyar seriamente los deseos de reforma de la Curia romana.
No crean que me quedé de brazos cruzados en un segundo plano, ignorante de todo. Porque todo lo que de alguna manera concernía a Schoenstatt llegaba siempre directamente a mi dirección. Y yo todo lo elaboraba. En Milwaukee escribí tanto como para formar una biblioteca. Fueron siempre opiniones sobre todas las cuestiones atingentes a la vida de la Iglesia, tanto las vinculadas con la política como a la dogmática o la pedagogía.
Así fueron las cosas hasta 1959. Entonces advertí con claridad: Ahora tienes que defenderte; ahora tienes que confrontarte con los principales adversarios. Éstos eran, en primer término, ambos visitadores, el visitador episcopal y el visitador apostólico, y el General de los palotinos.
Existía una gran diferencia entre ambos generales de los palotinos. El General anterior de los palotinos, el P. Turowski, puso en juego su honor y se defendió hasta el extremo contra el P. Tromp y todo lo que éste emprendía. Tuvo también el coraje de elevar una solicitud al Santo Oficio. En ella expresaba la siguiente convicción: El P. Tromp quizá sea un buen especialista en apologética, pero en las cosas de las cuales se trataba entonces, sus conocimientos no eran suficientes. Por eso proponía la designación de un nuevo visitador. Así se lo expuso al Cardenal Ottaviani, Prefecto del Santo Oficio. Éste dijo ciertamente que sí, pero no hizo nada.
Así pues me propuse debatir académicamente con los tres. Debía haber paz en las cosas en las que nos pusiéramos de acuerdo. Pero donde existiesen diferencias, yo quería dirigirme al Papa y entablar un serio proceso judicial. Vale decir que jamás se trató de alcanzar un indulto. La meta fue siempre una plena y perfecta rehabilitación jurídica. Comencé entonces a debatir con Tréveris, inspirándome en Newman, redacté un pequeño ensayo. Quizás sepan que también Newman tuvo que defenderse una vez mediante un ensayo que tituló: Apología pro vita sua. Yo titulé el mío: Apología pro vita mea.
Cuando se trata de cuestiones jurídicas, soy muy exacto. Pero, hablando humanamente, no tengo nada personal contra nadie. Por entonces las cosas pendían de un hilo (yo no debía comunicarme con ningún sacerdote de Schoenstatt); por eso me dirigí al Obispo Michael Keller, de Münster, el antecesor del Obispo actual. La idea era que él leyese el escrito y me diera su opinión sobre si era el momento oportuno para tomar esa iniciativa. La respuesta fue que él no quería opinar al respecto; me aconsejaba no preocuparme en absoluto de esas cosas. Que el Santo Oficio quería alejarme por completo. Mi respuesta fue: ¡Aquí se trata de un derecho natural! Tampoco el Santo Oficio tenía derecho de lesionar el derecho natural. Nadie tiene el derecho de calumniar a nadie. Yo no actuaba en absoluto contra ninguna disposición, yo no atacaba ningún decreto, sino sólo me defendía de calumnias. Sin embargo pensé: Espera un poco hasta que la situación quizás sea más favorable. Así pues no envié la Apología.
Y un segundo aspecto: Debatí asimismo con el P. General Möhler, quien era en realidad el exponente principal de todas las acusaciones contra mí. No quiero explayarme ahora en el tema para no desprestigiar a nadie. La carta fue escrita el 31 de octubre de 1961. Algún día esa carta hará historia. En ella vuelve a analizarse todo con gran exactitud. Se expone los contextos fundamentales. La carta debía (era mi intención) ser elevada también al Santo Oficio. Así lo hice a lo largo de esos años: los escritos estaban dirigidos al General, pero el verdadero destinatario debía ser el Santo Oficio. Si alguna vez leen la carta, no se asombrarán más de por qué el Santo Oficio se sentía herido hasta la médula.
La reacción fue que el Santo Oficio, haciendo uso de todo su poder, golpeó en todas direcciones. Nuestro pobre Josef Schmitz fue destituido del cargo. También fue destituido Monseñor Roth. Y además las otras acciones emprendidas por entonces, por ejemplo, contra la Obra de las Familias. A mí personalmente se me impuso una sanción eclesiástica. Los golpes se sucedían, la fundamentación de la sanción eclesiástica fue: desobediencia y falta de respeto para con la autoridad eclesiástica.
Dicho sea de paso, consideré conscientemente que una tarea muy importante era no sólo enseñar una correcta obediencia, sino también practicarla en relación con el Santo Oficio. Es la concepción de obediencia que actualmente ha sido legitimada por el Concilio. ¿Qué significa sentire cum Ecclesia? Hacer nuestros los respectivos deseos de la Iglesia, con la respectiva concepción de Iglesia. Hasta el Concilio, la Iglesia se consideró, durante siglos, básicamente como una societas externa, no raras veces según el derecho burgués, incluso a modo de una organización militar. Por eso hasta entonces sentire cum Ecclesia significaba practicar una obediencia militar. Pero una vez que la Iglesia pasó a considerarse a sí misma como pueblo de Dios, como familia de Dios, ¿Qué exigía el sentire cum Ecclesia? Otro tipo de obediencia: una obediencia familiar. Ésa es la obediencia a la que siempre aspiré personalmente como elevado ideal. Y una obediencia familiar exige una gran cuota de franqueza. Hemos de procurar que se practique una obediencia madura, una obediencia familiar.
Entonces expuse, muy clara e inequívocamente, que la obediencia practicada por mí era moralmente exacta, ascéticamente de alto valor y estratégicamente ejemplar. Vale decir, exactamente lo contrario de la concepción del Santo Oficio. La lucha arreciaba cada vez más. Pero era algo querido muy conscientemente por mí: una clara idea que yo defendía conscientemente. Como también en todas las demás cosas, se trató de dar ejemplo con la vida, en todas las áreas, de la Iglesia de la nueva ribera, tal como hoy, en cierto sentido, ha sido reconocido oficialmente por el Concilio.
¿En qué consistió la sanción eclesiástica? Tres días sin celebrar misa y luego hacer ejercicios espirituales. Bueno, no era mucho. No lo encontré tan preocupante y pensé: Espera, porque ahora tienes cosas más importantes que hacer. Muy pronto vino la advertencia de que ya era tiempo de que cumpliera con la sanción. Entonces lo hice. Una vez cumplida, por intermedio del General de los palotinos envié al Santo Oficio el contenido de mis meditaciones. Y el contenido de las meditaciones era el despliegue de toda la historia de Schoenstatt con la correspondiente interpretación académica. Vale decir, atrevido hasta el extremo.
Una vez que hube reflexionado detenidamente sobre las cosas, se me planteó la gran pregunta: ¿Tiene sentido seguir recorriendo este camino? Entre tanto yo había cobrado claridad (dado que había calado hondamente los trasfondos) sobre cuán poco podía actuar el Papa por sí mismo, y cuán fuertemente estaba, en líneas generales, cautivo de su entorno. Pensé entonces que la ley de la puerta abierta pasaba pues a ser la ley de la puerta cerrada. Me dije: Lo mejor es que esperes un poco más, hasta que el Concilio anunciado sea una realidad histórica. Esperarás del Concilio una justificación de tu persona y una justificación de tus teorías, de tus enseñanzas.
La segunda etapa: El Concilio Vaticano II
Vino el Concilio, efectivamente, en lo esencial el Concilio concuerda con nosotros. Más aun, en muchas cosas nosotros fuimos bastante más adelante que el Concilio.
Hablamos de una misión posconciliar y de una misión preconciliar de la Iglesia. Por eso tenemos razón al decir que la misión posconciliar de la Iglesia fue para nosotros ya la misión preconciliar de la Familia. Sin embargo decimos que queremos hacer nuestra la misión posconciliar de la Iglesia. Esto es verdad en la medida en que ahora la Iglesia, mediante el Concilio, concuerda con nosotros en las cuestiones fundamentales. Podemos llamar posconciliar a nuestra misión porque la Iglesia se concibe a sí misma tal cual nosotros la concebimos siempre. La gran diferencia entre ayer y hoy estriba solamente en que las concepciones opuestas del episcopado han desaparecido de la Iglesia, al menos en principio. Y ahora existe, en principio, una misma actitud fundamental.
Valdría la pena arrojar luz, desde este punto de vista, sobre la concepción más importante o la misión más importante de la Iglesia de hoy. Entretanto yo me había dicho a menudo: En realidad el Concilio tendría que haber comenzado donde ha terminado.¿Qué significa esto? El Concilio se detuvo allí donde se trataba de la cuestión central a la cual debe responder la Iglesia de hoy: la relación entre Iglesia y mundo. Pero el Concilio mismo admitió que no estaba aún preparado para abordar esa cuestión; y por eso se conformó con indicaciones generales.
Sucedió efectivamente lo que yo había esperado.
Si bien el Santo Oficio había resuelto enviarme de nuevo a Milwaukee, luego cambió esa resolución; también el Papa quería hacerme regresar. No se pueden imaginar qué confusión reinaba en toda Roma, en todos los ámbitos, hasta en los más elevados.
Naturalmente todo eso tuvo la gran ventaja, todo el debate tuvo, entre otras, la ventaja de hacernos conocidos en todo el mundo; pasamos a ser más conocidos que el hilo negro, al punto de que luego en Roma no sólo se me dejó en paz, sino que recibí visita tras visita de muchos cardenales y obispos. Vale decir, una atmósfera totalmente distinta.
Dado que todos habían sido presa de confusión (la Congregación para los Religiosos, el Santo Oficio, tales y cuales Cardenales hasta llegar al Papa), eso significaba naturalmente que todo el mundo se había ocupado de nosotros. No sabría señalarles otro medio ni vía mejor para que nos hubiésemos dado a conocer tan rápidamente, en todo el mundo.
A ello se sumó que, al saberse lo que pensaban hacer el Santo Oficio y el Papa, comenzó toda un largo debate, concreto y académico. También surgieron contracorrientes. Se iba a realizar una nueva sesión plenaria del Santo Oficio. Y toda una cantidad de Obispos extranjeros se había esforzado por hablar en privado con los Padres que tenían voz y voto en la asamblea plenaria del Santo Oficio. Se hicieron aclaraciones, aclaraciones y aclaraciones. ¿Y el resultado? Lo que no se podía esperar se hizo realidad el 20 de Octubre: Todos los decretos contra el P. Kentenich quedaron abolidos, con la curiosa fundamentación: Dado que yo tenía la intención de ingresar al nuevo Instituto, se había revisado toda la situación y resuelto anular todos los decretos. Imagínense entonces: Yo no moví ni un solo dedo y todos los decretos fueron abolidos por completo.
Para comprender esto debería señalar antes algunas cosas. Entre tanto, en Roma, especialmente en el Santo Oficio, se había adoptado una concepción totalmente opuesta. Hasta ese momento se había sido duro como el hierro. Se había reiterado que era impensable que yo pudiera volver alguna vez a Alemania o se me rehabilitara. Pero entonces se asumió la opinión contraria. El Cardenal Bea debía tratar conmigo por encargo del Santo oficio, vale decir, oficialmente. Y él trató conmigo. Su actitud fundamental ‘si no hubiera tenido lugar el Concilio, usted jamás habría sido comprendido’.
Esto es una prueba oficial de que el Concilio hizo suyas todas las cosas que eran corrientes entre nosotros; reconoció en lo esencial cosas que nosotros enseñamos desde el principio y por las cuales yo emprendí conscientemente una dura lucha. Lo que querría decirles ahora es lo siguiente: Ustedes ya escucharon que poco antes también el P Menningen había sido rehabilitado. Su rehabilitación fue más sencilla porque no había sido destituido de su cargo por asamblea plenaria del Santo Oficio, sino mediante una simple disposición, y además no estaba desterrado.
Mi caso era naturalmente más difícil. No les expondré ahora en detalle cómo se llegó a este cambio radical. Pero sí recordar que luego de ese cambio la Sociedad Palotina cayó de las nubes. Imagínense cómo ella, que siempre había compartido el parecer del Santo Oficio y se sentía protegida y legitimada por él, repentinamente vio que el Santo Oficio pensaba y trabajaba de una manera totalmente distinta. El modo como el Santo Oficio gestionó rápidamente el caso del P. Menningen debía aplicarse a mi caso. Pero recién se lo iba a hacer en Octubre, porque el secretario privado del Cardenal Ottaviani se encontraba de vacaciones y regresaba recién a comienzos de Octubre. Una vez que supe todo lo que se tenía pensado hacer en Roma, comprenderán que me haya asombrado cuando recibí el telegrama el 13 de Septiembre. Naturalmente pensé: Bueno, todo se adelantó un mes.
No sé si conocen la historia del telegrama. Sigue siendo un misterio. Más adelante se los revelaré con mayor exactitud. En este momento basta con esbozarlo. El telegrama era inequívoco, muy claro: En el nombre del General yo debía viajar enseguida a Roma. Estaba firmado por Burggraf. Y decía: “inmediatamente”. Y porque allí estaba escrita la palabra ‘inmediatamente’ y porque la gente de Roma revisaba en todo momento mi concepción de obediencia, me dije: Cuidado, aquí se dice “immediately” encárgate de que sea inmediatamente. Porque de lo contrario se dirá de nuevo: ¡Ay de tu obediencia! Por eso pedí a la telefonista que me enviara el telegrama por escrito. Porque el telegrama me había sido anticipado por teléfono. Se me prometió hacerlo. Cuando me dijo que había llegado un telegrama para mí, hice un comentario jocoso. Cuando llegaba un telegrama en alemán, los norteamericanos tenían mucha dificultad para pronunciarlo en alemán; entonces lo deletreaban. Hice un comentario jocoso: Se pondrá divertida la situación si usted tiene que deletrearlo. No -dijo ella- el telegrama vino en inglés. Entonces le dije expresamente: Por favor, envíelo. Me preguntó: ¿Es correcta la dirección? Sí, es correcta.
¿Por qué inmediatamente? Ese “inmediatamente” quedó resonando en mis oídos. Por eso solicité que se me enviara el telegrama (por escrito). Porque había ocurrido a menudo que me comunicasen el telegrama por teléfono y después no me enviasen el texto. “Inmediatamente”… Despaché enseguida un telegrama a las superioras provinciales de nuestras provincias en el extranjero. Les había prometido que antes de viajar a Europa quería visitarlas. Pero cancelé la visita en consideración del “inmediatamente”.
Llegué a Roma, al Generalato, pensando que se me recibiría de tal o cual manera. Allí quedaron boquiabiertos: No hemos enviado ningún telegrama. ¡Ningún telegrama! Al principio me dije: Por Dios, están bromeando, están fingiendo. Suele ocurrir que cuando se está continuamente en la lucha, uno pone a todo un signo de interrogación. Pero aquellas palabras sonaban tan sinceras que hube de suponer que ellos efectivamente no habían enviado ningún telegrama. Simultáneamente había llegado un segundo telegrama a Milwaukee, también de Roma y firmado por Roma, y también por el P. Burggraf. Y la segunda parte del telegrama era textualmente la misma. Sólo la primera parte era distinta: El P. Bernardino Trevisan debía ir “inmediatamente” a Roma (vale decir, no venir primero a visitarme a mí, a Milwaukee).
Y ahora la pregunta: Pues bien, ¿cuál telegrama era el correcto? Para mí estaba claro: En el telegrama que yo he recibido se dice «inmediatamente”. Por lo tanto tú viajas enseguida de regreso. Empaqué mis pocas cosas para no ser tildado nuevamente de desobediente, y así aparecí en Roma. Imagínense, todos allí estaban perplejos. Y la pregunta: Bueno, ¿Quién había enviado el telegrama? Naturalmente se dijo primero que yo era quien había escenificado todo, se dijo todo tipo de cosas. Otros decían que lo habían hecho mis amigos. El debate se prolongó. Que el Papa opinaba (más tarde volvió sobre el asunto) que, al recibir el telegrama, yo habría quedado tan sorprendido que no leí con cuidado, sino que, enceguecido, actué precipitadamente para salir del cautiverio. No fue así en absoluto. Ante esas cosas mantuve una calma soberana; no me inquietaron en absoluto. No ocurrió así en absoluto. Naturalmente el telegrama está rodeado de misterio. Más adelante se los revelaré.
Así pues la situación iba de aquí para allá. Y además: Llegó una carta del secretario del Cardenal Ottaviani; y otra carta oficial del Santo Oficio, por la cual se me alentaba a elevar al Santo Oficio lo que quisiera exponerle. Observen pues qué novelesco es todo esto. Por una parte había que solucionar privadamente el asunto, no debía dirigirme oficialmente al Santo Oficio, Ottaviani quería hacerlo privatim. Pero ahora, por otro lado, la exhortación, de parte oficial, de elevar al Santo Oficio lo que yo quisiera exponer.
Sólo restaban dos objeciones de todo aquel barullo. ¡Si viesen alguna vez el montón de decretos que recibí en el transcurso de mi estadía en Milwaukee! Y así pasaba siempre: cuando el decreto dejaba libre un resquicio (no sé si entienden lo que digo), yo me habría sentido un canalla si no hubiera aprovechado ese resquicio. Mi interpretación era correcta desde el punto de vista teológico moral. Yo me decía siempre: Ellos conocen las leyes de interpretación y yo también las conozco. Si quieren otra cosa, tienen que decirlo explícitamente. Naturalmente nuestros adversarios, especialmente en la Sociedad palotina, señalaban una y otra vez que yo me habría escurrido por tal y cual resquicio. Y el resquicio era rellenado. Y así sin solución de continuidad… Siempre quedaba un resquicio y yo aprovechaba hasta más mínimo resquicio. Ciertamente hubo que tener un tremendo coraje; porque yo sabía (lo advertí en mis viajes internacionales) cómo temblaban incluso las altas autoridades de la Iglesia cuando hablaba el Santo Oficio.
Por eso les repito (suena jocoso pero es algo muy serio) que para mí estaba claro: Tienes que demostrar que, guardando el debido respeto y docilidad, se puede ser franco para con el Santo Oficio, pese a quien pese.
Cuando más tarde el Cardenal Frings de Colonia, atacó a Ottaviani en el Concilio, por entonces escribí y envié lo siguiente: Si el Cardenal Colonia, como asimismo todo el episcopado, hubieran sido más francos ante el Santo Oficio, no sería necesaria una reforma del Santo Oficio, ni habría sido necesaria esa confrontación pública. Se lo digo con toda tranquilidad para que vean que siempre seguí una línea muy clara. Y siempre con valentía imperturbable. Volvamos a ambas acusaciones pendientes.
En primer lugar: ¿Cómo era mi obediencia? ¿Se la podía justificar? Y en segundo lugar: ¿Cuál era mi concepción de carisma? Vale decir, acusación de que yo invocaba mi carisma ante la autoridad institución Nunca hice eso en mi vida. Jamás encontrarán un texto mío que diga algo sobre mi carisma.
El Papa Pablo VI hizo suya esa objeción según declaraciones hechas a dos obispos. Quizás no se imaginen cuántos obispos de todo el mundo han tomado conocimiento de Schoenstatt. Ahora somos muy conocidos. Después vinieron muchos a visitarme y ponerse enseguida de mi lado, sin que yo hubiese hecho ni dicho nada, sin que me hubiese justificado. En efecto, por entonces el Papa le dijo privatim, primero al Cardenal Silva, de Santiago de Chile, y luego al Obispo Manziana (un amigo de él, a quien él consagró Obispo): Que todo estaría bien, pero que también habría que procurar que el carisma se subordinase a la autoridad institucional. No lo dijo directamente, pero ciertamente dio a entender que ésa sería una falta mía. Sea como fuere, esas dos eran las únicas objeciones restantes.
Me preparé entonces; había traído conmigo un poco de material, si bien demasiado poco. Había pensado: ¿Para qué llevar todas estas cosas? Dejé en Milwaukee toda la “biblioteca” que había escrito, y sus copias. ¡Y ahora debía solucionarse en Roma todas esas cosas pendientes de tratamiento! Pensé lo siguiente: Se generará un gran debate, primeramente en privado, con Ottaviani, y luego con la reunión plenaria del Santo Oficio. Recuerden por favor ambas fechas. Eso estaba previsto para comienzos de Octubre. Pero a comienzos de septiembre llegó el telegrama. Y muy repentinamente se realizó la reunión del 20 de Octubre. ¿Y el resultado? Quedé totalmente libre, como un pájaro. Ningún debate más, ninguna reflexión: ¿Qué pasa con la obediencia? ¿Qué pasa con el carisma? Observen que éstas eran precisamente las cuestiones centrales tratadas en el Concilio. Vale decir, no eran temas sacados de la manga. Era justamente los temas centrales. El resultado: abolición de todos los decretos, de todos.
¿Cuándo firmó el Papa el documento? El 22 de Octubre. Justamente el día en el que yo había abandonado Schoenstatt en 1951, encaminándome al exilio. Les dije que evidentemente se produjo un cambio incomprensible en el pensamiento y la percepción de las autoridades supremas. Uno de los secretarios, que más tarde pasó a ser Arzobispo consultor de la Congregación para los Religiosos, reconoció entonces: Nadie en el Santo Oficio cree todavía en las acusaciones. Vale decir, ya no había más acusaciones. Y por ellas catorce años de exilio… El 22 de octubre de 1951 partida hacia el exilio, y ahora, el 22 de octubre de 1965, todo quedaba abolido.
La situación siguió evolucionando. Se me subordinó a la Congregación para los Religiosos. Ya escucharon cuál fue la fundamentación de la total abolición de los decretos: porque yo quería pasarme a la nueva pars motrix. Curiosamente el Padre General Möhler declaró que se sentía muy decepcionado por mi deseo de integrarme al nuevo Instituto. ¿Se pueden imaginar que se pueda estar desilusionado por eso? Para mí era lo más natural del mundo.
La Congregación para los religiosos cambió enseguida radicalmente su actitud. Fue amable en extremo. Sólo tenía un reparo (no lo consignaron en el decreto, sino que lo comunicaron oralmente): Por el momento yo debía ser cauto en lo concerniente al viaje a Alemania. ¿En virtud de qué consideración estratégica? Recuerden que todo el episcopado alemán me había exiliado, y con mayor razón aún Tréveris. Ustedes se imaginan todo lo que había salido de Tréveris. Vale decir, era por una consideración táctica. Recuerden a Noé, cuando salió del arca: Antes de abandonarla envió un par de palomas para ver si las palomas se quedaban afuera. Así pues se hizo entonces un intento. La paloma podía volar para ver cuál era la reacción de los obispos alemanes.
La audiencia con el Papa Pablo VI
Quería relatarles algo sobre la audiencia. Todo lo que les he dicho hasta ahora es sólo una cierta preparación a ella. Yo mismo tenía ciertamente la intención de solicitar una audiencia privada con el Papa. Pero todavía no, porque todo había transcurrido normalmente, ¿no? Una audiencia sólo tenía sentido para mí si estaba ligada a un debate en torno de los principios. Pero todas las instancias mencionadas y muchas otras (incluso la Secretaría de Estado), que antes me habían proscrito y demonizado, ahora tenían un grandísimo interés en que yo tuviera una audiencia con el Papa. No moví ni un dedo para ello, ni en el primer ni en el segundo caso. Vale decir que sucedió sin intervención de mi voluntad (no quiero decir contra mi voluntad). Por lo tanto es evidente que habían actuado otros poderes. Poderes humanos concretos, sin duda; pero también poderes divinos. Se pensó pues lo siguiente. En razón de la situación reinante en Roma se dijo: Es imposible que el Papa conceda una audiencia privada antes del 29 de diciembre. Hay muchos cardenales y obispos que deben entrevistarse con el Papa antes de regresar a sus países. Una audiencia particular era lo único posible en esa situación.
Entonces, era el 22 de diciembre, había una audiencia con el Papa. Todas las instancias se habían esforzado por conseguir lugar en esa audiencia. En todo caso, lo único que era posible era una audiencia particular y no una audiencia privada con el Papa.
Quizás ustedes estén tan poco informados sobre todos esos misterios como yo lo estaba hasta ese momento. Es un mundo en sí mismo… el mundo diplomático es un mundo distinto del que conocemos; un mundo con sus propias leyes, pesos y medidas. Así pues habría audiencia el 22 de Diciembre. Hay audiencias masivas, audiencias privadas (se está privatim con el Papa),audiencias especiales (un grupo mayor o menor que luego tiene una audiencia), y una audiencia particular. Lo único posible era, en ese caso, una audiencia particular.
En el fondo estaba la idea de la Congregación para los Religiosos: En Navidad podremos comprobar cómo reacciona el episcopado, cuando la paloma vuele hacia allí. Observen pues: benevolencia tras benevolencia. No era como si allí hubiera un desterrado o delincuente cualquiera. Lo único posible en esa situación era una audiencia particular. Yo no sabía lo que era eso ni cómo se desarrollaba. Me propuse entonces hacer lo que los demás hacían. Se nos reunió en la sala de audiencia. Yo esperaba que fuésemos un número exiguo de personas, pero estimo que éramos unos 75. La audiencia particular es una audiencia para hombres y mujeres que se han hecho meritorios en el servicio a la Iglesia, y por eso reciben el especial reconocimiento del Papa. Y entre ellos estaba ahora el hasta entonces ‘delincuente’.
No les relataré ahora todos los detalles de cómo se desarrolló el encuentro. Yo tenía un puesto en las primeras filas. Imagínense: Todo se realiza con exactitud, prescrito por el ceremonial. Asiento en las primeras filas. Apenas estuve en mi asiento, viene uno de los gentilhombre del papa y me pide que me siente en el fondo. ¡Fuera de la primera fila! Poco después de haberme sentado en un costado, vino uno de los monseñores que estaban junto al trono (Monseñor Wüstenberg, conocido por mí), y saludándome solemnemente me preguntó cómo estaba y cosas por el estilo. Vale decir que se interrumpió por completo todo el ceremonial oficial. Le dije: Tengo que ir al fondo. Sí, me respondió, es por lo siguiente: el Papa quiere decirle algo especial y privado. Y agregó: Dado que el Papa no domina el alemán, lo hará posiblemente en latín. No pasó mucho tiempo y vino el otro señor, el que seguramente ven en la fotografía, Taccoli, el ayudante de cámara, quien mantuvo informado al Papa sobre nosotros, en tres papados. Había un gran número (también estaba el Nuncio Bafile, de aquí, ¡cuánto ha hecho él por nosotros!). Es un mundo en sí mismo. Hablando humanamente, todo eso no habría sido posible si en lo oculto no se hubiera puesto en movimiento toda la maquinaria de la diplomacia. Pero no olviden que de mi parte yo no moví ni un solo dedo por estas cosas. Mi pensamiento era demasiado recto para ello. No lo impedí, pero tampoco lo fomenté.
Pues bien, las personas fueron pasando, una detrás de otra, muy sencillamente, de modo distinto del que yo me había imaginado. Se dirigían al trono, se arrodillaban, besaban el anillo, recibían la bendición y se retiraban. Pasó que cuando se conformó un pequeño grupo (aparentemente domínicos, unos cuatro o seis), se arrodillaron juntos y el encuentro duró un poco más. Se cruzaban palabras, la ceremonia se desarrollaba muy rápidamente: uno, dos tres, un rostro amable de parte de unos y otros, recepción de la bendición, nuevamente rostros amables y fin del encuentro. Ese era el reconocimiento solemne por méritos cosechados en el servicio a la Iglesia.
Al final estaba yo absolutamente solo en medio de la gran sala. El Papa sentado allí, a su alrededor, los dignatarios que lo acompañaban para, dado el caso, oficiar de intérpretes o también dar un tono más solemne aún al evento. Me arrodillé, besé el anillo. Ahí estaba yo con mi valijita (lo recuerdan). Lo ven en la foto, no muy abatido, no muy quebrantado, sino sencillamente tal como yo soy, ¿verdad?: sencillo y libre. Por eso también la fotografía tiene un significado especial: no fue una fotografía oficial. Las fotos que he visto de ocasiones similares siempre son así: El Papa posa y los otros también posan. En cambio esta otra foto fue tomada con total espontaneidad…La foto me parece muy hermosa cuando se la contempla. Cuando se conoce los trasfondos… fue realmente una finalización muy original de una época de lucha tremendamente intensa, cargada de tensión y cuajada de peligros.
Vuelvo a recordarles cuánto se había rezado a lo largo de esos años para que el Papa tuviera una “visión de Schoenstatt” (éste es sólo un término técnico), un panorama cabal de Schoenstatt. Y lo tuvo, la audiencia fue efectivamente el fruto de innumerables oraciones que se venían haciendo desde hacía décadas. El Papa me preguntó muy amablemente: ¿En qué idioma? Mi respuesta fue que en latín, ¿verdad? En primer lugar, porque yo me había dispuesto a ello; y en segundo lugar, porque era evidente, ya que él tenía dificultades para hablar alemán. Pero yo no sabía qué seguiría después. Él se volvió y se hizo entregar en manos un papel con un texto relativamente extenso. Ustedes ven el papel en la foto. Estaba en alemán. Lo leyó entonces solemnemente como si fuera una encíclica… Lo escuché atentamente, parado allí. Si tuviera que reproducirles algo del discurso, sería muy poco lo que podría decirles. ¿Saben por qué? Porque era una única alabanza. Imagínense cuán poco receptivo soy yo para alabanzas. Pero de todas maneras advertí lo siguiente: Esto es más que un elogio común. En ese contexto, donde todo se desarrollaba tan oficialmente, donde todo estaba pensado minuciosamente, eso era por cierto una extraordinaria legitimación, una rehabilitación.
Acabó la lectura. Entonces le contesté en latín. Fueron fundamentalmente tres pensamientos: En primer lugar, le agradecía cordialmente, en nombre de Schoenstatt, por todo lo que durante su pontificado había hecho por Schoenstatt, sobre todo por haberme rehabilitado. Vale decir, fui muy claro. Les confieso que jamás habría aceptado una gracia. Perdónenme que se lo diga tan claramente. Así lo exige el honor de la Familia, eso no tenía nada que ver con el otorgamiento de una gracia, sino que debía ser un acto jurídico oficial de rehabilitación. Una vez que estas cosas se resolvieran así, y luego de que el Cardenal Ottaviani fuera el primero en saludarme por mi cumpleaños enviándome un telegrama (imagínense!), jamás pensé en devolverle el saludo haciéndole una visita, sino que me limité a agradecérselo por escrito. ¿Se dan cuenta de por qué? Tampoco le ofrecí jamás un regalo. Por lo común me apasiona regalar. Si ustedes desean algo de mí y yo tengo algo para dar, pueden obtener todo de mí. Pero no deben quererlo por un sentimiento de justicia, porque entonces no recibirían ni un solo centavo de mí. Por principio nunca hice eso. Si por gratitud regalé cosas a personas que se comprometieron desinteresadamente por mi rehabilitación. Hubiera podido visitarlo recién después, cuando el Cardenal le confesó solemnemente a Taccoli (un gesto muy hermoso) que le apenaba sinceramente que él, sin haber manchado su conciencia subjetiva, hubiese sido instrumento para hacerme una terrible injusticia durante años. Pero el caso estaba ya cerrado. Existe también un sano sentimiento de justicia. Uno no está sólo como individuo aislado, sino como representante de una Familia.
En segundo lugar, le prometí al Papa, en nombre de toda la Familia, que me comprometería junto con la Familia para realizar de la manera más perfecta posible la misión posconciliar de la Iglesia. Entonces comenzó un intercambio de opiniones. Vale decir, yo agregué a propósito: sub tutela matris ecclesiae, bajo la protección de la Santísima Virgen como Madre de la Iglesia. Aparentemente era su idea predilecta. Dijo entonces: Sí, sí, matre ecclesia. No -le respondí- no, no: Sub tutela matrís ecclesiae. Si – contestó-, usted tiene razón.
Y lo tercero: Para ratificación y perpetuación de esa promesa quería entregarle el cáliz (conocen el cáliz) como regalo para la nueva iglesia proyectada, que tendría el título ‘Matri Ecclesia“. Y agregué: A matre ecclesia, in matre ecclesia et pro matre ecclesiae. Pero la audiencia aún no concluía. Advierten entonces que, comparado con todo lo demás que había ocurrido, era algo muy fuera de lo común. Cuando le alcance el cáliz los prelados que lo rodeaban se acercaron también, presurosos, para ver el cáliz. Naturalmente interpreté eso también como un gesto diplomático. Pero, sea como fuere, en el marco de la totalidad tenía un sentido profundo… comenzó entonces a hablar, pero en voz muy baja, diciendo que yo conocía al Obispo Manziana. Era su amigo, un italiano. Estuvo en Dachau. Yo por entonces le había salvado la vida. Cuando volví de Dachau y me proponía comenzar mis viajes internacionales, en esa época para un alemán era imposible trasponer la frontera alemana. Por entonces Manziana consiguió de Montini (más tarde Pablo VI) un pasaporte diplomático, y así pude realizar mis viajes al extranjero. Sí, le respondí, lo conozco bien.El Papa dijo que él solía contar cosas muy elogiosas de mí. Y entonces expuso todo en particular. Y así finalizó la audiencia.
Luego se me acompañó hacia afuera, como el último. Afuera me esperaban muchos.
La audiencia fue el 22 de diciembre. El 23 de diciembre, el Cardenal Antoniutti tuvo una audiencia privada con el Papa. Volvió, me llamó (muy amablemente, no mediante interpósita persona sino directamente por teléfono) y me comunicó que había tenido una audiencia con el Papa y que prestara atención: El Papa me daba permiso para viajar a Alemania. Vale decir, por disposición directa y personal del Papa quedaba abolida la única restricción que aún seguía vigente por razones tácticas. Yo podía entonces viajar, pero recordando que estaba subordinado al obispo de Münster. Fue nuevamente un recurso diplomático habitual. Querían delegarles la responsabilidad a otras autoridades. Por lo tanto yo debía solucionar mis asuntos subordinado al obispo de Münster. Y después podría volver a Roma. Y como no me gusta tener mucho que ver con cuestiones diplomáticas, le pregunté enseguida: ¿Podía o debía volver? Pero en ese mismo momento pensé lo siguiente: Tienes que hablar diplomáticamente; y como él no me había entendido, agregué de inmediato: Sí, sí, vuelvo ocho días después de la fiesta, de la fiesta de Epifanía.” De esa manera quedó concluido el asunto.
Fuente: Kentenich Reader 1, cap 24